Magisterio de la Iglesia
San Basilio el Grande
Configurarse
con Cristo
(El Espíritu Santo, XV; 35-36)
La economía de nuestro Dios y Salvador acerca de los hombres consiste en volver a llamarnos después de la caída y en reconducirnos a su amistad después de la separación producida por la desobediencia. Por esto, la venida de Cristo en la carne, su predicación evangélica, sus sufrimientos, la cruz, la sepultura, la resurrección, ha hecho posible que el hombre, salvado por la imitación de Cristo, recupere su primitiva filiación adoptiva.
Para el perfeccionamiento de tal vida es, pues, necesario imitar a Cristo no sólo en los ejemplos de benignidad, humildad y paciencia que nos mostró con su vida; sino también en el de su propia muerte, como dijo Pablo, el imitador de Cristo: asemejándome a su muerte, de modo que al cabo pueda arribar a la resurrección de los muertos (/Flp/03/10-11).
¿Cómo nos haremos imitadores de su muerte? Sepultándonos con El en el Bautismo (cfr. Rm 6, 4-5). ¿De qué modo es la sepultura y qué fruto se deriva de tal imitación? Primero es necesario cortar radicalmente con la vida pasada. Y esto sólo es posible mediante una nueva generación, según las palabras del Señor (cfr. Jn 3, 3): la misma palabra regeneración significa el principio de una segunda vida, de modo que, antes de alcanzarla, es necesario dar fin a la anterior. Pues así como los que han llegado al final del estadio, antes de dar la vuelta, se paran y descansan un momento, así también parecía necesario que mediara la muerte en el cambio de las vidas, de manera que acabe primero una y comience después la siguiente.
¿Cómo realizamos el descenso a los infiernos? Imitando por el Bautismo la sepultura de Cristo, pues los cuerpos de los que se bautizan son sepultados en el agua. Y es que el Bautismo manifiesta simbólicamente la deposición de las obras de la carne, según dice el Apóstol: vosotros también habéis sido circuncidados con circuncisión no hecha por mano que cercena la carne, sino con la circuncisión de Cristo, al ser sepultados con Él por el Bautismo (Col 2, 11-12). En cierto modo sucede que, por el Bautismo, el alma se limpia de la suciedad procedente de los sentidos carnales, según lo que está escrito (Sal 50, 9): me lavarás y quedaré más blanco que la nieve.
De ahí que somos limpiados de todas y cada una de las manchas, no según la costumbre judía sino por el único Bautismo salvador que conocemos, puesto que una sola es la muerte en beneficio del mundo y una sola la resurrección de entre los muertos, y el Bautismo es figura de las dos. Para este fin, el Señor, que se preocupa de nuestra vida, estableció para nosotros la alianza del Bautismo, figura de la muerte y tipo de la vida: imagen de la muerte porque el agua cubre completamente, y prenda de la vida porque está contenido el Espíritu Santo.
Y así se nos hace evidente lo que nos preguntábamos: por qué el agua fue unida al Espíritu Santo. Porque, encontrándose dos fines en el Bautismo —que el cuerpo quede libre del pecado para que no produzca más frutos de muerte, y que viva por el Espíritu Santo y dé fruto de santificación—, el agua manifiesta la imagen de la muerte, acogiendo al cuerpo como en un sepulcro, y el Espíritu Santo envía la fuerza vivificadora, devolviendo nuestras almas de la muerte a la primitiva vida.
Esto es nacer de nuevo del agua y del Espíritu (cfr. Jn 3, 5), porque la muerte se completa en el agua y nuestra vida se fortalece por el Espíritu. Por ello, el gran misterio del Bautismo se realiza con tres inmersiones y otras tantas invocaciones, para dar a entender la figura de la muerte y para que las almas de los bautizados sean iluminadas mediante la entrega de la ciencia divina. Por tanto, si hay gracia en el agua, no procede de su naturaleza, sino de la presencia del Espíritu Santo, pues el Bautismo no es la eliminación de la suciedad corporal, sino la promesa de la buena conciencia para con Dios (cfr. 1 Pe 3, 21).
El Señor, para prepararnos a esta vida que surge de la resurrección propone toda la predicación evangélica y prescribe la serenidad, la resignación, el amor puro libre de los deleites de la carne, el desapego del dinero, a fin de que todo cuanto el mundo posee según la naturaleza, nosotros, al recibirlo, lo pongamos en su sitio con nuestra elección. Por esto, si alguno dice que el Evangelio es figura de la vida que surge de la resurrección, a mi parecer, no se equivocaría.
Por el Espíritu Santo se nos da la recuperación del paraíso, el ascenso al Reino de los Cielos, la vuelta a la adopción de hijos, la confianza de llamar Padre al mismo Dios, el hacernos consortes de la gracia de Cristo, el ser llamado hijo de la luz, el participar de la gloria del Cielo; en un palabra, el encontrarnos en la total plenitud de bendición tanto en este mundo como en el venidero, pues al contemplar como en un espejo la gracia de las cosas buenas que se nos han asegurado en las promesas, las disfrutamos por la fe como si ya estuvieran presentes. Si la prenda es así, ¿de qué modo será el estado final? Y si tan grande es el inicio, ¿cómo será la consumación de todo?