Magisterio de la Iglesia

San Cipriano de Cartago

I. El hombre nuevo.

De Dios viene la fuerza para vivir santamente

   Cuando yo me encontraba sumido en las tinieblas y en la noche cerrada bamboleándome y fluctuando en el mar agitado del mundo, lleno de dudas en pos de señales perdedoras, ignorante de mi propia vida, extraño a la verdad y a la luz, me parecía que según era en aquel momento mi modo de vida había de serme sumamente difícil y duro lo que la misericordia divina me prometía para mi salvación, a saber, poder renacer de nuevo y con el lavatorio del agua salvadora comenzar una nueva vida, deshaciéndome de todo lo de antes y cambiar el modo de sentir y de entender del hombre, aunque el cuerpo permaneciera el mismo. ¿Cómo puede ser posible, me decía, una conversión tan grande, por la que de repente y en un momento se despoje uno de aquellas cosas congénitas que han adquirido la solidez de la misma naturaleza, o de aquellas cosas adquiridas desde largo tiempo y que han arraigado y envejecido con los años? Estas cosas están sólidamente arraigadas, con raíces sólidas y profundas. ¿Cuándo aprenderá la templanza el que ya está acostumbrado a las buenas cenas y a los grandes banquetes? El que solía brillar por su elegancia, vestido ricamente de oro y púrpura, ¿cuándo podrá ponerse el vestido sencillo del pueblo? El que tenía sus delicias en los honores y dignidades, no puede permanecer como simple privado y sin gloria. El que iba siempre rodeado de una piña de clientes y se sentía honrado con su numeroso séquito y su escuadrón de servidores, piensa ser un castigo el tener que andar solo. Se han hecho imprescindibles los tenaces estímulos a que uno se había acostumbrado: el animarse con el vino, hincharse con la soberbia, inflamarse de ira, preocuparse por la rapacidad, excitarse con la crueldad, deleitarse en la ambición, entregarse al placer.

   Esto pensaba yo muchas veces dentro de mi, pues yo mismo me encontraba enredado en los muchos errores de mi vida anterior, y no pensaba que pudiera llegar a despojarme de ellos... Pero cuando la suciedad de mi vida anterior fue lavada por medio del agua regeneradora, una luz de arriba se derramó en mi pecho ya limpio y puro. Después que hube bebido del Espíritu celeste, me encontré rejuvenecido con un segundo nacimiento y hecho un hombre nuevo: de manera milagrosa desaparecieron de repente las dudas, se abrió la cerrazón, se iluminaron las tinieblas, se hizo posible lo que antes parecía imposible... Reconocí que mi anterior vida carnal y entregada al pecado era cosa de la tierra, mientras que la que ya había empezado a vivir del Espiritu Santo era cosa de Dios... El alabarse a si mismo es odiosa soberbia, pero no es soberbia, sino agradecimiento, el proclamar lo que se atribuye, no al esfuerzo del hombre, sino al don de Dios. El dejar de pecar es cosa de Dios, mientras que el anterior pecado era cosa del error humano. Nuestro poder, repito, todo nuestro poder, es cosa de Dios. De él es nuestra vida, de él nuestra fuerza, de éI tomamos y asimilamos nuestra vitalidad por la que, estando todavía en este mundo, reconocemos los signos de las cosas futuras (1).

La persecución es una purificación de la vida cristiana.

   El Señor ha querido poner a prueba a sus hijos. Una larga paz había corrompido en nosotros las enseñanzas que el mismo Dios nos había dado, y tuvo que venir la reprensión del cielo para levantar la fe que se encontraba decaída y casi diría aletargada; y aunque nuestros pecados merecían mayor severidad, el Dios piadosisimo ha ordenado de tal manera todas las cosas, que todo lo que ha acontecido parece ser más una prueba que una persecución. Cada uno se preocupaba de aumentar su hacienda, y olvidándose de su fe y de lo que antes se solía practicar en tiempo de los apóstoles y que siempre deberían seguir practicando, se entregaban con codicia insaciable y abrasadora a aumentar sus posesiones. En los sacerdotes ya no había religiosa piedad, no había aquella fe íntegra en el desempeño de su ministerio, aquellas obras de misericordia, aquella disciplina en las costumbres. Los hombres se corrompían cuidando de su barba, las mujeres preocupadas por su belleza y sus maquillajes: se adulteraba la forma de los ojos, obra de las manos de Dios; los cabellos se teñían con colores falsos. Con astutos fraudes se engañaba a los sencillos, y con intenciones torcidas se abusaba de los hermanos. Se concertaban matrimonios con los infieles, y se prostituían a los gentiles los miembros de Cristo. No sólo se juraba temerariamente, sino que se perjuraba; se despreciaba a los superiores con hinchada soberbia, se blasfemaba con lengua venenosa, se desgarraban unos a otros con odios pertinaces. Muchos obispos, que debían ser ejemplo y exhortación para los demás, se olvidaban de su divino ministerio, y se hacían ministros de los poderosos del siglo: abandonaban su sede. dejaban destituido a su pueblo, recorriendo las provincias extranjeras siguiendo los mercados en busca de negocios lucrativos, con ansia de poseer abundancia de dinero mientras los hermanos de sus iglesias padecían hambre; se apoderaban de haciendas con fraudes y ardides, y aumentaban sus intereses con crecida usura... Nosotros, al olvidarnos de la ley que se nos había dado, hemos dado con nuestros pecados motivo para lo que ocurre: ya que hemos despreciado los mandamientos de Dios, somos llamados con remedios severos a que nos enmendemos de nuestros delitos y demos muestra de nuestra fe. Por lo menos, aunque sea tarde, nos hemos convertido al temor de Dios, dispuestos a sufrir con paciencia y fortaleza esta amonestación y prueba que de Dios nos viene... (2)

Sólo con una verdadera penitencia se alcanza el perdón del Señor.

   Ha brotado, hermanos amadísimos, un nuevo género de estrago. Como si hubiera sido poco cruel la tormenta de la persecución, se ha añadido como colmo de males una blandura engañosa y destructora que se presenta bajo el titulo de misericordia. Contra el vigor del evangelio, contra la ley de Dios y del Señor, la audacia de algunos concede laxamente la comunión a los incautos, como una paz nula y falsa, llena de peligros para los que la otorgan, y de ningún provecho para los que la reciben. No buscan la penitencia que restablece la salud, ni la verdadera medicina que está en la satisfacción. La penitencia queda excluida de los corazones, borrándose la memoria de un delito gravísimo y supremo. Se encubren las heridas de los moribundos y la llaga mortal latente en lo más profuso de las entrañas se tapa con un falso dolor. Los que vuelven de los altares del diablo, se acercan al santuario del Señor con sus manos sucias e infectas de los olores, casi eructando todavía los manjares mortíferos de los ídolos: sus fauces despiden todavía ahora el aliento de un crimen, precipitándose sobre el cuerpo del Señor cuando su respiración huele todavía a aquellos contagios funestos... Antes de que hayan expiado sus delitos, antes de que hayan hecho confesión de su pecado, antes de que su conciencia haya sido purificada con el sacrificio y con la mano del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Dios indignado y amenazante, se hace violencia a su cuerpo y a su sangre, cometiendo entonces con sus manos y con su boca un crimen contra el Señor, mayor que el que cometieron cuando le negaron. No es aquello paz, sino guerra: no se adhiere al evangelio el que se separa de la Iglesia... Nadie se engañe, nadie se deje sorprender. Sólo el Señor puede perdonar. Sólo él puede dar el perdón de los pecados que se han cometido contra él: él, que cargó con nuestros pecados, que padeció por nosotros, que fue entregado por Dios para nuestros pecados. No puede estar el hombre por encima de Dios, ni puede el esclavo perdonar o conceder indulgencia de los delitos graves cometidos contra su Señor, no sea que al que ha caído se le añada el pecado de no entender lo que está predicho: «Maldito el hombre que pone su esperanza en otro hombre» (Jer 17, 5). Al Señor se ha de rogar, el Señor ha de ser aplacado con nuestra satisfacción, pues él dijo que negaría al que le negase, y que sólo él recibió del Padre el poder de juzgar a todos. Ciertamente creemos que los méritos de los mártires y las obras de los justos tienen mucho poder ante este juez: pero esto será cuando venga el día del juicio, cuando después del ocaso de este mundo su pueblo se presente ante su tribunal (3).

II. La Iglesia.

La unidad de la Iglesia

   Los manuscritos ofrecen dos versiones del pasaje siguiente: una de ellas insiste más directamente sobre la unión con el primado de Pedro como principio de unidad de la Iglesia, mientras que la otra parece recomendar la unidad en sí misma sin tan directa relación con el primado. Por mucho tiempo existió la sospecha de que el texto que favorecía más al primado de Pedro era un texto manipulado por alguien interesado en la exaltación del primado romano. Sin embargo, la crítica más reciente parece concluir que probablemente ambas versiones pertenecen al mismo san Cipriano: la primera sería la versión original de Cipriano tal como escribió su tratado enviándolo a Roma para ayudar a combatir el cisma por el que Novaciano intentaba oponerse al legitimo obispo de Roma: de ahí la insistencia en la unión con la sede de Pedro. La otra versión sería la que el mismo Cipriano puso en circulación por África después de sus disensiones con el papa Esteban acerca del rebautismo de los herejes. Con todo, ni una ni otra parecen apoyar la preeminencia del obispo de Roma sobre los demás, sino más bien la autoridad apostólica de cada uno de los obispos en sus Iglesias en cuanto que son participantes de la única autoridad que el Señor confirió a Pedro sobre la única Iglesia.

   Dice el Señor a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...» (/Mt/16/18). Sobre uno solo edifica el Señor su Iglesia, y aunque a todos los apóstoles les atribuye una potestad igual, con todo establece una única cátedra y un solo principio de unidad con la autoridad de su palabra. Ciertamente los demás apóstoles eran lo que era Pedro, pero el primado es dado a Pedro a fin de que quedase patente que hay una sola Iglesia y una sola cátedra. Todos son pastores, pero queda patente que uno solo es el rebaño, que es apacentado por todos los apóstoles con unanimidad de sentimientos... El que abandona esta cátedra de Pedro, sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿puede creer que está todavía en la Iglesia? ¿El que se rebela contra la Iglesia y se opone a ella, puede pensar que está en ella? El mismo apóstol Pablo enseña idéntica doctrina declarando el misterio de la unidad con estas palabras: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, una sola esperanza en vuestra vocación, un solo Señor, una fe, un bautismo, un solo Dios» (ce Ef 4, 4). Esta unidad hemos de mantener y vindicar particularmente aquellos que estamos al frente de la Iglesia como obispos, mostrando con ello que el mismo episcopado es uno e indiviso.

   Nadie engañe a los hermanos con falsedades; nadie corrompa la verdad de nuestra fe con desleal prevaricación: el episcopado es uno, y cada uno de los que lo ostentan tiene una parte de un todo sólido; la Iglesia es una, aunque al crecer por su fecundidad se extienda hasta formar una pluralidad. El sol tiene muchos rayos, pero su luz es una; muchas son las ramas de un árbol, pero uno es el tronco, bien fundado sobre sólidas raíces; muchos son los arroyos que fluyen de la fuente, pero aunque la abundancia del caudal parezca difundirse en pluralidad, se mantiene la unidad en el origen. Si separas un rayo del cuerpo del sol, la unidad no permitirá que se divida la luz; si rompes una rama del árbol, ya no podrá brotar una vez rota; si cortas el arroyo de la fuente, se seca al punto. De la misma manera la Iglesia, compenetrada de la luz del Señor, lanza sus rayos por todo el mundo: pero una misma es la luz que se esparce por todas partes, ni sufre división la unidad del cuerpo total. Ella, con su fértil abundancia, extiende sus ramas sobre toda la tierra, y generosamente derrama a lo lejos los arroyos que de ella fluyen: sin embargo, una es su cabeza, uno es su origen, una es la madre abundante en frutos de fertilidad: de su vientre nacemos, de su leche nos alimentamos, su aliento es el que nos da la vida.

   La que es esposa de Cristo, no puede cometer adulterio, sino que permanece íntegra y casta. No conoce más que una casa, y guarda con casto pudor la santidad de un solo tálamo. Ella nos guarda para Dios, ella nos inscribe en el reino de los hijos que ella ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia, se une a una adúltera, se separa de las promesas de la Iglesia, es un extraño, un excomulgado, un enemigo. No llegará a los premios de Cristo el que abandona la Iglesia de Cristo. No puede tener a Dios por padre el que no tiene a la Iglesia por madre. Tanto puede uno pretender salir a salvo fuera de la Iglesia, cuanto podía uno salvarse fuera del arca de Noé. Así nos lo avisa el Señor diciendo: «El que no está conmigo está contra mi, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12, 30). El que rompe la paz y la concordia de Cristo, lucha contra Cristo... El que no guarda aquella unidad, no guarda la ley de Dios, no guarda la fe del Padre y del Hijo, no conserva la vida y la salvación (4).

   En cuanto a la persona de Novaciano, sobre el que me pediste que te escriba cuál es la herejía que ha introducido, has de saber en primer lugar que nosotros ni debemos tener curiosidad de saber qué es lo que él enseña, toda vez que enseña fuera de la Iglesia. Quienquiera y comoquiera que sea, no es cristiano el que no está en la Iglesia de Cristo. Aunque ande orgulloso y predique con voces altaneras su filosofía o su retórica, el que no guarda la caridad fraterna y la unidad eclesiástica ha perdido incluso lo que antes era. A no ser que tengas por obispo al que por maquinación se esfuerza en que los desertor'es le hagan obispo, habiendo en la Iglesia otro obispo consagrado por dieciséis de sus colegas. Habiendo sido establecida por Cristo una sola Iglesia por todo el mundo, dividida en muchos miembros, también el episcopado es uno, extendido sobre muchos obispos en concorde pluralidad (episcoporum multorum concordi numerositate diffusus). Pero él, una vez que ya existe la tradición divina, una vez que se da la unidad de la Iglesia católica bien trabada y aunada, que se esfuerce por hacer una iglesia humana y por enviar a numerosas ciudades esos nuevos apóstoles suyos, colocando así esta especie de fundamentos recientes de su institución. Estando ya previamente consagrados obispos en todas las provincias y ciudades, hombres de edad provecta, íntegros en la fe, probados en la adversidad, perseguidos en la persecución, que tenga él la audacia de crear por encima de ellos otros pseudo-obispos... (5).

Una sola Iglesia
(Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 4-6)

   Habló el Señor a Pedro de esta manera: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno nada podrán contra Ella. Y te daré a ti las llaves del reino de los cielos, y lo que atares sobre la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares sobre la tierra será también desatado en el cielo (Mt 16, 18-19). Otra vez, después de resucitado, le dijo: apacienta mis ovejas (Jn 21, 47). Edifica su Iglesia sobre uno solo y le ordena apacentar a sus ovejas. Y aunque después de resucitar otorga el mismo poder a todos los Apóstoles, cuando les dice: como el Padre me envió, así os envío Yo a vosotros; recibid el Espíritu Santo, y a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; mas a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20, 21-23); sin embargo, para manifestar la unidad estableció una sola cátedra, y con su autoridad decidió que el origen de la unidad estuviese en uno solo.

   Cierto que los demás Apóstoles eran lo mismo que Pedro, y estaban dotados -como él- de la misma dignidad y poder; pero el principio nace de la unidad, y se le otorga el primado a Pedro para manifestar que es una la Iglesia y una la cátedra de Jesucristo. También son todos pastores y, a la vez, uno solo es el rebaño, que debe ser apacentado por todos los Apóstoles de común acuerdo, para mostrar que es única la Iglesia de Cristo.

   Esta unidad de la Iglesia está prefigurada por la persona de Cristo en el Cantar de los Cantares, cuando el Espíritu Santo dice: una sola es mi paloma, mi hermosa, única es para su madre, la elegida de ella (Cant 6, 8). Quien no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿piensa acaso que conserva la fe? Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que se halla en la Iglesia? El santo Apóstol Pablo enseña esto mismo y declara el misterio de la unidad con estas palabras: un solo cuerpo y un solo espíritu, una sola esperanza de vuestra vocación, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios (Ef 4, 4-6).

   Debemos mantener y defender con toda energía esta unidad, especialmente los obispos, que hemos sido puestos al frente de la Iglesia, para probar que el mismo episcopado es uno e indivisible. Nadie engañe con mentiras a los hermanos, nadie corrompa la pureza de la fe con una pérfida prevaricación. Como el episcopado es único, y cada uno participa de él por entero, así es única la Iglesia, que se extiende sobre muchos por el crecimiento de su fecundidad. Muchos son los rayos del sol, pero una sola es la luz; muchas son las ramas del árbol, pero uno solo es el tronco clavado en la tierra con fuerte raíz; y cuando de un solo manantial fluyen muchos arroyos, aunque aparezcan muchas corrientes desparramadas por la abundancia de las aguas, con todo una sola es la fuente en su origen. Si separas un rayo de la masa del sol, no subsiste la luz a causa de la separación; si cortas la rama del árbol, no podrá germinar la rama cortada; si atajas el arroyo aislándolo de la fuente, se secará. Del mismo modo la Iglesia del Señor esparce sus rayos, difundiendo la luz por todo el mundo; y esa luz que se esparce por todas partes es, sin embargo, una, y no se divide la unidad de su masa. Extiende sus ramos frondosamente por toda la tierra, y sus arroyos fluyen con abundancia en todas direcciones. Con todo, uno solo es el principio y la fuente, y una sola la madre exuberante de fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, de su espíritu vivimos.

   La Esposa de Cristo no puede ser adúltera, pues es incorruptible y pura. Sólo una casa conoce, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo con pudor casto. Ella nos conserva para Dios y destina para el reino a los hijos que ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se aleja de sus promesas y no conseguirá las recompensas de Cristo. El que abandona la Iglesia de Cristo es un extraño, un profano, un enemigo. No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre.

   Si alguien pudo salvarse fuera del arca de Noé, entonces lo podrá también quien estuviere fuera de la Iglesia. Nos lo advierte el Señor cuando dice: el que no está conmigo, está contra mi; y el que no recoge conmigo, desparrama (Jn 10, 30). Quien rompe la paz y la concordia de Cristo está contra Cristo. Quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de Cristo. Dice el Señor: Yo y el Padre somos una sola cosa (Jn 10, 30); y también está escrito del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: estos tres son una sola cosa (I Jn 5, 8). ¿Y piensa alguno que esta unidad que procede del poder de Dios, que se halla firmemente asegurada por los misterios celestiales, puede romperse en la Iglesia y escindirse por la discusión y el choque de voluntades? Quien no mantiene esta unidad, no cumple la ley de Dios, no guarda la fe en el Padre y en el Hijo, no obtiene la vida y la salvación.

La Iglesia, constituida sobre los obispos.

   El Señor nuestro, cuyos mandatos debemos reverenciar y guardar, al regular la posición del obispo y la estructura de la Iglesia habla en el Evangelio y dice a Pedro: <<Tú eres Pedro...» (Mt 16, 18-19). En virtud de esto, a lo largo de los tiempos va continuándose la sucesión de los obispos y la administración de la Iglesia, de suerte que la Iglesia siempre esté establecida sobre los obispos, y todo acto de la Iglesia sea dirigido por estos prepósitos (ut ecclesia super episcopos constituatur et omnis actus ecclesiae per eosdem praepositos gubernetur). Estando esto fundado en la ley divina, me maravilla que algunos. con audacia temeraria, hayan intentado escribirme presentando su carta en nombre de la Iglesia, siendo así que la Iglesia está constituida por el obispo, el clero y todos los fieles (quando ecclesia in episcopo et clero et in omnibus stantibus sit constituta). Lejos de nosotros, y no lo permita la misericordia y el poder invencible de Dios, que la Iglesia se diga ser el conjunto de los herejes, ya que está escrito: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 17, 10). Ciertamente queremos que todos vuelvan a la vida, y con nuestras oraciones y gemidos rogamos que vuelvan a su primer estado. Pero si algunos quieren ser la Iglesia, y si la Iglesia está entre ellos y la forman ellos, ¿qué remedio nos queda sino que nosotros les roguemos a ellos que se dignen admitirnos en la Iglesia? Conviene pues que sean sumisos, pacíficos y modestos aquellos que, conscientes de su pecado, han de hacer penitencia ante Dios. Y no han de escribir cartas en nombre de la Iglesia, constándoles que son ellos más bien los que escriben a la Iglesia (6).

El Espíritu Santo en la Iglesia. 

   En la casa de Dios, en la Iglesia de Cristo, se habita por la unanimidad, se persevera por la concordia y la simplicidad. Y por esta razón vino el Espiritu Santo en forma de paloma: ésta es un animal sencillo y alegre, sin amargor de hiel, que no muerde con malicia, ni araña violentamente con las uñas, sino que ama la hospitalidad que le dan los hombres y se siente vinculado a una sola morada; cuando engendra hijos, todos ven la luz a la vez; cuando vuelan, lo hacen todas juntas; hacen su vida en convivencia común y tienen el beso de la boca como señal de la concordia y la paz, de suerte que en todos los detalles cumplen la ley de la unanimidad. Tal es la simplicidad que hay que procurar sea patente en la Iglesia; tal es la caridad que hay que conseguir: el amor fraterno ha de imitar al de las palomas, y la mansedumbre y la suavidad han de ser semejantes a las de los corderos y ovejas. ¿Qué sentido tiene en un pecho cristiano la ferocidad del león, o la rabia del perro, o el veneno mortífero de la serpiente, o la sangrienta crueldad de las fieras? Nos hemos de alegrar cuando los tales se separan de la Iglesia, ya que así las ovejas de Cristo no recibirán el contagio de su maligno veneno. Es imposible que coexistan y se confundan la amargura y la dulzura, la tiniebla y la luz, la tormenta y el tiempo sereno, la guerra y la paz, la fecundidad y la esterilidad, los manantiales y las sequías, la tempestad y la calma. No piense nadie que los buenos puedan salirse de la Iglesia: al trigo no se lo lleva el viento, y la tempestad no arranca al árbol arraigado con sólida raíz. A éstos incrimina y ataca el apóstol Juan cuando dice: «Se marcharon de nosotros, pero es que no eran de los nuestros: porque si hubiesen sido de los nuestros, se habrían quedado con nosotros» (/1Jn/02/19). De ahí nacieron y nacen a menudo las herejías: de una mente retorcida, que no tiene paz; de una perfidiosa discordia que no guarda la unidad... (7).

Hay que guardar las tradiciones apostólicas.

   Con toda diligencia hay que guardar la tradición divina y las prácticas apostólicas, y hay que atenerse a lo que se hace entre nosotros que es lo que se hace casi en todas las provincias del mundo, a saber, que para hacer una ordenación bien hecha, los obispos más próximos de la misma provincia se reúnan con el pueblo al frente del cual ha de estar el obispo ordenando, y éste se elija en presencia del pueblo, ya que éste conoce muy bien la vida de cada uno y ha podido observar por la convivencia el proceder de sus actos. Así vemos que se hizo también entre vosotros en la ordenación de nuestro colega Sabino: se le confirió el episcopado y se le impusieron las manos para que sustituyera a Basilides por el sufragio de toda la comunidad de hermanos y el de los obispos que estuvieron presentes y el de los que os enviaron su voto por carta. No puede invalidar esta ordenación jurídicamente bien hecha el que Basilides, después que sus crímenes quedaron patentes y que él mismo confesó su culpa, fuera a Roma y engañase a nuestro colega Esteban —que reside lejos y no tenía conocimiento de los hechos ni de la verdad—, a fin de conseguir que fuera injustamente repuesto en el episcopado del que con justicia había sido desposeído. Esto sólo significa que los crímenes de Basilides no sólo no han sido borrados, sino que se han aumentado, puesto que a sus faltas anteriores se ha añadido el crimen de engaño e impostura. No hay que culpar tanto a aquel que por descuido se dejó sorprender cuanto hay que anatematizar a éste que lo sorprendió con sus fraudes. Pero si Basilides pudo sorprender a los hombres, no puede sorprender a Dios, pues está escrito que «de Dios nadie se burla» (Gál 6, 7) (8).

Sobre la legitimidad de la apelación a Roma.

   Ellos no tuvieron bastante con apartarse del Evangelio, con arrancar a los herejes la esperanza del perdón y la penitencia, con apartar de todo sentimiento y fruto de penitencia a los enredados en robos, o manchados con adulterios, o contaminados con el funesto contagio de los sacrificios, de suerte que éstos ya no ruegan a Dios ni confiesan sus pecados en la Iglesia; no se contentaron con constituir fuera de la Iglesia y contra la Iglesia un conventículo de facción corrompida, al que pudieran acogerse la caterva de los que tienen mala conciencia y no quieren ni rogar a Dios ni hacer penitencia. Después de todo esto, todavía, habiéndose dado un falso obispo, creación de los herejes, han tenido la audacia de hacerse a la vela y de llevar cartas de parte de los cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro, a la Iglesia principal de la que brotó la unidad del sacerdocio (ad ecclesiam principalem unde unitas sacerdotalis exorta est); y nisiquiera pensaron que aquellos son los mismos romanos cuya fe alabó el Apóstol cuando les predicó, a los que no debería tener acceso la perfidia. ¿Por qué fueron allá a anunciar que había sido creado un pseudo-obispo contra los obispos?

   Porque, o se sienten satisfechos de lo que hicieron y con ello perseveran en su crimen, o se arrepienten y se retractan y ya saben adónde han de volver. Porque fue establecido por todos nosotros que es cosa a la vez razonable y justa que la causa de cada uno se trate allí donde se cometió el crimen y que cada uno de los pastores tenga adscrita una porción de la grey, que cada uno ha de regir y gobernar dando cuenta de sus actos al Señor.

   Por tanto, los que son nuestros súbditos, no han de andar de acá para allá, ni han de lacerar la coherente concordia de los obispos con su audacia astuta y engañosa, sino que han de defender su causa allí donde pueda haber acusadores y testigos de su crimen. A no ser que se crea que la autoridad de los obispos establecidos en África es demasiado pequeña para esos pocos desesperados y pervertidos.

   Aquellos ya los juzgaron, y ya condenaron poco ha su conciencia, enredada en muchos criminales enredos (9).

Cipriano y el Papa Esteban.

   ...Te envío una copia de la respuesta de Esteban, nuestro hermano. Con su lectura te persuadirás cada vez más del error de aquel que se esfuerza por defender la causa de los herejes contra los cristianos y contra la Iglesia de Dios. Porque, entre otras expresiones soberbias, o que no tienen que ver con la cuestión, o que son contradictorias entre si, que él escribió con ignorancia e imprudencia, añade todavía lo siguiente: «En el caso de cualesquiera que de cualquier herejia vengan a vosotros, no se introduzca innovación, sino seguid la tradición. Imponedles las manos para recibir la penitencia, ya que los mismos herejes, cuando se pasan de unos a otros entre si, no se bautizan propiamente, sino que sólo se conceden la comunión.»

   Prohíbe que se bauticen «de cualquier herejía que vengan»: esto es, juzga que los bautismos de todos los herejes son justos y legítimos.

   Y puesto que cada herejía tiene su bautismo peculiar y sus pecados propios, éste, al entrar en comunión con el bautismo de todos carga en bloque sobre su espalda los pecados de todos. Manda además «que no se introduzca innovación alguna, sino se siga la tradición»: como si introdujera innovación el que, defendiendo la unidad, defiende el único bautismo en la única Iglesia, y no más bien el que olvidando la unidad hace uso de la mentira y la peste de la inmersión profana. «No se introduzca innovación alguna —dice— sino se siga la tradición.» ¿De dónde viene tal tradición? ¿Acaso de la autoridad del Señor y del Evangelio, o de las ordenaciones y cartas de los apóstoles? Dios declara y advierte a Jesús de Navé que lo que hay que hacer es lo que está escrito, cuando dice (Jos 1, 8): «Que este libro de la ley no se aparte de tu boca: meditarás sobre él de día y de noche, para que tengas el cuidado de hacer todo lo que en él está escrito.» Asimismo, el Señor, al enviar a sus apóstoles les encarga bautizar a las gentes y enseñarles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 20). Asi pues, si se manda en el Evangelio, o se contiene en las cartas o Hechos de los apóstoles que los que vengan de cualquier herejía no sean bautizados, sino que se les impongan sólo las manos para recibir la penitencia, que se observe esta tradición santa y divina. Pero si en todas partes los herejes no se nombran sino como enemigos y anticristos, si son declarados vitandos «perversos y condenados por boca propia» (Tit 3, 11), ¿por qué creen algunos que nosotros no los hemos de condenar, teniendo claro testimonio apostólico de que ellos mismos ya se han condenado? Nadie ha de infamar a los apóstoles, como si ellos hubiesen aprobado el bautismo de los herejes, o hubiesen entrado en comunión con ellos sin el bautismo de la Iglesia; porque tales cosas escribieron los apóstoles acerca de los herejes, y esto cuando todavía no habían surgido las pestes heréticas más agudas, ni el póntico Marción había surgido de las aguas del Ponto...

   ...¡Magnifica realmente y legítima es la tradición que nos propone como maestro nuestro hermano Esteban, avalada por una autoridad suficiente! Porque en el mismo pasaje de su carta añade como complemento: «Ya que los mismos herejes, cuando se pasan de unos a otros entre si, no se bautizan propiamente, sino que sólo se conceden la comunión.» Tal es el colmo de males en que ha caído la Iglesia de Dios y la Esposa de Cristo: ella se acomoda a los ejemplos de los herejes; en la celebración de los sacramentos celestes, la luz va a aprender de las tinieblas, y los cristianos hacen lo que los anticristos. ¡Qué ceguera mental, qué perversión supone no querer reconocer la unidad de la fe que viene de Dios Padre, y de nuestro Señor Jesucristo, y de la tradición de nuestro Dios! Porque si precisamente no está la Iglesia en los herejes por el hecho de que ella es una y no puede dividirse, y si precisamente no está el Espiritu Santo con ellos, porque es uno y no puede estar entre los profanos y extraños, tampoco el bautismo, que tiene esencialmente la misma unidad, no puede estar entre los herejes, ya que no puede separarse ni de la Iglesia ni del Espíritu Santo... (10).

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