Magisterio de la Iglesia

San Ambrosio

EL CUERPO DE CRISTO 
(Los sacramentos, IV, 5-9, 14, 21-25)

   Os aproximáis al altar. Nada más comenzar a venir, los ángeles os han mirado. Han visto que os acercáis al altar, y vuestra condición humana, que antes estaba manchada por la oscura fealdad de los pecados, la han visto súbitamente brillar. Y así se han preguntado: ¿quién es ésta que sube del desierto llena de blancura? (Cant 8, 5). Los ángeles se admiran; ¿quieres saber cuál es la causa de su admiración? Escucha al Apóstol Pedro decir que se nos ha dado aquello que los mismos ángeles desean contemplar (cfr. 1 Re 1, 12). Escucha de nuevo: lo que ojo no vio -dice-, ni oído oyó, eso es lo que Dios ha preparado para los que le aman (1 Cor 2, 9).

   Considera atentamente lo que has recibido. El santo profeta David vio esta gracia en figura, y la deseó. ¿Quieres saber cómo la ha deseado? Óyele decir de nuevo: aspérgeme con hisopo y quedaré limpio, lávame y seré más blanco que la nieve (Sal 50, 9). ¿Por qué? Porque la nieve, aunque sea blanca, muy a menudo está manchada por algún tipo de suciedad, y se afea; pero la gracia que tú has recibido, mientras la conserves tiene una duración sin fin.

   Te acercabas, pues, lleno de deseos por haber visto tal gracia; venías al altar, lleno de deseos, para recibir el sacramento. Tu alma dice: me acercaré al altar de mi Dios, al Dios que llena de alegría mi juventud (Sal 42, 4). Te has despojado de la vejez de los pecados y te has revestido de la juventud de la gracia. Esto te lo otorgaron los celestes sacramentos. Escucha otra vez a David, que dice: se renovará tu juventud como la del águila (Sal 102, 5). Te has convertido en un águila ágil que se lanza hacia el cielo despreciando lo que es de la tierra. Las buenas águilas rodean el altar: porque allí donde está el cuerpo, allí se congregan las águilas (Mt 24, 28). El altar representa el cuerpo, y el cuerpo de Cristo está sobre el altar. Vosotros sois águilas rejuvenecidas por la limpieza de las faltas.

   Te has aproximado al altar, has fijado tu mirada sobre los sacramentos colocados encima del altar, y te has sorprendido al ver que es cosa creada, y además, cosa creada común y familiar.

   Quizá diga alguno: Dios hizo una gran merced a los judíos, dándoles el maná llovido del cielo; ¿qué ha dado de más a sus fieles? ¿Qué ha dado de más a quienes tantas cosas había prometido?

   (...) Quizá dices: este pan que me da a mí es un pan ordinario. Y no. Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; mas una vez que recibe la consagración, de pan se cambia en la carne de Cristo. Vamos a probarlo. ¿Cómo puede el que es pan ser cuerpo de Cristo? Y la consagración, ¿con qué palabras se realiza y quién las dijo? Con las palabras que dijo el Señor Jesús. En efecto, todo lo que se dice antes son palabras del sacerdote: alabanzas a Dios, oraciones en las que se pide por el pueblo, por los reyes, por los demás hombres; pero en cuanto llega el momento de confeccionar el sacramento venerable, ya el sacerdote no habla con sus palabras sino que emplea las de Cristo. Luego es la palabra de Cristo la que realiza este sacramento.

   (...) ¿Quieres saber con qué celestiales palabras se consagra? Atiende cuáles son. Dice el sacerdote: concédenos que esta oblación sea aprobada espiritual, agradable, porque es figura del cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, El cual, la víspera de su Pasión, tomó el pan en sus santas manos, elevó sus ojos al cielo, hacia Ti, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, dando gracias, lo bendijo, lo partió, y una vez partido, lo dio a sus apóstoles y discípulos diciendo: «tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo, que será quebrantado en favor de muchos».

   Presta atención. De igual manera, tomó también el cáliz después de cenar, la víspera de su Pasión, levantó los ojos al cielo, hacia Ti, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, lo bendijo dando gracias y lo dio a sus apóstoles y discípulos diciendo: «tomad y bebed todos de él, porque ésta es mi sangre». Observa que todas estas palabras son del Evangelista hasta el tomad, ya el cuerpo, ya la sangre; mas a partir de ahí, las palabras son de Cristo: tomad y bebed todos de él, porque ésta es mi sangre.

   Observa cada detalle. Se dice: la víspera de su Pasión, tomó el pan en sus santas manos. Antes de la consagración es pan; mas apenas se añaden las palabras de Cristo, es el cuerpo de Cristo. Por último, escucha lo que dice: tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo. Y antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de vino y agua; pero en cuanto las palabras de Cristo han obrado, se hace allí presente la sangre de Cristo, que redimió al pueblo. Ved, pues, de cuántas maneras la palabra de Cristo es capaz de transformarlo todo. Pues si el Señor Jesús, en persona, nos da testimonio de que recibimos su cuerpo y su sangre, ¿acaso debemos dudar de la autoridad de su testimonio?

   Vuelve ya conmigo al tema que tratábamos. Cosa grande es, ciertamente, y digna de veneración, que sobre los judíos lloviese maná del cielo Pero reflexiona: ¿qué es más grande, el maná del cielo o el cuerpo de Cristo? Sin lugar a dudas, el cuerpo de Cristo, que es el Autor del cielo. Además, el que comió el maná murió; pero el que comiere este cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá eternamente.

   Luego no sin razón dices: amén, confesando ya en espíritu que recibes el cuerpo de Cristo. Cuando te presentas a comulgar, el sacerdote te dice: el cuerpo de Cristo. Y tú respondes: amén, es decir: así es en verdad. Lo que la lengua confiesa, la convicción lo guarde.

EL MARTIRIO INTERIOR 
(Exposición sobre el Salmo 118, XX 45-48, 51)

   Muchos me persiguen y me afligen: pero no me he apartado de tus mandamientos (Sal. 118-119-157).

   Los peores perseguidores no son los que se manifiestan como tales, sino aquellos que no se ven. ¡Y de éstos hay muchos! Pues del mismo modo que un rey perseguidor ordenaba muchos mandatos de acosamiento y los hostigadores se desparramaban por todas las provincias y ciudades, el diablo lanza a muchos de sus ministros, para que persigan a todas las almas, no sólo por fuera sino también por dentro.

   De estas persecuciones se dijo: todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo, sufrirán persecución (2 Tim 3, 12). El Apóstol escribió todos; no exceptuó ninguno. Pues, ¿quién puede ser exceptuado cuando el mismo Señor toleró las tentativas de persecución? Persigue la avaricia; persigue la ambición; persigue la lujuria; persigue la soberbia y persiguen los placeres de la carne. No olvides que el Apóstol dijo: huid de la fornicación (1 Cor 6, 18). ¿Y de qué huyes, sino de aquello que te persigue?: el mal espíritu de la lujuria, el mal espíritu de la avaricia, el mal espíritu de la soberbia.

   Los perseguidores temibles son aquellos que, sin el terror de la espada, destruyen con frecuencia el espíritu del hombre; aquellos que, más con halagos que con espanto, someten las almas de los fieles. Éstos son los enemigos de los que te debes guardar, éstos son los tiranos más peligrosos, por los que Adán fue vencido. Muchos, coronados en públicas persecuciones, cayeron en estas persecuciones ocultas. Por fuera, dijo el Apóstol, luchas; por dentro, temores (2 Cor 7, 5).

   Adviertes qué duro es el combate que hay en el interior del hombre, para que se bata consigo mismo y luche contra sus pasiones. El mismo Apóstol vacila, duda, es atenazado y manifiesta que está sujeto a la ley del pecado y reducido por su cuerpo de muerte, y no podría evadirse, si no fuera liberado por la gracia de Cristo Jesús (cfr. Rm 7, 23-25)

   Y del mismo modo que hay muchas persecuciones, así también hay muchos martirios. Todos los días eres testigo de Cristo. Eres mártir de Cristo si sufriste la tentación del espíritu de lujuria, pero, temeroso del futuro juicio de Cristo, no pensaste en profanar la pureza del alma y del cuerpo.

   Eres mártir de Cristo si fuiste tentado por el espíritu de la avaricia para apoderarte de los bienes de los inferiores o no respetar los derechos de las viudas indefensas, pero juzgaste que era mejor alcanzar la riqueza por la contemplación de los preceptos divinos, que cometer la injusticia. Cristo quiere estar cerca de tales testigos, según está escrito: aprended a obrar el bien, buscad lo justo, respetad al agraviado, haced justicia al huérfano, y amparad a la viuda: venid y entendámonos (Is 1, 17-18)

   Eres mártir de Cristo si fuiste tentado por el espíritu de soberbIa, pero viendo al débil y desvalido, te compadeciste con piadoso espíritu, y amaste la humildad más que la arrogancia. Y aún más si diste testimonio no sólo de palabra, sino también con obras. Pues ¿quién es testigo más fiel, que aquél que confiesa que el Señor Jesús se ha encarnado, al tiempo que guarda los preceptos del Evangelio? Porque quien escucha y no pone por obra, niega a Cristo. Aunque lo confiese de palabra, lo niega por las obras. Pues a muchos que dicen: Señor, Señor, ¿acaso en tu nombre no hemos profetizado, arrojado demonIos y obrado muchas virtudes? (Mt 7, 22), les dirá en aquel día: apartaos de mi todos los que hayáis obrado la iniquidad (Ibid., 23). Porque es testigo aquél que, haciéndose fiador con sus hechos, confiesa a Cristo Jesús.

   ¡Cuántos, todos los días, son mártires de Cristo en oculto, y confiesan al Señor Jesús con sus obras! El Apóstol conocía este martirio y testimonio fiel de Cristo, cuando afirmaba: ésta es nuestra gloria: el testimonio de nuestra conciencia (2 Cor 1, 12) (...).

   Muchos me persiguen, y me afligen. Quizá Cristo dice esto, y lo dice con la voz de cada uno de nosotros: el adversario lo persigue dentro de nosotros. Si pretendes que nadie te persiga, apartas a Cristo, que sufrió tentación para vencerla. Donde el diablo lo ve, allí prepara insidias, allí maquina los ardides de la tentación, allí urde sus engaños, para rechazarlo si pudiera. Pero donde el diablo combate, allí está presente Cristo; donde el diablo asedia, allí Cristo está encerrado y defiende los muros de la fortaleza espiritual. Así pues, el que retrocede ante la llegada del perseguidor, expulsa también al defensor. Por tanto, cuando oigas: muchos me persiguen y me afligen, no temas, que también puedes decir: si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Esto afirma con verdad aquél que, por los testimonios del Señor, se aparta sin rodeos de la senda de los vicios.

LA MISERICORDIA DIVINA
(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, VIl, 207-212) Lc., 15 01-32

   ¿Quién hay de vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en la dehesa, y no vaya en busca de la que se perdió, hasta encontrarla? (Lc 15, 4). Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también a adquirir la devoción y a no entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y luego hallada, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y la del hijo que había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que, aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues una cuerda de tres hilos no es fácil de romper (Qoh 4, 12).

   ¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso no representan a Dios Padre, a Cristo y a la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como Madre, sin cesar te busca, y entonces el Padre vuelve a vestirte. El primero, por obra de su misericordia; la segunda, cuidándote; y el tercero, reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: el Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varía según nuestros méritos. El pastor llama a la oveja cansada, se encuentra la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al padre y lo hace plenamente arrepentido del error que lo acusa sin cesar. Y por eso, con toda justicia, se ha escrito: Tú, Señor, salvarás a los hombres y a los animales (Sal 35, 7). ¿Y quiénes son estos animales? El profeta dijo que la simiente de Israel era una simiente de hombre y la de Judá una simiente de animales (cfr. Jer 31, 27). Por eso Israel es salvada como un hombre y Judá recogida como una oveja. Por lo que a mí se refiere, prefiero ser hijo antes que oveja, pues aunque ésta es solícitamente buscada por el pastor, el hijo recibe el homenaje de su padre.

   Regocijémonos, pues, ya que aquella oveja que había perecido en Adán fue salvada por Cristo. Los hombros de Cristo son los brazos de la Cruz. En ella deposité mis pecados, y sobre la nobleza de este patíbulo he descansado. Esta oveja es una en cuanto al género, pero no en cuanto a la especie: pues todos nosotros formamos un solo cuerpo (1 Cor 10, 17), aunque somos muchos miembros, y por eso está escrito: vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y miembros de sus miembros (1 Cor 12, 27). Pues el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido (Lc 19, 10), es decir, a todos, puesto que lo mismo que en Adán todos murieron, asÍ en Cristo todos serán vivificados (I Cor 15, 22).

   Se trata, pues, de un rico pastor de cuyos dominios nosotros no formamos más que una centésima parte. Él tiene innumerables rebaños de ángeles, arcángeles, dominaciones, potestades, tronos (cfr. Col 1, 16) y otros más a los que ha dejado en el monte, quienes—por ser racionales—no sin motivo se alegran de la redención de los hombres. Además, el que cada uno considere que su conversión proporcionará una gran alegría a los coros de los ángeles, que unas veces tienen el deber de ejercer su patrocinio y otras el de apartar del pecado, es ciertamente de gran provecho para adelantar en el bien. Esfuérzate, pues, en ser una alegría para esos ángeles a los que llenas de gozo por medio de tu conversión.

   No sin razón se alegra también aquella mujer que encontró la dracma (cfr. Lc 15, 8-10). Y esta dracma, que lleva impresa la figura del príncipe, no es algo que tenga poco valor. Por eso, toda la riqueza de la Iglesia consiste en poseer la imagen del Rey. Nosotros somos sus ovejas; oremos, pues, para que se digne colocarnos sobre el agua que vivifica (cfr. Sal 22, 2). He dicho que somos ovejas: pidamos, por tanto, el pasto; y, ya que somos hijos, corramos hacia el Padre.

   No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales (cfr. Lc 15, 11-32). El Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no perdió lo que había recibido, lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1, 13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello—pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145, 8)—, te dará un beso, que es la señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero El te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él, sin embargo, te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete.

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