Magisterio de la Iglesia

San Basilio el Grande

LOS IRACUNDOS

Introducción: torpe bestialidad del iracundo

   Cuando las prescripciones de los médicos son oportunas y están conformes con lo que aconseja el arte, su utilidad se manifiesta sobre todo después que se experimenta. Así, en las exhortaciones espirituales, cuando los consejos están confirmados por el éxito, es entonces cuando aparece lo sabia y últimamente que fueron dados para la enmienda de la vida y para la perfección de aquellos que los llevan a cabo. Pues cuando oímos las sentencias de los Proverbios que nos enseñan que "la ira pierde aun a los prudentes" (1), cuando oímos la amonestación del Apóstol: "Toda ira, indignación y alboroto con toda maldad, esté lejos de vosotros" (2), y al Señor que dice que quien irrita temerariamente a su hermano es reo de juicio (3); si hemos experimentado esta pasión que no nace en nosotros, sino que se precipita desde fuera sobre nosotros como una inesperada tempestad, entonces, sobre todo, conoceremos bien lo admirable de las divinas amonestaciones. Y si a veces nosotros mismos hemos dado cabida a la ira, como abriendo paso a un río impetuoso, y hemos experimentado la vergonzosa tribulación de los poseídos por esta pasión, habremos llegado a conocer entonces, la verdad de aquella sentencia: "El hombre iracundo no es honesto" (4). Porque una vez que este vicio hace perder la razón usurpa después el dominio del alma. Embrutece por completo al hombre no permitiéndole ser hombre, pues ya no cuenta con el auxilio de la razón.

   Lo que el veneno causa a los envenenados, eso mismo hace la ira en los que se exasperan, rabian como perros, atacan como escorpiones, muerden como serpientes. La Sagrada Escritura suele llamar con frecuencia a los dominados por este vicio, fieras, a las que se asemejan en su maldad. Otras veces los llama perros que no ladran (5); otras, serpientes, raza de víboras (6).

   Y en efecto, los que están dispuestos a destrozarse mutuamente y a hacer daño a sus semejantes, son con razón, contados entre las fieras y animales venenosos que por naturaleza tienen odio implacable al hombre y le atacan.

   La ira desenfrena la lengua y no hay guarda en la boca. Las manos sin sosiego, las afrentas, los insultos, las maldiciones, las heridas y otras cosas que quedan sin enumerar, son vicios engendrados por la ira y el furor.

   También la espada, se afila por la ira, y la muerte del hombre se lleva a cabo por manos humanas. Por ella los hermanos llegan a desconocerse entre sí. Los padres y los hijos reniegan de su naturaleza. Pues los iracundos se olvidan en primer lugar de sí mismos; después, de todos sus parientes. Y así como los torrentes que van a morir en alguna concavidad, arrastran consigo cuanto se les presenta delante, del mismo modo, los violentos e irresistibles ímpetus de los iracundos, atropellan a todos por igual. No respetan las canas, ni la santidad de vida, ni el parentesco, ni los beneficios recibidos, ni dignidad alguna. Es la ira una locura pasajera.

   En el afán de vengarse, los iracundos aun a sí mismo se precipitan muchas veces en una desgracia evidente, despreciando su propio bienestar. Picados como con un aguijón por el recuerdo de los que le han ofendido, hirviendo y saltando de enojo, no paran hasta que hacen algún daño a quien les ha irritado. Sin embargo, suele acontecer que son ellos los que lo reciben. Muchas veces sucede que las cosas que violentamente se quiebran, padecen más de lo que dañan, por cuanto se estrellan contra otras que las resisten.

Descripción del iracundo

   ¿Quién podrá explicar este mal? Los inclinados a la ira que se enciende por cualquier cosa, gritan y se enfurecen, acometen más indecorosamente que cualquier animal venenoso. No desisten hasta que en ellos revienta como burbuja la ira, y hasta que se deshace la hinchazón que constituye su grave e incurable mal. Ni el filo de la espada, ni el fuego, ni cualquier otra cosa terrible es capaz de contener a un ánimo encendido en ira. Se parecen a los posesos del demonio, de los cuales nada se diferencian los iracundos ni en su aspecto ni en el estado de su mal. Pues a los que están sedientos de venganza les hierve la sangre alrededor del corazón, como agitada e inflamada por la fuerza del fuego. Saliendo al exterior presenta al airado en otra forma, mudándole la acostumbrada y a todos conocida, como si se pusiese una careta en la escena. Se desconocen en ellos los ojos propios y ordinarios. Su aspecto es fiero y su mirada despide fuego y hasta aguza sus dientes como un jabalí. Su rostro está lívido y enrojecido. La mole de su cuerpo se entumece. Sus venas se hinchan por la tempestad que ruge en su fatigoso alentar. Su voz áspera y muy levantada. Sus inarticuladas palabras se precipitan temerariamente, sin proceder con lentitud, ni con orden, ni con significación. Después que la causa de su exasperación ha llegado al colmo y después que su ira se enciende más y más como la llama con la abundancia de combustible, entonces es, cuando se ven espectáculos que ni la lengua puede decir, ni de hecho se pueden tolerar. Levanta las manos contra el amigo, y descarga con ellas golpes en todas partes de su cuerpo. Más aún; da puntapiés, sin compasión, sobre los más delicados miembros. Todo lo que se le pone delante sirve de arma a la ira. Y si la parte contraria se encuentra con el mismo mal que le resiste, a saber, con otra rabia y locura semejante, entonces cayendo el uno sobre el otro, hacen y sufren mutuamente cuanto es justo que sufran los que luchan bajo semejante espíritu. Las mutilaciones de los miembros, y muchas veces también la muerte, lo cuentan los que luchan como premio de la ira. Comenzó el uno a levantar sus manos sin razón, el otro lo rechaza; repitió el otro el golpe, el segundo no cede. Y el cuerpo queda lastimado por las heridas. Pero la ira hace que no se sienta el dolor. Pues ni tiempo tienen para sentir lo que sufren, mientras tienen ocupada la mente en vengarse del que les hiere.

Es necesario saber vencer con la mansedumbre
Premio reservado a los mansos

   No curéis un mal con otro mal (7), ni porfiéis por vengaros unos a otros en hacer daño. En las luchas malas, es más digno de compasión el que vence, porque se retira con mayor pecado.

   No te hagas deudor de un premio malo, ni pagues peor una deuda mala.

   ¿Te insulta el iracundo? Detén con tu silencio el daño. Recibiendo en tu corazón como a un torrente la ira del otro, imitas a los vientos que rechazan con su soplo lo que se les arroja. No tengas a tu enemigo por maestro. Ni imites lo que odias. No te hagas como un espejo del que se irrita mostrando en ti mismo su figura.

   - Pero se enciende el otro . . .

   - Y tú, ¿acaso no estás también encendido??

   - Sus ojos arrojan sangre ...

   - Pero, dime, ¿los tuyos miran con sereniddad?

   - Su voz es áspera ...

   - Pero, ¿la tuya es suave?

   En los desiertos, el eco devuelve la voz al que la emitió. Así también los insultos vuelven al que los profirió. Mejor dicho, el eco vuelve el mismo, mas el insulto viene aumentado. Porque, ¿qué es lo que suelen echarse en cara el uno al otro los iracundos? El uno dice al otro: ¡plebeyo, descendiente del linaje oscuro! El otro, en cambio, responde: ¡esclavo, e hijo de esclavos! Este: ¡pobre! Aquél: ¡mendigo! Este: ¡Ignorante! Aquél: ¡mentecato! Y así hasta que se les acaban los insultos como agudas flechas. Después que han arrojado de su boca como de una aljaba toda clase de improperios, pasan a la venganza por medio de los hechos. Porque la ira excita la riña; la riña engendra los insultos; los insultos, los golpes. ¡Y no pocas veces a los golpes siguen las heridas y la muerte!

Consejos para dominar al iracundo

   Alejemos el mal en su comienzo, arrojando de nuestras almas con todo empeño, la ira. Porque de esta manera arrancaremos con este vicio, como con raíz y fundamento, muchísimos males.

   ¿Te ha maldecido tu enemigo? Bendícele tú.

   ¿Te ha herido? Súfrelo.

   ¿Te desprecia y te tiene por nada? Piensa que "eres de tierra y en tierra te has de convertir"  (8) . Quien medita este pensamiento, toda deshonra encuentra menor que la verdad. Si te muestras invulnerable ante las injurias, quitarás al enemigo toda posibilidad de venganza. Además, ganas de esta manera para ti, gran corona de paciencia, sirviéndote de la locura del otro como de ocasión para tu propia virtud. Y si me crees, aún añadirás tú mismo otros oprobios a los que el otro te dice.

   ¿Te llama plebeyo y hombre sin honor y sin ningún valor? Llámate a ti mismo tierra y polvo: que no eres más noble que nuestro padre Abraham, y eso se llamaba a sí mismo (9).

   ¿Te llama ignorante, pobre e indigno de todo? Tú, llámate gusano y di que tu origen es el estiércol, usando del lenguaje de David (10). Y a esto añade la hazaña de Moisés: Injuriado por Aarón y María, no pidió a Dios que les castigase, sino que rogó por ellos.

   ¿De quién quieres ser discípulo? ¿De los hombres amigos de Dios y justos, o de los que están llenos del espíritu de maldad?

   Cuando se levante en ti la tentación de injuriar, piensa que estás en esta alternativa: o de acercarte a Dios por la paciencia, o de acogerte por la ira al enemigo. Da tiempo a tus pensamientos para que elijan el partido ventajoso. Porque, o aprovechas algo a tu adversario con el ejemplo de la mansedumbre, o le irritas más ferozmente con tu desprecio. Porque, ¿qué cosa hay más acerba para un enemigo que el ver que su adversario le supera en las injurias?

   No rebajes tu ánimo; ni consientas ponerte al alcance de tus injuriadores. Deja que te ladre en vano; que se despedace a sí mismo. Que así como el que azota a uno que no siente, se hace mal a sí mismo (porque ni se venga del enemigo ni apacigua la ira), así el que ultraja a uno a quien no alteran los oprobios, no puede encontrar descanso para su sufrimiento. Por el contrario, se despedaza, como dije. Y ¿qué es lo que cada uno de vosotros gana con los que están presentes? A él le llaman mezquino, a ti magnánimo; a él iracundo y cruel, a ti sufrido y manso. El se arrepentirá de las cosas que dijo: tú nunca te arrepentirás de tu virtud.

Cómo comportarse con los iracundos

   ¿A qué decir más? A él, su maledicencia le cerrará el reino de los cielos; porque los iracundos no alcanzarán el reino de Dios (11); mientras que a ti te abrirá el reino tu silencio. Porque el que haya sufrido hasta el fin, ese se salvará (12). Pero si te vengas y te levantas igualmente contra el que te injuria, ¿qué excusas vas a tener? ¿Que él te provocó primero? Y, ¿de qué perdón es esto digno?

   Tampoco el libertino que imputa el pecado de su cómplice porque le incitó, deja por eso de ser digno de condenación. Ni hay corona sin enemigos, ni caídas sin luchadores. Oye a David que dice: "Mientras el pecador se puso en contra de mí, ni me exasperé, ni me vengué, sino que enmudecí y me humillé y no dije nada de los bienes" (13).

   Tú te exacerbas con el ultraje como con un mal, y sin embargo le imitas como si fuera un bien. Porque, mira, haces lo que reprendes.

   ¿Examinas con cuidado el mal ajeno, y tienes en nada tu propia vergüenza? ¿Es un mal la ira? Guárdate de imitarla. Que no basta para excusarse el que haya comenzado el otro. Más justo es, a mi parecer, volver contra ti la queja. El otro no tuvo ejemplo para su enmienda. Tú, empero, viendo que el iracundo se porta indecorosamente, le imitas y le indignas. Te enfureces y te irritas. Y así tu pasión sirve de excusa al que comenzó. Con las mismas cosas que haces le libras a aquél de culpa y te condenas a ti mismo. Pues si la ira es un mal, ¿por qué no evitaste el daño? Y si merece perdón, ¿por qué te irritas contra el iracundo?

   De ahí que aunque fueres el segundo en la ofensa, nada te aprovecha esto. Porque en las luchas por una corona no es coronado el que las comienza, sino el que vence. Pues de igual manera no sólo es condenado el que comenzó el mal, sino también el que le siguió como a capitán hasta el pecado.

   Si te llamó pobre, y lo eres, confiesa la verdad. Y si miente, ¿qué te importa a ti de lo que diga?

Benignidad de Jesucristo

   Cuando te dicen alabanzas que traspasan la raya de la verdad, no te enfureces. Pues tampoco te exasperes con los ultrajes falsos y mentirosos. ¿No ves cómo las saetas suelen penetrar en lo duro y resistente, y en las cosas blandas que fácilmente ceden se estrella su ímpetu? Pues piensa que algo semejante pasa con las injurias. El que les sale al encuentro, las recibe en sí; pero el que se porta con blandura y cede, con la mansedumbre de su trato vuelve el mal dirigido contra él.

   Pero, ¿por qué te turba el nombre de pobre? Acuérdate de tu naturaleza. Entraste desnudo en el mundo, y desnudo saldrás de él (14). Y, ¿qué cosa más pobre que un desnudo? Por lo tanto, nada grave te han dicho; sólo que te has apropiado a ti sólo lo que has oído. Nadie ha sido llevado a la cárcel por ser pobre. No es deshonroso el ser pobre, sino el no sufrir con buen ánimo la pobreza. Acuérdate del Señor que "siendo rico se hizo pobre por nosotros"(15).

   Si te llaman necio e ignorante, acuérdate de las injurias con que los judíos ultrajaron a la verdadera sabiduría: "Eres samaritano y tienes en ti al demonio" (16). Y si te enfureces, confirmas los ultrajes. Porque ¿hay cosa más irracional que la ira? Pero si permaneces sin airarte, avergüenzas al que se enfurece mostrando con la obra tu virtud.

   ¿Has sido abofeteado? También el Señor lo fue (17).

   ¿Has sido escupido? También Nuestro Señor. Porque "no retiró su rostro de la deshonra de la saliva" (18).

   ¿Has sido calumniado? También el eterno Juez.

   ¿Rasgaron tu túnica? A mi Señor se la desnudaron y "repartieron entre sí sus vestidos" (19).

   Aún no has sido condenado, aún no has sido sacrificado. Mucho te falta para que llegues a su imitación.

Ejemplos de mansedumbre

   Grábese cada una de estas cosas en tu mente y atemperarás la hinchazón. En efecto: estos pensamientos y estos afectos contienen los saltos y trepidaciones de nuestro corazón, y llevan al alma a la fortaleza y tranquilidad; esto era, sin duda, lo que decía David: "Preparado estoy y no estoy turbado" (20).

   Conviene, pues, reprimir este necio y vergonzoso movimiento del ánimo con el recuerdo de los ejemplos de los varones justos. El gran David sufrió con mansedumbre la petulancia de Semei. No daba tiempo que la ira le moviese, sino que levantaba su mente a Dios y decía: "El Señor dijo a Semei que maldiga a David" (21). Y oyéndose llamar sanguinario e inicuo, no se encendió de ira sino que se humillaba como si fuese digno de ser insultado de aquella manera.

   Aleja de ti estas dos cosas: el tenerte por digno de grandes cosas, y el tener a hombre alguno por muy inferior a ti en dignidad. De esta manera, la ira jamás se levantará contra ti por las injurias que recibas.

   Grave sería que uno a quien has colmado de singulares gracias y beneficios, a su ingratitud añadiese el ser el primero en injuriarte y deshonrarte. Grave sería a la verdad. Sin embargo, mayor mal es para el que lo hace que para el que lo sufre. Que injurie él: tú no le injuries. Sus palabras sean para ti ejercicio de virtud. Si no te sientes impresionado, estás sin herida. Si tu ánimo sufre algo, contén el ímpetu en ti mismo. Porque "en mí, dice, ha sido turbado mi corazón" (22). Es decir, no dejó salir afuera la pasión, sino que, como a una ola que se deshace dentro de los litorales, la ahogó. Contén el corazón que ladra y se enfurece. Teman las pasiones la presencia de la razón, de la manera que los niños temen cuando hacen alguna travesura, la presencia de algún varón respetable.

Ventajas de la ira cuando es dócil a la razón

   ¿Y cómo evitaremos los funestos daños que trae consigo el irritarse?

   Procurando persuadir a la ira que no se adelante a la razón. De esta manera, la tendremos sujeta a nosotros como a un caballo. Obedecerá a la razón como a un freno. No saldrá jamás de su propio puesto. Se dejará guiar a donde quiera le conduzca la razón. Porque la irritación de nuestro espíritu es útil para muchas obras de virtud, siempre y cuando sea aliada de la razón contra el pecado. Entonces, viene a ser como el soldado que rindiendo sus armas al general, acude prontamente a prestar auxilio a donde le mandan. De igual manera, la ira cuando está al servicio de la razón.

   La ira es el nervio del alma. Le da energías para emprender buenas obras. Si alguna vez la encuentra debilitada por el placer, la fortalece como un baño de hierro. La convierte de blanda y muelle, en austera y varonil.

   Ciertamente que si no te irritas contra el diablo, no te será posible odiarle como merece. Así, pues, conviene a mi parecer, amar la virtud con el mismo entusiasmo con que se debe odiar el pecado. Para esto es muy útil la ira, siempre que se mantenga dócil a la razón y la siga, como al pastor el perro. En efecto, muéstrase el perro, apacible y bueno ante el amo que le acaricia y le obedece a la menor indicación. Sin embargo, ladra y se enfurece al llamado de voz extraña, aunque parezca que la voz trae agasajos. Ante el grito del amigo o del amo, por el contrario, se atemoriza y se calla. Este es el mejor y más apto auxilio que a la parte razonable del alma, proporciona la ira. Porque el que así procede, no se aplacará ni hará alianzas con los que ponen asechanzas. Nunca admitirá la amistad con cosa alguna dañosa, sino que siempre ladrará y despedazará como un lobo al placer engañador.

Exhortación para no torcer en daño nuestro lo que Dios nos concedió para nuestro bien

   Esta es la utilidad que se obtiene de la ira para los que saben valerse de ella. Según el modo como se use de esta y otras energías, resulta un mal o un bien para el que las tiene.

   Por ejemplo; el que abusa de la parte concupiscible del alma para gozar de la carne y de los deleites impuros, es abominable y lascivo; pero el que la vuelve hacia Dios y hacia el deseo de los goces eternos, es digno de imitación, y dichoso.

   De igual manera, quien dirige bien la parte racional, es prudente y sabio: pero el que aguza el entendimiento para daño del prójimo, es taimado y malhechor.

   No convirtamos, pues, para nosotros, en ocasión de pecado, lo que el Creador nos dio para nuestro bien.

   La ira excitada cuando conviene y como conviene, produce la fortaleza, la paciencia y la continencia. Sin embargo, si obra alejada de la recta razón, se convierte en locura. Por eso nos amonesta el Salmo: "Irritaos y no pequéis" (23). Y el Señor amenaza con su juicio al que se enoja sin causa (24); pero no prohibe que usemos de la ira como una medicina. Porque aquellas palabras: "Pondré enemistad entre ti y la serpiente" (25), son propias de quien enseña que se ha de usar la ira como un arma. Por eso Moisés, el más manso de todos los hombres (26), para castigar la idolatría (27) armó las manos de los levitas con intención de que diesen muerte a sus hermanos: "Ponga, dijo, cada uno la espada a su cintura, y pasad de puerta en puerta y volved por los campamentos, y mate cada uno a su hermano, cada uno a su vecino, cada uno a su allegado" (28). Y poco después, dice: "Y dijo Moisés: Llenasteis hoy vuestras manos para el Señor (29), cada uno en vuestro hijo y en vuestro hermano, para que sobre vosotros venga bendición" (30).

   ¿Qué fue lo que santificó a Finés? ¿No fue su justa ira contra los lascivos? En efecto, siendo sumamente manso y apacible, después que vio el pecado de Zambro y la Madianita, cometido desvergonzadamente y a la vista de todos sin que ocultasen el infame espectáculo de su torpeza, no pudiéndolo tolerar, usó oportunamente la ira, atravesando a los dos con una lanza (31).

   Y Samuel, ¿no mató con justa ira, sacándole del medio, a Agag, rey de Amalec, salvado por Saúl contra el mandato de Dios? (32).

   Por lo tanto, la ira es, muchas veces, medio para las buenas obras. El celoso Elías dio muerte, para bien de todo Israel, con ira sabia y prudente, a 450 varones, sacerdotes de la confusión (33) y a 400 sacerdotes de los bosques (34), que comían a la mesa de Jezabel (35).

   Tú, empero, te irritas sin razón contra tu hermano. Porque ¿cómo no ha de ser sin razón cuando siendo uno el que provoca, tú te irritas contra otro? Haces como los perros, que muerden las piedras cuando no alcanzan al que las arroja. El que es provocado es digno de compasión; pero el que provoca, de odio.

   Desfoga tu ira contra el enemigo de los hombres, contra el padre de la mentira, contra el autor del pecado. Mas compadécete de tu hermano, quien si aún así permaneciere en el pecado, será entregado a fuego eterno con el diablo.

   Así como son distintos los nombres de indignación e ira, así también debe distinguirse lo que estos nombres significan. La indignación es como un incendio y repentina inflamación del afecto. La ira es un dolor constante y una continua ansia de pagar con la misma moneda a los que nos injurian, como si el alma tuviera sed de venganza. Es necesario saber, pues, que por ambas partes pecan los hombres: o excitándose furiosa y temerariamente contra los que les irritan, o persiguiendo con engaños y acechanzas a los que les ofenden. Y de ambas cosas debemos guardarnos.

Cómo frenar la ira

   Y ¿qué se deberá hacer a fin de que esta pasión no ultrapase los límites?

   Para ello aprende primero la humildad, la cual el Señor aconsejó con sus palabras y mostró con sus obras. Porque unas veces dice: "El que quiera ser el primero entre vosotros, sea el último de todos" (36); otras, tolera manso y sin inmutarse al que le hiere (37).

   El Hacedor y Señor del cielo y de la tierra, el que es adorado por todas las criaturas tanto racionales como irracionales, "el que todo lo sostiene con la palabra de su poder" (38), no arrojó vivo al infierno al que le hirió, haciendo que abriese la tierra para que tragase al impío; sino que le amonesta y le enseña: "Si he hablado mal, da testimonio de ello; pero si bien, ¿por qué me hieres?" (39).

   Si conforme al precepto del Señor, acostumbras a considerarte como el último de todos, ¿cuándo te enfurecerás como si ultrajasen tu dignidad? Cuando te injuria un niño pequeño te causan risa sus ultrajes. Cuando un loco te dice palabras afrentosas, por más digno le tienes de compasión que de odio. No son, pues, las palabras las que suelen excitar los disgustos, sino la soberbia que se levanta contra el que nos injurió, y la estima que cada uno tiene de sí mismo. Por lo tanto, si arrojas estas dos cosas de tu alma, las injurias que vengan serán estrépitos que meten ruido en vano.

   "Deja la ira y arroja la indignación" (40), para que así evites el peligro de este vicio, "que se descubre desde los cielos, sobre toda impiedad e injusticia de los hombres" (41).

   Si con prudente determinación logras arrancar la amarga raíz de la ira, extirparás con tal comienzo muchos vicios. Porque los engaños, las sospechas, la infidelidad, la malicia, las acechanzas, la audacia, y todo el enjambre de semejantes males, son frutos de este vicio.

   Procuremos, pues, no atraernos un mal tan grande: enfermedad del alma, obscuridad de la razón, alejamiento de Dios, ignorancia de la amistad, principio de la guerra, colmo de calamidades, demonio malo que se engendra en vuestras mismas almas, y se apodera como desvergonzado huésped de nuestro interior, y cierra las puertas al Espíritu Santo. Porque donde hay enemistades, litigios, riñas, contiendas, disputas, que producen en el alma horribles desasosiegos, allí no descansa jamás el espíritu de mansedumbre.

   Obedeciendo, pues, el consejo del apóstol San Pablo, destiérrese de nosotros toda ira, indignación y gritería con toda maldad (42). Seamos afables y misericordiosos unos con otros, esperando el cumplimiento de la dichosa esperanza prometida a los mansos: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra" (43) en nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por todos los siglos. Amén.

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NOTAS

  • [1]  Prov., XV, 1.
  • [2]  Efes., IV, 51.
  • [3]  Mt., V, 23.
  • [4]  Prov., XI, 25.
  • [5]  Isaías, LVI, 10.
  • [6]  Mt., XXIII, 33.
  • [7]  Rom., XII, 17.
  • [8]  Gén., III, 19.
  • [9]  Gén., XXVIII, 27.
  • [10]  Salmo XXI, 7.
  • [11] Mt., X, 22.
  • [12]  Salmo XXXVIII, 2 y 3.
  • [13]  Job, I, 21.
  • [14]  Job, I, 21.

  • [15]  II Cor., VIII, 9.

  • [16]  Jn., VIII.

  • [17]  Jn., XVIII.

  • [18]  Mc., XV, 19; Is., L, 6.

  • [19]  Mt., XI, 7.

  • [20]  Salmo CXVIR, 60

  • [21]  II Reyes, XVI, 10.

  • [22]  Salmo CXLII, 4.

  • [23]  Salmo IV, 56.

  • [24]  Mt., V, 22.

  • [25]  Gén., III, 15.
  • [26]  Núm., XXV, 17.
  • [27]  Núm., XII, 3.
  • [28]  Exod., XXXII, 27.
  • [29]  Es decir: "Habéis consagrado hoy vuestras manos al Señor". Porque aunque en hebreo se lea llenar, bien puede traducirse por "iniciar" o "consagrado"; pues como expone Pagnino, a ninguno era lícito ejercer el cargo de sacrificar sin que llenase antes sus manos con partes de los sacrificios.
  • [30]  Exod., XXII, 29.

  • [31]  Núm., XXV, 2.

  • [32] I Reyes, XV, 33.

  • [33] O "sacerdotes de Baal", como se lee en hebreo y en la Vulgata.

  • [34] "Los sacerdotes de los bosques", o de otros dioses a quienes se ofrecían sacrificios en las selvas y bosques, como comenta el P. Comelio a Lapide. Calmet dice que eran los sacerdotes de la diosa de los bosques, es decir, de Astartés, a los cuales favorecía especialmente Jezabel.

  • [35] III Reyes, XVIII, 22-40.
  • [36]  Mc., IX, 34.
  • [37]  Jn., XVIII, 22, 24.
  • [38] Hebr., L, 3.

  • [39] Jn., XVIII, 23.

  • [40] Salmo XXXVI, 8.

  • [41] Rom., I, 18.

  • [42]  Efes., IV, 31.

  • [43] Mi., V, 4.