Magisterio de la Iglesia

San Ambrosio

MARÍA, ESPEJO DE LAS VÍRGENES

   Se lee en el De Virginibus, dedicado por San Ambrosio
en el 377 a su hermana Marcelina, religiosa en Roma:

   ¿Qué más noble que la Madre de Dios? ¿Qué más espléndido que aquella a quien ha elegido el esplendor? ¿Qué más casto que la que ha engendrado el cuerpo sin mancha corporal? ¿Y qué decir de sus otras virtudes? Ella era virgen, no sólo de cuerpo, sino también de espíritu. A Ella nunca el pecado ha conseguido alterar su pureza: humilde de corazón, reflexiva en sus resoluciones, prudente, discreta en palabras, ávida de lectura; no ponía su esperanza en las riquezas, sino en la oración de los pobres; aplicada al trabajo, tomaba por juez de su alma no lo humano, sino a Dios; no hirió nunca, afable con todos, llena de respeto por los ancianos, sin envidia con los de su edad, humilde, razonable, amaba la virtud. ¿Cuándo ofendió a sus padres, aunque no fuese más que en su actitud? ¿Cuándo se la vio en desacuerdo con sus parientes? ¿Cuándo rechazó al humilde, se burló del débil, evitó al miserable? Iba únicamente a las reuniones en las que, habiendo ido por caridad, no tuviese que avergonzarse ni sufrir en su modestia. Ninguna dureza en su mirada, ninguna falta de medida en sus palabras, ninguna imprudencia en sus actos; ninguna contrariedad en el gesto, ni insolencia en la voz: su actitud exterior era la imagen misma de su alma, la manifestación de su rectitud Una buena casa debe reconocerse desde la puerta, y mostrar bien desde la entrada que no oculta tinieblas; así nuestra alma debe, sin estar domiínada por el cuerpo, dar su luz al exterior, semejante a la lámpara que vierte desde el interior su claridad.

   ... Aunque Madre del Señor, aspiraba, sin embargo, a aprender los preceptos del Señor; Ella, que había dado a luz a Dios, deseaba, sin embargo, conocer a Dios.

   Es el modelo de la virginidad. La vida de María debe ser, en efecto, un ejemplo para todos. Si amamos al autor, apreciamos también la obra; y que todas las que aspiran a sus privilegios imiten su ejemplo. ¡Qué de virtudes resplandecen en una sola Virgen! Asilo de la pureza, estandarte de la fe, modelo de la devoción, doncella en la casa, ayuda del sacerdocio, Madre en el templo.

   A cuántas vírgenes irá a buscar para tomarlas en sus brazos y conducirlas al Señor, diciendo: «He aquí la que ha custodiado mí Hijo, la que ha guardado una pureza inmaculada.» Y del mismo modo el Señor las confiará al Padre, repitiendo las palabras que amaba: «Padre santo, he aquí las que Yo te he guardado. Pero ya que no han vencido por sí mismas, no deben salvarse solas, puedan rescatar, la una a sus padres, la otra a sus hermanos. Padre justo, el mundo no me ha conocido, pero ellas me han conocido, y ellas no han querido conocer el mundo.»

   ¡Qué cortejo, cuántos aplausos de alegría entre los ángeles! Ella ha merecido habitar en el cielo, la que ha vivido en el mundo una vida celeste. Entonces, María, tomando el tamboril, conducirá a los corazones de las vírgenes, que cantarán al Señor y darán gracias por haber atravesado el mar del mundo sin zozobrar en sus remolinos. Entonces todas saltarán de alegría y dirán: «Entraré en el altar de mi Dios, del Dios que es la alegría de mi juventud. Yo inmolo a Dios un sacrificio de alabanza, y ofrezco mis dones al Altísimo.»

   Y yo no dudo que delante de vosotras se abrírán plenamente los altares de Dios. Respecto a vosotras, yo me atrevería a decir que vuestras almas son altares donde cada día, para la redención del Cuerpo místico, Cristo es inmolado. Pues si el cuerpo de la Virgen es el templo de Dios, ¿qué decir del alma, puesta al descubierto por la mano del Sacerdote eterno, que retira las cenizas del cuerpo y deja de manifiesto el fuego divino? Bienaventuradas vírgenes, perfumadas por el perfume inmortal de la gracia, como los jardines por las flores, los templos por el culto divino, y los altares por el sacerdote.

 

MARÍA AL PIE DE LA CRUZ

   María, la Madre del Señor, estaba de pie delante de la Cruz de su Hijo; sólo San Juan el evangelista lo ha dicho. Otros han explicado cómo el mundo se había alterado por la Pasión del Señor, cómo el cielo se había cubierto de tinieblas, cómo el sol se había ocultado, cómo el ladrón había sido recibido en el paraíso después de su piadosa confesión. Pero es San Juan quien me ha enseñado lo que los otros no me han dicho, cómo Jesús en su cruz llamó a su Madre; Juan dio más valor a este testimonio de piedad filial dado por Cristo, vencedor de los dolores, a su Madre, que al don del reino celestial. Era, sin duda, un rasgo de bondad muy grande el perdonar al ladrón; pero es todavía mucho mayor la señal de piedad de honrar a su Madre con un amor tan grande: «He aquí, dijo El, a tu hijo»; «He aquí a tu Madre.» Es el testamento de Cristo crucificado, repartiendo entre su Madre y su discípulo los deberes de piedad. Así el Señor establecía su testamento, no solo su testamento público, sino también su testamento familiar, y Juan pone allí su firma, digno testigo de un tan gran testador. Testamento precioso, que lega no dinero, sino la vida eterna; que está escrito no con tinta, sino por el Espíritu de Dios vivo, del que se ha dicho: «Es mi lengua como cálamo de escriba veloz» . Y María ha estado a la altura de lo que convenía a la Madre de Cristo, mientras que los apóstoles habían huido, Ella estaba de pie junto a la Cruz, y con su mirada maternal contemplaba las heridas de su Hijo; esperaba de ellas no la muerte de su bienamado, sino la salvación del mundo. 0, tal vez, ya que sabía que la muerte de su Hijo era la redención del mundo, quizás pensaba que Ella misma añadiría algo a esta muerte, a este don que debía enriquecer el mundo. Aunque Jesús no necesitaba ser ayudado en la redención del mundo, porque El es quien, sin la ayuda de nadie, ha salvado a todos los hombres. Es por esto por lo que dijo: «He sido como un hombre al que nadie ayuda, libre entre los muertos»

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