Magisterio de la Iglesia
San Atanasio de Alejandría
CRISTO REDENTOR
El
Verbo «se hizo hombre», no «vino a un hombre».
(El Verbo) se hizo hombre, no vino a un hombre. Esto es preciso saberlo, no sea que los herejes se agarren a esto y engañen a algunos, llegando a creer que así como en los tiempos antiguos el Verbo venia a los diversos santos, así también ahora ha puesto su morada en un hombre y lo ha santificado, apareciéndose como en el caso de aquellos. Si así fuera, es decir si sólo se manifestara en un puro hombre, no habría nada paradójico para que los que le veían se extrañaran y dijeran: «¿De dónde es éste?» (Mc 4, 41) y: «Porque, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10, 33). Porque ya estaban acostumbrados a oir: El Verbo de Dios vino a tal o cual profeta. Pero ahora, el Verbo de Dios, por el que hizo todas las cosas, consintió en hacerse Hijo del hombre, y se humilló, tomando forma de esclavo. Por esto la cruz de Cristo es escándalo para los judíos, mientras que para nosotros Cristo es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios. Porque, como dijo Juan: «El Verbo se hizo carne...» (Jn 1, 14), y la Escritura acostumbra a llamar «carne» al «hombre» ...Antiguamente el Verbo venía a los diversos santos, y santificaba a los que le recibían como convenía. Sin embargo, no se decía al nacer aquellos que el Verbo se hiciera hombre, ni que padeciera cuando ellos padecieron. Pero cuando al fin de los tiempos vino de manera singular, nacido de Maria, para la destrucción del pecado... entonces se dice que tomando carne se hizo hombre, y que en su carne padeció por nosotros (cf. I Pe 4, 1). Asi se manifestaba, de suerte que todos lo creyésemos, que el que era Dios desde toda la eternidad y santificaba a aquellos a quienes visitaba, ordenando según la voluntad del Padre todas las cosas, más adelante se hizo hombre por nosotros; y, como dice el Apóstol, hizo que la divinidad habitase en la carne de manera corporal (cf. Col 2, 9); lo cual equivale a decir que, siendo Dios, tuvo un cuerpo propio que utilizaba como instrumento suyo, haciéndose así hombre por nosotros. Por esto se dice de él lo que es propio de la carne, puesto que existía en ella, como, por ejemplo, que padecía hambre, sed, dolor, cansancio, etc., que son afecciones de la carne. Por otra parte, las obras propias del Verbo, como el resucitar a los muertos, dar vista a los ciegos, curar a la hemorroisa, las hacia él mismo por medio de su propio cuerpo. El Verbo soportaba las debilidades de la.carne como propias, puesto que suya era la carne; la carne, en cambio, cooperaba a las obras de la divinidad, pues se hacían en la carne... De esta suerte, cuando padecía la carne, no estaba el Verbo fuera de ella, y por eso se dice que el Verbo padecía. Y cuando hacia las obras del Padre a la manera de Dios, no estaba la carne ausente, sino que el Señor hacia aquellas cosas asimismo en su propio cuerpo. Y por esto, hecho hombre, decia: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mi, creed a mis obras y reconoced que el Padre está en mi y yo en el Padre» (Jn 10, 37-8). Cuando fue necesario curar de su fiebre a la suegra de Pedro, extendió la mano como hombre, pero curó la dolencia como Dios. De manera semejante, cuando curó al ciego de nacimiento, echó la saliva humana de su carne, pero en cuanto Dios le abrió los ojos con el lodo... Así hacía Él las cosas, mostrando con ello que tenía un cuerpo, no aparente, sino real. Convenia que el Señor, al revestirse de carne humana, se revistiese con ella tan totalmente que tomase todas las afecciones que le eran propias, de suerte que así como decimos que tenia su propio cuerpo, así también se pudiera decir que eran suyas propias las afecciones de su cuerpo, aunque no las alcanzase su divinidad. Si el cuerpo hubiese sido de otro, sus afecciones serien también de aquel otro. Pero si la carne era del Verbo, pues «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), necesariamente hay que atribuirle también las afecciones de la carne, pues suya es la carne. Y al mismo a quien se le atribuyen los padecimientos—como el ser condenado, azotado, tener sed, ser crucificado y morir—, a él se atribuye también la restauración y la gracia. Por esto se afirma de una manera lógica y coherente que tales sufrimientos son del Señor y no de otro, para que también la gracia sea de él, y no nos convirtamos en adoradores de otro, sino del verdadero Dios. No invocamos a creatura alguna, ni a hombre común alguno, sino al hijo verdadero y natural de Dios hecho hambre, el cual no por ello es menos Señor, Dios y Salvador(10). La unión de la humanidad y la divinidad en Cristo. Nosotros no adoramos a una criatura. Lejos de nosotros tal pensamiento, que es un error más bien propio de paganos y de arrianos. Lo que nosotros adoramos es el Señor de la creación hecho hombre, el Verbo de Dios. Porque aunque en si misma la carne sea una parte de la creación, se ha convertido en el cuerpo de Dios. Nosotros no separamos el cuerpo como tal del Verbo, adorándolo por separado, ni tampoco al adorar al Verbo lo separamos de la carne, sino que sabiendo que «el Verbo se hizo carne», le reconocemos como Dios aun cuando está en la carne(11). El Verbo, al tomar nuestra carne, se constituye en pontifice de nuestra fe. «Hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad el apóstol y pontifice de vuestra religión, Jesús, que fue fiel al que le había hecho» (Heb 3, 1-2). ¿Cuándo fue enviado como apóstol, sino es cuando se vistió de nuestra carne? ¿Cuándo fue constituido pontificó de nuestra religión, si no es cuando habiéndose ofrecido por nosotros resucitó de entre los muertos en su cuerpo, y ahora a los que se le acercan con la fe los lleva y los presenta al Padre, redimiéndolos a todos y haciendo propiciación por todos delante de Dios? No se refería el Apóstol a la naturaleza del Verbo ni a su nacimiento del Padre por naturaleza cuando decia «que fue fiel al que le había hecho». De ninguna manera. El Verbo es el que hace, no el que es hecho. Se refería a su venida entre los hombres y al pontificado que fue entonces creado. Esto se puede ver claramente a partir de la historia de Aarón en la ley. Aarón no había nacido pontífice, sino simple hombre. Con el tiempo, cuando quiso Dios, se hizo pontífice... poniéndose sobre sus vestidos comunes el ephod, el pectoral y la túnica, que las mujeres habían elaborado por mandato de Dios. Con estos ornamentos entraba en el lugar sagrado y ofrecía el sacrificio en favor del pueblo... De la misma manera, el Señor «en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Pero cuando quiso el Padre que se ofreciera rescate por todos y que se hiciera gracia a todos, entonces, de la misma manera que Aarón tomó la túnica, tomó el Verbo la carne de la tierra, y tuvo a Maria como madre a la manera de tierra virgen, a fin de que como pontífice se ofreciera a sí mismo al Padre, purificándonos a todos con su sangre de nuestros pecados y resucitándonos de entre los muertos. Lo antiguo era una sombra de esto. De lo que hizo el Salvador en su venida, Aarón había ya trazado una sombra en la ley. Y así como Aarón permaneció el mismo y no cambió cuando se puso los vestidos sacerdotales... así también el Señor... no cambió al tomar carne, sino que siguió siendo el mismo, aunque oculto bajo la carne. Cuando se dice, pues. que «fue hecho», no hay que entenderlo del Verbo en cuanto tal... El Verbo es.creador, pero luego es hecho pontífice al revestirse de un cuerpo hecho y creado, que pudiera ofrecer por nosotros: en este sentido se dice que «fue hecho»... (12) El designio de Dios creador sobre el hombre. ...Dice el utilisimo libro del Pastor (de Hermas): «Ante todo has de creer que uno es Dios, el que creó y dispuso todas las cosas, y las hizo del no ser para que fueran» (Mand. 1). Dios es bueno: mejor dicho, es la misma fuente de la bondad. Ahora bien, siendo bueno, no puede escatimar nada a nadie. Por esto no escatimó la existencia de nada, sino que a todas las cosas las hizo de la nada por medio de su propia Palabra, nuestro Señor Jesucristo. Y entre todas ellas tuvo en primer lugar particular benevolencia para con el linaje humano, y viendo que según su propia condición natural los hombres no podían permanecer indefinidamente, les dio además un don particular: no los creó simplemente como a los demás animales irracionales de la tierra, sino que los hizo según su propia imagen, haciéndoles participar de la fuerza de su propia Palabra (Logos); y así, una vez hechos participes de la Palabra (logikoi), podían tener una existencia duradera y feliz, viviendo la vida verdadera y real de los santos en el paraíso. Pero Dios sabia también que el hombre tenía una voluntad de elección en un sentido o en otro, y tuvo providencia de que se asegurara el don que les había dado poniéndoles bajo determinadas condiciones en determinado lugar. Efectivamente, los introdujo en su propio paraíso, y les puso la condición de que si guardaban el don que tenían y permanecían buenos tendrían aquella vida propia del paraíso, sin penas, dolores ni cuidados, y además la promesa de la inmortalidad en el cielo. Por el contrario, si transgredía la condición y se pervertían haciéndose malvados, conocerian que por naturaleza estaban sujetos a la corrupción de la muerte, y ya no podrían vivir en el paraíso, sino que expulsados de él acabarían muriendo y permanecerían en la muerte y en la corrupción... (13). «He aquí que he sido concebido en la iniquidad, y mi madre me concibió entre pecados» (Sal 50, 7). El primer plan de Dios no era que nosotros viniéramos a la existencia a través del matrimonio y de la corrupción. Fue la transgresión del precepto lo que introdujo el matrimonio, a causa de la iniquidad de Adán, es decir, de su repudio de la ley que Dios le había dado. Asi pues, los que nacen de Adán son concebidos en la iniquidad e incurren en la condena del primer padre. La expresión: «Mi madre me concibió entre pecados» significa que Eva, madre de todos nosotros, fue la primera que concibió al pecado estando como llena de placer. Por eso nosotros, cayendo en la misma condena de nuestra madre, decimos que somos concebidos entre pecados. Asi se muestra cómo la naturaleza humana desde un principio, a causa de la transgresión de Eva, cayó bajo el pecado, y el nacimiento tiene lugar bajo una maldición. La explicación se remonta hasta los comienzos, a fin de que quede patente la grandeza del don de Dios... (14). El Verbo, haciéndose hombre, diviniza a la humanidad. «Le dio un nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Esto no está escrito con referencia al Verbo en cuanto tal, pues aun antes de que se hiciera hombre, el Verbo era adorado de los ángeles y de toda la creación a causa de lo que tenía corno herencia del Padre. En cambio sí está escrito por nosotros y en favor nuestro: Cristo, de la misma manera que en cuanto hombre murió por nosotros, así también fue exaltado. De esta suerte está escrito que recibe en cuanto hombre lo que tiene desde la eternidad en cuanto Dios, a fin de que nos alcance a nosotros este don que le es otorgado. Porque el Verbo no sufrió disminución alguna al tomar carne, de suerte que tuviera que buscar cómo adquirir algún don sino que al contrario, divinizó la naturaleza en la cual se sumergía, haciendo con ello un mayor regalo al género humano. Y de la misma manera que en cuanto Verbo y en cuanto que existía en la forma de Dios era adorado desde siempre, así también, al hacerse hombre permaneciendo el mismo y llamándose Jesús, no tiene en menor medida a toda la creación debajo de sus pies. A este nombre se doblan para él todas las rodillas y confiesan que el hecho de que el Verbo se haya hecho carne y esté sometido a la muerte de la carne no implica nada indigno de su divinidad, sino que todo es para gloria del Padre. Porque gloria del Padre es que pueda ser recobrado el hombre que él había hecho y había perdido, y que el que estaba muerto resucite y se convierta en templo de Dios. Las mismas potestades de los cielos, los ángeles y los arcángeles, que le rendían adoración desde siempre, le adoran ahora en el nombre de Jesús, el Señor: y esto es para nosotros una gracia y una exaltación, porque el Hijo de Dios es ahora adorado en cuanto que se ha hecho hombre, y las potestades de los cielos no se extrañan de que todos nosotros penetremos en lo que es su región propia, viendo que tenemos un cuerpo semejante al de aquél. Esto no hubiera sucedido si aquel que existía en forma de Dios no hubiera tomado la forma de esclavo y se hubiera humillado hasta permitir que la muerte se apoderara de su cuerpo. He aquí como lo que humanamente era tenido como una locura de Dios en la cruz, se convirtió en realidad en una cosa más gloriosa para todos: porque en esto está nuestra resurrección... (15). La redención del hombre. Nuestra culpa fue la causa de que bajara el Verbo y nuestra transgresión daba voces llamando a su bondad, hasta que logró hacerlo venir a nosotros y que el Señor se manifestara entre los hombres. Nosotros fuimos la ocasión de su encarnación y por nuestra salvación amó a los hombres hasta tal punto que nació y se manifestó en un cuerpo humano. Así pues, de esta forma hizo Dios al hombre y quiso que perseverara en la inmortalidad. Pero los hombres, despreciando y apartándose de la contemplación de Dios, discurrieron y planearon para sí mismo el mal... y recibieron la condenación de muerte con que habían sido amenazados de antemano. En adelante ya no tenían una existencia duradera tal como habían sido hechos, sino que, de acuerdo con lo que habían planeado, quedaron sujetos a corrupción, y la muerte reinaba y tenía poder sobre ellos. Porque la transgresión del precepto los volvió a colocar en su situación natural, de suerte que así como fueron hechos del no ser, de la misma manera quedaran sujetos a la corrupción y al no ser con el decurso del tiempo. Porque, si su naturaleza originaria era el no ser y fueron llamados al ser por la presencia y la benignidad del Verbo, se sigue que así que los hombres perdieron el conocimiento de Dios y se volvieron hacia el no ser—porque el mal es el no ser, y el bien es el ser que procede del ser de Dios—, perdieron la capacidad de ser para siempre, es decir, que se disuelven en la muerte y la corrupción permaneciendo en ellas. Porque, por naturaleza, el hombre es mortal, ya que ha sido hecho del no ser. Mas a causa de su semejanza con «el que es», que el hombre podía conservar mediante la contemplación de él, quedaba desvirtuada su tendencia natural a la corrupción y permanecía incorruptible, como dice la Sabiduría: «La observancia de la ley es vigor de incorrupción» (Sab 6, 18). Y puesto que era incorruptible, podía vivir en adelante a la manera de Dios, como lo insinúa en cierto lugar la Escritura: «Yo dije: sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo. Pero vosotros, todos morís como hombres, y caéis como un jefe cualquiera» (Sal 81, 6-7). Porque Dios no sólo nos hizo de la nada, sino que con el don de su Palabra nos dio el poder vivir como Dios. Pero los hombres se apartaron de las cosas eternas, y por insinuación del diablo se volvieron hacia las cosas corruptibles: y así, por su culpa le vino la corrupción de la muerte, pues, como dijimos, por naturaleza eran corruptibles, y sólo por la participación del Verbo podían escapar a su condición natural, si permanecían en el bien. Porque, en efecto, la corrupción no podía acercarse a los hombres a causa de que tenían con ellos al Verbo, como dice la Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorrupción y para ser imagen de su propia eternidad: pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2, 23-24). Entonces fue cuando los hombres empezaron a morir, y desde entonces la corrupción los dominó y tuvo un poder contra todo el linaje humano superior al que le correspondía por naturaleza, puesto que por la transgresión del precepto tenía en favor suyo la amenaza de Dios al hombre. Más aún, en sus pecados los hombres no se mantuvieron dentro de límites determinados, sino que avanzando poco a poco llegaron a rebasar toda medida. Primero descubrieron el mal y se atrajeron sobre sí la muerte y la corrupción. Luego se entregaron a la injusticia y sobrepasaron toda iniquidad, y no pararon en una especie de mal, sino que discurrieron nuevas maneras de perpetrar toda suerte de nuevos males, de suerte que se hicieron insaciables en sus pecados. Por todas partes había adulterios, y robos, y toda la tierra estaba llena de homicidios y de rapacidades. No había ley capaz de cohibir la corrupción y la iniquidad. Todos cometían toda suerte de maldades en privado y en común: las ciudades hacían la guerra a las ciudades, y los pueblos se levantaban contra los pueblos; todo el mundo estaba dividido en luchas y disensiones y todos se emulaban en el mal... Todo esto no hacia sino aumentar el poder de la muerte, y la corrupción seguía amenazando al hombre, y el género humano iba pereciendo. El hombre hecho según el Verbo y a imagen (de Dios) estaba para desaparecer, y la obra de Dios iba a quedar destruida. La muerte... tenia poder contra nosotros en virtud de una ley, y no era posible escapar a esta ley, habiendo sido puesta por Dios a causa de la transgresión. La situación era absurda y verdaderamente inaceptable. Era absurdo que Dios, una vez que había hablado, nos hubiera engañado, y que habiendo establecido la ley de que si el hombre traspasaba su precepto moriria, en realidad no muriese después de la transgresión, desvirtuándose así su palabra... Por otra parte era inaceptable que lo que una vez había sido hecho según el Verbo y lo que participaba del Verbo quedara destruido y volviera a la nada a través de la corrupción. Porque era indigno de la bondad de Dios que lo que era obra suya pereciera a causa del engaño del diablo en que el hombre había caído. Sobre todo, era particularmente inaceptable que la obra de Dios en el hombre desapareciera, ya por negligencia de ellos ya por el engaño del diablo... ¿Qué necesidad había de crear ya desde el principio tales seres? Mejor era no crearlos, que abandonarlos y dejarlos perecer una vez creados... Si no los hubiese creado, nadie habría pensado en atribuirlo a impotencia. Pero una vez que los hizo y los creó para que existieran, era de lo más absurdo que tales obras perecieran a la vista misma del que las había hecho... (16). Por el Verbo se restaura en el hombre la imagen de Dios. Si ha llegado a desaparecer la figura de un retrato sobre tabla a causa de la suciedad que se le ha acumulado, será necesario que se presente de nuevo la persona de quien es el retrato, a fin de que se pueda restaurar su misma imagen en la misma madera. La madera no se arroja, pues tenía pintada en ella aquella imagen: lo que se hace es restaurarla. De manera semejante, el Hijo santísimo del Padre, que es imagen del Padre, vino a nuestra tierra a fin de restaurar al hombre que había sido hecho a su imagen. Por esto dijo a los judíos: «Si uno no renaciere...» (Jn 3, 5): no se refería al nacimiento de mujer, como imaginaban aquellos, sino al alma que había de renacer y ser restaurada en su imagen. Una vez que la locura idolátrica y la impiedad habían ocupado toda la tierra, y una vez que había desaparecido el conocimiento de Dios, ¿quién podía enseñar al mundo el conocimiento del Padre?... Para ello se necesitaba el mismo Verbo de Dios, que ve la mente y el corazón del hombre, que mueve todas las cosas de la creación y que por medio de ellas da a conocer al Padre. ¿Y cómo podía hacerse esto? Dirá tal vez alguno que ello podía hacerse por medio de las mismas cosas creadas, mostrando de nuevo a partir de las obras de la creación la realidad del Padre. Pero esto no era seguro, pues los hombres ya lo habían descuidado una vez, y ya no tenían los ojos levantados hacia arriba, sino dirigidos hacia abajo. Consiguientemente, cuando quiso ayudar a los hombres, se presentó como hombre y tomó para sí un cuerpo semejante al de ellos. Así les enseña a partir de las cosas de abajo, es decir, de las obras del cuerpo, de suerte que los que no querían conocerle a partir de su providencia del universo y de su soberanía, por las obras de su cuerpo conocerán al Verbo de Dios encarnado, y por medio de él al Padre. Así, como un buen maestro que se cuida de sus discípulos, a los que no podían aprovecharse de las cosas mayores, les enseña con cosas más sencillas poniéndose a su nivel... (17). Cristo ofrece su cuerpo en sacrificio vicario por todos. Vio el Verbo que no podía ser destruida la corrupción del hombre sino pasando absolutamente por la muerte; por otra parte, era imposible que el Verbo muriera, siendo inmortal e Hijo del Padre. Por esto tomó un cuerpo que fuera capaz de morir, a fin de que éste, hecho partícipe del Verbo que está sobre todas las cosas, fuera capaz de morir en lugar de todos y al mismo tiempo permaneciera inmortal a causa del Verbo que en él moraba. Asi se imponia fin para adelante a la corrupción por la gracia de la resurrección. Así, él mismo tomó para si un cuerpo y lo ofreció a la muerte como hostia y victima libre de toda mancha, y al punto, con esta ofrenda ofrecida por los otros, hizo desaparecer la muerte de todos aquellos que eran semejantes a él. Porque el Verbo de Dios estaba sobre todos, y era natural que al ofrecer su propio templo y el instrumento de su cuerpo por la vida de todos, pagó plenamente la deuda de la muerte. Y así, el Hijo incorruptible de Dios, al compartir la suerte común mediante un cuerpo semejante al de todos, les impuso a todos la inmortalidad con la promesa de la resurrección. La corrupción de la muerte ya no tiene lugar en los hombres, pues el Verbo habita en ellos a través del cuerpo de uno. Es como si el emperador fuera a una gran ciudad y se hospedara en una de sus casas: absolutamente toda la ciudad se sintiría grandemente honrada, y no habría enemigo o ladrón que la asaltara para vejarla, sino que se tendría toda ella como digna de particular protección por el hecho de que el emperador habitaba en una de sus casas. Algo así sucede con respecto al que es emperador de todo el universo. Al venir a nuestra tierra y morar en un cuerpo semejante al nuestro, hizo que en adelante cesaran todos los ataques de los enemigos contra los hombres, y que desapareciera la corrupción de la muerte que antes tenía gran fuerza contra ellos... (18). Estando todos nosotros bajo el castigo de la corrupción y de la muerte, él tomó un cuerpo de igual naturaleza que los nuestros, y lo entregó a la muerte en lugar de todos, ofreciéndolo en sacrificio al Padre. Esto lo hizo por pura benignidad, en primer lugar a fin de que muriendo todos en él quedara abrogada la ley que condenaba a los hombres a la corrupción, ya que su fuerza quedaba totalmente agotada en el cuerpo del Señor y no le quedaba ya asidero en los hombres; y en segundo lugar para que, al haberse los hombres entregado a la corrupción, pudiera él restablecerlos en la incorrupción y resucitarlos de la muerte por la apropiación de su cuerpo y por la gracia de la resurrección, desterrando de ellos la muerte, como del fuego la paja(19). La encarnación, principio de divinización del hambre. Si las obras del Verbo divino no se hubieran hecho por medio del cuerpo, el hombre no hubiera sido divinizado; y, por el contrario, si las obras propias del cuerpo no se atribuyesen al Verbo, no se hubiera librado perfectamente de ellas el hombre. Pero una vez que el Verbo se hizo hombre y se apropió todo lo de la carne, las cosas de la carne ya no se adhieren al cuerpo pues éste ha recibido al Verbo y éste ha consumido lo carnal. En adelante, ya no permanecen en los hombres sus propias afecciones de muertos y de pecadores, sino que resucitan por la fuerza del Verbo y permanecen inmortales e incorruptibles. Por esto aunque lo que nació de María, la Madre de Dios, es la carne, se dice que es él quien nació de ella, pues él es quien da a los demás el nacimiento para que sigan en la existencia. Asi nuestro nacimiento queda transformado en el suyo, y ya no somos solamente tierra que ha de volver a la tierra, sino que habiéndonos adherido al Verbo que viene del cielo podremos ser elevados a los cielos con él. Asi pues, no sin razón se impuso sobre si las afecciones todas propias del cuerpo, pues así nosotros podíamos participar de la vida divina, no siendo ya hombres, sino cosa propia del mismo Verbo. Porque ya no morimos por la ley de nuestro primer nacimiento en Adán, sino que en adelante transferimos al Verbo nuestro nacimiento y toda nuestra debilidad corporal, y somos levantados de la tierra, quedando destruida la maldición del pecado que había en nosotros, pues él se ha hecho maldición por nosotros. Esto está muy en su punto: porque así como en nuestra condición terrena morimos todos en Adán, así cuando nacemos de nuevo a partir del agua y del Espíritu, todos somos vivificados en Cristo, y ya no tenemos una carne terrena, sino una carne que se ha hecho Verbo, por el hecho de que el Verbo de Dios se hizo carne por nosotros(20). El Verbo encarnado, vivificador de todo el universo. El Verbo no estaba encerrado en su propio cuerpo. No estaba presente en su cuerpo y ausente de todo lo demás. No movía su cuerpo de suerte que hubiera dejado privado de su energía y de su providencia al resto del universo. Lo más admirable es que, siendo Verbo, no podía ser contenido por nada, sino que más bien él contiene todas las cosas. Y estando presente en toda la creación, él está por su naturaleza fuera de todas las cosas, ordenándolas todas y extendiendo a todas y sobre todas su providencia, y vivificando a la vez todas y cada una de las cosas, conteniéndolas a todas sin ser contenido de ellas. Sólo en su propio Padre está él enteramente y bajo todos respectos. De esta suerte, aunque estaba en un cuerpo humano y le daba vida, igualmente daba vida al universo. Estaba en todas las cosas, y sin embargo estaba fuera de todas las cosas. Y aunque era conocido por las obras que hacia en su cuerpo, no era desconocido por la energía que comunicaba al universo... esto era lo admirable que en él había: que como hombre vivía una vida ordinaria; como Verbo daba la vida al universo; como Hijo estaba en la compañía del Padre... (21). |
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