Magisterio de la Iglesia

San Anselmo

MONOLOGIUM (FRAGMENTO 2)

CAPÍTULO XV

Lo que se puede afirmar o no de ella substancialmente

   No sin razón me he sentido fuertemente impulsado a investigar con el mayor cuidado cuáles son, entre las cualidades diversas que se atribuyen a los objetos, las que se pueden considerar como expresivas de la substancia misma de esta admirable naturaleza. Porque, aunque no me atrevo a creer que entre los nombres y palabras por los que expresamos las cosas hechas de la nada se pueda encontrar alguna que designe dignamente la substancia creadora, sin embargo, hay que penetrar en esta investigación lo más hondo que se pueda, por esfuerzos dirigidos por la razón. En primer lugar, en cuanto a las simples relaciones, nadie duda que ninguna de ellas es substancial a aquello a que se aplican, por lo que, cuando se afirma de la naturaleza suprema alguna relación, no expresa su substancia. Así, pues, afirmar que ella está por encima, o que es mayor que todo lo que ha sido hecho por ella, u otra circunstancia parecida de carácter relativo, no designa evidentemente su esencia natural. Porque si ninguna de las cosas por respecto a las cuales es suprema o mayor existiese, no hubiera podido ser considerada ni como suprema ni como mayor, y, sin embargo, no sería por eso peor ni perdería nada de su grandeza esencial, porque todo lo que tiene de bueno y grande no le viene más que de sí misma. Si, pues, la naturaleza suprema puede ser concebida como no suprema, sin que por eso sea mayor o menor que cuando se la considera como superior a todas las cosas, es claro que la palabra suprema no es la expresión fiel de su esencia, que de un modo absoluto es mejor y mayor que todo lo que no es ella misma. Lo que la razón acaba de descubrirnos sobre el ser supremo se encontrará igualmente en toda otra condición relativa que pudiéramos examinar.

   Dejando, pues, de un lado todo lo referente a los relativos, y puesto que ninguno de ellos expresa en realidad la esencia de un objeto cualquiera, ocupémonos de la solución de otra dificultad: si se estudia con atención a los seres en particular, se verá que todo lo que no es del número de las cosas relativas es tal, que es mejor siendo que no siendo, o tal, que la no existencia es para él en ciertos casos mejor que el ser. En cuanto a esta oposición del ser y del no ser, no entiendo por ello otra cosa que la verdad y la negación de la verdad, el cuerpo y la negación del cuerpo y otros ejemplos que podría añadir a éstos. Si juzgamos de una manera absoluta, una cosa vale siempre más que su negación: un sabio, por ejemplo, vale más que uno que no lo es; en otros términos, un sabio es preferible al que no lo es. Porque, aunque un justo que no es sabio parezca mejor que un sabio que no es justo, sin embargo, aquel que no es sabio no es, en general, mejor que el que lo es, porque el primero es inferior al segundo en cuanto que no es sabio, porque todo hombre que no es sabio sería mejor si lo fuese. Igualmente, lo verdadero es absolutamente mejor que lo que no es; lo justo, mejor que lo no justo; el vivir, mejor que el no vivir; pero, si apreciamos los casos particulares, puede ocurrir que la ausencia de una cosa sea en alguna circunstancia mejor que su presencia; la ausencia del oro, por ejemplo, mejor que el oro; vale más, en efecto, para el hombre no ser oro que serlo, aunque haya objetos, como el plomo, entre otros, para los cuales sería mejor ser oro que no serlo. Porque, como ni el hombre ni el plomo son oro, el hombre es tanto superior al oro, que sería de una naturaleza inferior si fuese oro, y el plomo es tanto inferior al oro, cuanto sería más precioso si fuese oro.

   Del hecho de que la naturaleza suprema pueda ser ideada como no suprema, de suerte que lo supremo no sea absolutamente mejor que lo no supremo, es fácil ver que hay muchos relativos que no están contenidos en la división que acabamos de hacer. Dejo a un lado la cuestión de saber si ella encierra alguna; basta para mi objeto recordar que ninguno designa la substancia total de la naturaleza suprema. Desde el momento, pues, que en todo ser que no es ella, si consideramos las cosas una tras otra, ser es mejor que no ser, o no ser es, en algunos casos particulares, mejor que ser, como no podemos pensar que la esencia de la naturaleza suprema sea tal que pueda en ciertos casos mejor no ser que ser, es necesario que su existencia sea sin excepción mejor que su no existencia. Es, en efecto, la única substancia por encima de la cual no se coloca nada mejor que ella, puesto que es mejor que todo lo que no es lo que ella es. No es, pues, cuerpo o cosa que los sentidos corporales perciban; hay algo, en efecto, que no es lo que esas cosas son y que es mejor que ellas. Porque el alma racional, cuya esencia, cualidad y grandeza no pueden ser percibidas por los sentidos corporales, está tan encima de todos los objetos sometidos a éstos, cuanto sería inferior si fuese alguno de esos objetos. No se puede, por tanto, decir jamás que la esencia suprema sea uno de esos seres por encima de los cuales hay algo que no son ellos; y como lo enseña la razón, hay que afirmar absolutamente de ella todos los atributos por debajo de los cuales está todo lo que no es lo que ella es. Por lo cual, es necesario que sea viva, sabia, omnipotente, verdadera, justa, feliz, eterna y todo lo que igualmente es absolutamente mejor que su negación. ¿Para qué, pues, preguntar más lo que es esta naturaleza suprema, cuando se ha visto lo que es y lo que no es entre las demás cosas?

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CAPÍTULO XVIII

Que este mismo espíritu existe pura y simplemente, y que
ninguna comparación es posible entre él y las cosas creadas

   Parece seguirse de lo que precede que este espíritu cuyo modo de existir es, a la vez, tan admirable y singular, existe sólo en cierto sentido, mientras que todo lo demás, si se lo compara con él, no existe. Si, en efecto, se fija la atención en él, se verá que es el único que tiene una existencia simple, perfecta, absoluta, y las otras cosas parecerá que no existen apenas y que no disfrutan más que de una vida prestada. Porque desde el momento en que este espíritu, a causa de su inmutable eternidad, no puede, como si estuviese sujeto a algún cambio, ser dicho que existirá o que ha existido, sino solamente que existe, y puesto que no es tampoco, de una manera variable, algo que no ha sido antes, o que no será en lo futuro, sino que es todo lo que ha sido o será, y que todo lo que es lo es todo a la vez y de una manera indeterminable, puesto que, repito, su ser es tal, con razón se dice de él que existe simple, absoluta y perfectamente. Pero como todas las otras cosas, experimentando cambios en alguna parte de su ser, han sido o serán lo que no son, son lo-que no han sido y lo que cesarán de ser; como lo que fueron no existe ya y como lo que serán no existe aún, y su ser consiste en un presente que pasa rápidamente y que apenas existe; finalmente, puesto que tal es la mutabilidad de su ser, no sin razón se les niega una existencia perfecta, simple y absoluta, y se afirma que no tienen más que una imperfecta y digna apenas de este nombre.

   Además, como todo lo que no es, este espíritu ha pasado de la nada al ser, no por sí mismo, sino por virtud de otro, y como abandonado a sí mismo, volvería a la nada si no fuere sostenido por una fuerza que no es la suya, ¿cómo podría atribuírsele una existencia simple, perfecta, absoluta?... ¿No es, por el contrario, con justa razón como se afirma que apenas existe? Como, por otra parte, la existencia de este único y mismo espíritu inefable no puede ser imaginada de ninguna manera como sacada de la nada o susceptible de experimentar algún daño de parte de lo que aún no existe, y como es todo lo que es, no por otro, sino por sí mismo, es decir, por lo que él mismo es, ¿no hay que admitir con razón que es el único simple, perfecto y absoluto? El que es simple y bajo todos los aspectos único, perfecto, simple y absoluto, éste puede ciertamente ser mirado con justo título como único. Y, al contrario, todo lo que por las consideraciones precedentes nos ha parecido que no participa de esta existencia simple, perfecta, absoluta, que no existe verdaderamente más que apenas y casi semejante a la nada, éste puede decirse, no sin razón y hasta cierto punto, que no existe. Según este razonamiento, este espíritu creador sería el único existente, y las cosas creadas no existirían. Sin embargo, no son absolutamente la nada, puesto que han sido sacadas de la nada por aquel que existe únicamente de un modo absoluto.

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CAPÍTULO XXXI

Que este Verbo no es una semejanza de las cosas creadas, sino la 
verdad de la esencia, y que las cosas creadas son una cierta imitación
de la verdad, y qué naturalezas son más y mejores que las otras

   Pero surge aquí una cuestión que ni es fácil de tratar ni posible dejar en la duda. Porque todas las palabras de esta especie, por las cuales hablamos todas las cosas en nuestro espíritu, es decir, las pensamos, presentan las semejanzas e imágenes de las cosas que hablamos por ellas, y toda semejanza o imagen es tanto más o menos verdadera cuanto que imita más o menos el objeto de que es imagen. ¿Qué debemos entonces creer del Verbo, por el cual todas las cosas son habladas o hechas? ¿Será o no será la semejanza de las cosas hechas por El? Si El mismo, en efecto, es la verdadera y perfecta semejanza de las cosas variables, no es consubstancial a la suprema inmutabilidad, lo que no se puede admitir. Si no es la semejanza perfecta, sino por lo menos una semejanza cualquiera de las cosas variables, no puede ser tampoco el verbo absolutamente verdadero de la Verdad suprema, lo que es absurdo. Si, por otra parte, no tiene semejanza alguna con las cosas variables, ¿cómo han sido hechas a su imagen?

   Quizá disipemos toda la oscuridad sobre este tema si hacemos notar que, en un hombre vivo, la verdad del hombre está en él enteramente, pero en un retrato no hay más que la semejanza o imagen de esta verdad; igualmente, la existencia real está en el Verbo, cuya esencia es de tal modo superior, que el ser le pertenece en cierto modo a El solo; pero en las cosas que, comparadas con El, no existen, por decirlo así, y que, sin embargo, han sido hechas por El y según El, debe verse una especie de imitación de la esencia suprema. Así, pues, el Verbo de la verdad suprema, que es El mismo la suprema Verdad, no admite en sí ni aumento ni disminución, por su mayor o menor semejanza con las criaturas; mientras que, por el contrario, lo que es creado goza necesariamente de una existencia tanto más real y es tanto más superior a lo demás, cuanto es más semejante al que existe de una manera suprema y soberanamente grande. De ahí que por eso, quizá, y aun con toda certeza, toda inteligencia juzga que las naturalezas que en cualquier grado tienen vida son superiores a las que no viven; las que sienten, a las que no sienten, y las que razonan, a las que no razonan. Porque, puesto que la naturaleza suprema, en el modo de existencia que le es propia, no solamente existe, sino que vive y siente y es razonable, es evidente que, de todo lo que existe, lo que vive de algún modo le es más semejante que lo que no tiene vida; lo que conoce algo por un sentimiento cualquiera, aun por sensibilidad corporal, le es más semejante que lo que no siente nada; finalmente, lo que tiene uso de razón es más semejante que lo que está enteramente desprovisto de razón.

   Es, pues, evidente, por los mismos motivos, que las diversas naturalezas son mayores o menores unas que otras. Porque, como una cosa es mayor por su naturaleza cuando su esencia natural la acerca a lo que está por encima de todo, igualmente, y por una razón parecida, una naturaleza es tanto mayor cuanto mayor semejanza tiene con la esencia suprema. Puede demostrarse esta misma verdad de la manera siguiente: Supongamos una substancia que vive, siente y piensa; si por el pensamiento le quitamos primero la razón, después el sentimiento, después la vida y, finalmente, hasta la existencia absolutamente desnuda que aún le quedaba, ¿quién no comprende que a esta substancia se la va destruyendo así poco a poco y llevando de pérdida en pérdida hasta su aniquilamiento total? Ahora bien, estas cualidades, cuya supresión sucesiva la han hecho pasar por una existencia decreciente, si, por el contrarío, se las añade en sentido inverso, aumentarán más y más en ella la intensidad del ser. Es, por tanto, obvio que una substancia viva es más que la que no vive; que una substancia sensible es más que la que no siente; que una substancia razonable es superior a la que está privada de razón. No se puede dudar, por tanto, que toda esencia es tanto mayor y preferible a las otras cuanto más semejante es a esta esencia suprema, elevada por encima de todo lo demás. Así queda suficientemente demostrado que no hay en el Verbo, que ha hecho todas las cosas, ninguna semejanza de las mismas, sino una esencia verdadera y simple; que, al contrario, en las cosas creadas no hay esencia simple y absoluta, sino apenas una imitación lejana de esta verdadera esencia. De donde se sigue necesariamente que este Verbo no es más o menos verdadero según su semejanza con las cosas creadas, sino que las cosas creadas ocupan un lugar tanto más alto y son de una esencia tanto más digna cuanto más se acercan a este Verbo.

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CAPÍTULO XXXVI

Que la manera con que habla y conoce las cosas que ha hecho es incomprensible

   Se puede ver claramente, por lo que acabamos de decir, que la ciencia humana no puede comprender cómo habla este Espíritu y cómo conoce lo que ha sido hecho. Por que nadie duda que las substancias creadas sean en sí mismas bien distintas de lo que son en nuestro conocimiento. En sí mismas están por su propia esencia, mientras que en nuestro conocimiento no se encuentran sus esencias, sino solamente sus imágenes. Queda, pues, cierto que son en sí mismas más reales que en nuestro conocimiento, tanto más cuanto que están más realmente en algún lugar por su esencia que por su imagen. Puesto que, por lo demás, no es menos cierto que toda substancia creada está más realmente en el Verbo, es decir, en la inteligencia del Creador, que en sí misma, tanto más cuanto que la esencia creadora tiene una existencia más real que la esencia creada, ¿cómo podría el espíritu humano comprender esta manera de hablar las cosas y de conocerlas, manera superior y más real que todas las substancias creadas, si nuestra ciencia es superada por esta ciencia, en la medida en que su semejanza difiere de su esencia?

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CAPÍTULO LXVII

Que el alma es el espejo y la imagen de esta esencia

   Con justo título puede, por tanto, considerarse al alma como un espejo creado para sí misma, en el que debe ver, por decirlo así, la imagen del ser que no puede ver cara a cara. Porque si el alma es la única entre todas las cosas creadas que puede acordarse de sí misma, comprenderse o amarse, no veo cómo se podría negar que hay en ella una verdadera imagen de esta esencia, en la cual la memoria, la inteligencia y el amor constituyen una trinidad inefable. Ella hace ver también cuán semejante le es por la facultad que tiene de recordarse de ella, de comprenderla y amarla. Porque donde más se muestra verdaderamente su imagen, es en lo que tiene de más grande y semejante a la esencia suprema. No se puede pensar razonablemente que haya podido darse a una criatura inteligente nada más importante, más parecido a la sabiduría suprema, que la facultad por la cual puede recordar, comprender y amar lo que es excelente y grande por encima de todo. Nada se ha concedido a la criatura que presente hasta ese punto la imagen de su creador.

CAPÍTULO LXVIII

Que la criatura racional ha sido hecha para amar la esencia suprema

   Parece seguirse necesariamente de lo que precede que la criatura racional no debe tener otro deseo más ardiente que el de expresar por una imitación voluntaria esa imagen que el poder de la naturaleza ha impreso en ella. Porque, independientemente de que debe al Creador lo que ella es, se ve fácilmente también que su destino principal es el de recordar, comprender y amar al soberano bien; se puede aún probar que no debe desear nada con más ardor. ¿Quién pode negar, en efecto, que debíamos sobre todo querer cumplir lo que podemos hacer de mejor? Por lo demás, ser racional no es otra cosa más que poder discernir lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, el bien del mal, lo mejor de lo menos bueno. Ahora bien, esta facultad sería enteramente inútil si el alma no pudiese amar o rechazar lo que ella distingue en virtud de un verdadero juicio y de una justa elección. Es, por .tanto, evidente que ningún ser racional existe más que para amar más o menos o rechazar completamente lo que, en virtud de la facultad de distinguir por la razón, le parece más o menos bueno, o completamente malo. Nada, por tanto, más evidente que la condición con la cual está hecha la criatura racional: amar por encima de todo a la esencia suprema, que es el bien soberano; más aún, no amar más que a ella o a causa de ella, porque es buena por sí misma y nada es bueno más que por ella. Pero no puede amarla sin acordarse de ella y sin aplicarse a comprenderla. La criatura racional debe, por tanto, poner todo su empeño y voluntad en recordar, comprender y amar el bien supremo, único objeto para el cual sabe que ha recibido la existencia.

CAPÍTULO LXIX

Que el alma vive verdadera y felizmente
amando siempre a esta substancia suprema

   No hay duda de que el alma humana es una criatura racional; está hecha, por tanto, para amar la esencia suprema. Debe, pues, o amar sin fin o perder un día este amor voluntariamente o por la fuerza. Pero sería casi una impiedad el creer que la sabiduría suprema la haya hecho para que un día despreciase tan gran bien o, queriendo conservarle, le perdiese por alguna violencia. Luego hay que creer que ha sido hecha para amar sin fin a la esencia suprema. Pero no puede alcanzar este fin a menos de vivir siempre. Ha sido, pues, creada para vivir siempre, si quiere cumplir siempre el deber que le ha sido impuesto. También es completamente contrario a la idea que nos hacemos del Creador, soberanamente bueno, sabio y omnipotente, el aniquilar, mientras es verdaderamente amado, lo que ha creado para amarle, y, después de haber permitido que le ame siempre a un ser que no le amaba aún, el quitar cuando le ama, o permitir que se quite a este ser ese don privilegiado, de suerte que cese necesariamente de amarle, sobre todo. cuando no podemos dudar que la esencia suprema ama a toda naturaleza de la que es verdaderamente amada. Está, pues, claro que el alma humana no puede perder su vida si permanece fiel en su amor a la vida suprema. Pero ¿cuál será esta vida? ¿Qué hay de grande en una vida larga, a menos que se halle libre de toda amenaza de sufrimiento? ¿Qué es vivir en el temor, en el padecimiento, o engañado por una falsa seguridad, sino vivir miserablemente? Aquel, por el contrario,. que vive libre de estos males es feliz. Ahora bien, va contra toda razón el suponer que, amando siempre a aquel que es soberanamente bueno y todopoderoso, un ser, de cualquier naturaleza que sea, pueda vivir desgraciado. Síguese, pues, con toda evidencia, que el alma humana es de tal condición, que, si se une con perseverancia al objeto para el cual ha sido creada, debe vivir feliz algún día, verdaderamente tranquila entonces contra el temor de la muerte y toda otra miseria.

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