Magisterio de la Iglesia
San Basilio el Grande
Recogimiento-interior
(Epístola 11, 2-4)
Si alguien quiere venir en pos de mí, dice el Señor, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Para eso hay que procurar que el pensamiento se aquiete. No es posible que los ojos, si se mueven continuamente de un lado para otro, arriba y abajo, vean con claridad los objetos. Sólo cuando se fija la mirada la visión es clara. Del mismo modo, es imposible que la mente de un hombre que se deje llevar por las infinitas preocupaciones de este mundo, contemple clara y establemente la verdad. Quien no está sujeto por los lazos del matrimonio se ve turbado por ambiciones, impulsos desenfrenados y amores locos; a quien ya tiene sobre sí el vínculo conyugal, no le faltan un tumulto de inquietudes: si no tiene hijos, el anhelo de tenerlos; si los tiene, la preocupación de educarlos, el cuidado de su mujer y de la casa, el gobierno de sus criados, la tensión que los negocios traen consigo, las riñas con los vecinos, los pleitos en los tribunales, los riesgos del comercio, las fatigas de la agricultura. Cada día que alborea trae consigo particulares cuidados para el alma; y cada noche, heredera de las preocupaciones del día, inquieta el ánimo con los mismos pensamientos.
Hay un solo camino para liberarse de estos afanes: aislarse. Pero esta separación no consiste en estar físicamente fuera del mundo, sino en aliviar el ánimo de sus lazos con las cosas corporales, estando desprendido de la patria, de la casa, de las propiedades, de los amigos, de las posesiones, de la vida, de los negocios, de las relaciones sociales, del conocimiento de las ciencias humanas; y preparándose para recibir en el corazón las huellas de la enseñanza divina. Esta preparación se alcanza despojando el corazón de lo que, a causa de un hábito malo y muy enraizado, lo monopoliza. No es posible escribir sobre la cera si no se borran los caracteres precedentes; tampoco se pueden imprimir en el alma las enseñanzas divinas, si antes no desaparecen las costumbres que estaban.
El recogimiento procura grandes ventajas. Adormece nuestras pasiones, y otorga a la razón la posibilidad de desarraigarlas completamente. ¿Cómo se puede vencer a las fieras, sino con la doma? Así la ambición, la ira, el miedo y la ansiedad, pasiones nocivas del alma, cuando se aplacan con la paz privándolas de continuos estímulos, pueden ser derrotadas más fácilmente.
El ejercicio de la piedad nutre el alma con pensamientos divinos. ¿Qué cosa más estupenda que imitar en la tierra al coro de los ángeles? Disponerse para la oración con las primeras luces del día, y glorificar al Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luce en lo alto, lleno de esplendor y de luz, acudir al trabajo, mientras la oración nos acompaña a todas partes, condimentando las obras—por decirlo de algún modo—con la sal de las jaculatorias. Así tenemos el ánimo dispuesto para la alegría y la serenidad. La paz es el principio de la purificación del alma, porque ni la lengua parlotea palabras humanas, ni los ojos se detienen morosamente a contemplar los bellos colores y la armonía de los cuerpos, ni el oído distrae la atención del alma en escuchar los cantos compuestos para el placer o palabras de hombres, que es lo que más suele disipar al alma. La mente no se dispersa hacia el mundo exterior. Si no es llevada por los sentidos a derramarse sobre el mundo, se retira dentro de sí misma, y de allí asciende hasta poner el pensamiento en Dios (...). Entonces, libre de preocupaciones terrenas, pone toda su energía en la adquisición de los bienes eternos. ¿Cómo podrían alcanzarse la sabiduría y la fortaleza, la justicia, la prudencia y todas las demás virtudes que señalan al hombre de buena voluntad el modo más conveniente de cumplir cada acto de la vida?
La vía maestra para descubrir nuestro camino es la lectura frecuente de las Escrituras inspiradas por Dios. Allí, en efecto, se hallan todas las normas de conducta. Además, la narración de la vida de los hombres justos, transmitida como imagen viva del modo de cumplir la voluntad de Dios, se nos pone ante los ojos para que imitemos sus buenas acciones. Y así cada uno, considerando aquel aspecto de su carácter que más necesita de mejora, encuentra la medicina capaz de sanar su enfermedad, como en un hospital abierto a todos.
El que desea la continencia, medita largamente la historia de José y aprende de él a vivir la templanza, pues se da cuenta de que José no sólo fue continente, sino que estuvo dispuesto a ejercitar la virtud en todo, gracias a un hábito bien radicado. Se aprende la valentía de Job, cuando las circunstancias de su vida cambiaron radicalmente, y de un solo golpe dejó de ser rico para convertirse en pobre, y siendo padre de una familia feliz, se encontró de repente sin hijos. Entonces, no sólo permaneció constante manteniendo siempre el sentido sobrenatural, sino que ni siquiera se enfadó contra los amigos que, pretendiendo consolarle, le insultaban, haciendo más intenso su dolor.
Cuando alguien desea ser manso y magnánimo al mismo tiempo, y así manifestar intransigencia contra los errores y comprensión con los hombres, encontrará que David era valeroso en las nobles empresas de la guerra, pero dulce y manso en el trato con los enemigos. Así era también Moisés, cuando se encolerizaba grandemente con las ofensas de los que pecaban contra Dios, y soportaba serenamente las calumnias dirigidas a él mismo.
(...) Las oraciones, en fin, además de la lectura, hacen el ánimo más joven y más maduro, ya que le mueven al deseo de poseer a Dios. Es bonita la oración que hace más presente a Dios en el alma. Precisamente en esto consiste la presencia de Dios: en tener a Dios dentro de sí mismo, reforzado por la memoria. De este modo nos convertimos en templo de Dios: cuando la continuidad del recuerdo no se ve interrumpida por preocupaciones terrenas, cuando la mente no es turbada por sentimientos fugaces, cuando el que ama al Señor está desprendido de todo y se refugia sólo en Dios, cuando rechaza todo lo que incita al mal y gasta su vida en el cumplimiento de obras virtuosas.