Magisterio de la Iglesia

San Cipriano de Cartago

III. La eucaristía (11)

   Algunos, por ignorancia o por inadvertencia, al consagrar el cáliz del Señor y al administrarlo al pueblo no hacen lo que hizo y enseñó a hacer Jesucristo Señor y Dios nuestro, autor y maestro de este sacrificio... Ahora bien, cuando Dios inspira y manda alguna cosa, es necesario que el siervo fiel obedezca al Señor, manteniéndose libre de culpa delante de todos en no arrogarse nada por su cuenta, pues ha de temer no sea que ofenda al Señor si no hace lo que está mandado... Al ofrecer el cáliz ha de guardarse la tradición del Señor, ni hemos de hacer nosotros otra cosa más que la que el Señor hizo primeramente por nosotros, a saber, que en el cáliz que se ofrece en su conmemoración se ofrezca una mezcla de agua y vino... No puede creerse que está en el cáliz la sangre de Cristo, con la cual hemos sido redimidos y vivificados, si no hay en el cáliz el vino por el que se manifiesta la sangre de Cristo...

   Vemos el misterio (sacramentum) del sacrificio del Señor prefigurado en el sacerdote Melquisedec, según el testimonio de la Escritura cuando dice: «Y Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino», siendo sacerdote del Dios altísimo, y bendijo a Abraham (cf. Gén 14, 18). Ahora bien, que Melquisedec fuera figura de Cristo lo declara el Espíritu Santo en los salmos, cuando el Padre dice al Hijo: «Yo te engendré antes de la estrella de la mañana: tú eres sacerdote según el orden de Melquisedec» (Sal 109, 3-4). Este orden procede y desciende evidentemente de aquel sacrificio, por el hecho de que Melquisedec fue sacerdote del Dios altísimo, y de que ofreció pan y vino y bendijo a Abraham. En efecto, ¿qué sacerdote del Dios altísimo lo es más que nuestro Señor Jesucristo, quien ofreció a Dios Padre un sacrificio, el mismo sacrificio que había ofrecido Melquisedec, a saber, pan y vino, es decir, su cuerpo y su sangre?...

   Puesto que Cristo nos llevaba en sí a todos nosotros, ya que hasta llevaba nuestros pecados, vemos que el agua representa al pueblo, mientras que el vino representa la sangre de Cristo. Así pues, cuando en el cáliz se mezclan el agua y el vino, el pueblo se une con Cristo, y la multitud de los creyentes se une y se junta a aquel en quien cree. Esta unión y conjunción de agua y vino en el cáliz del Señor hace una mezcla que ya no puede deshacerse. Por esto la Iglesia, es decir la multitud que está constituida en Iglesia y persevera fiel y firmemente en su fe no podrá por nada ser separada de Cristo, ni nada podrá hacer que no permanezca adherida a él e indivisa en el amor. Por esto al consagrar el cáliz del Señor no se puede ofrecer ni agua sola ni vino solo: si uno ofrece solo vino, se hará presente la sangre de Cristo sin nosotros; si sólo hay agua, se hará presente el pueblo sin Cristo. En cambio, cuando se mezclan ambas cosas hasta formar un todo sin distinción y perfectamente uno, entonces se consuma el misterio (sacramentum) celestial y espiritual...

   Dice el Señor: «El que quebrantare uno de estos mandamientos mínimos y enseñare a hacerlo a los hombres, será llamado el más pequeño en el reino de los cielos» (Mt 5, 19): ahora bien, si no se pueden quebrantar ni los mínimos mandamientos del Señor, cuánto más esos que son tan grandes, tan importantes, que tocan tan de cerca al misterio de la pasión del Señor y de nuestra redención no podrán quebrantar ni cambiar lo que en ellos hay de institución divina por institución humana alguna. Si Cristo Jesús, Dios y Señor nuestro es él mismo el sumo sacerdote de Dios Padre, y se ofreció el primero a sí mismo en sacrificio al Padre, y mandó que esto se hiciera en memoria de él, tendrá realmente las veces de Cristo aquel sacerdote que imita lo que Cristo hizo, y ofrecerá un sacrificio verdadero y pleno en la Iglesia a Dios Padre cuando se ponga a hacer la oblación tal como vea que la hizo Cristo... (12)

IV. El sentido de nuestra oración.

   Decimos «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», no para que Dios haga lo que él quiere, sino para que nosotros podamos hacer lo que él quiere. Porque, ¿quién puede oponerse a que Dios haga lo que quiere? En cambio el diablo se opone en nosotros a que nuestros deseos y nuestros actos obedezcan en todo a Dios, y por esto rogamos y pedimos que se haga en nosotros la voluntad de Dios. El que esta voluntad se haga en nosotros, es obra de la misma voluntad de Dios, es decir, de su ayuda y protección, ya que nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino que nuestra seguridad nos viene de la benevolencia y misericordia de Dios... Los que queremos perdurar para siempre debemos hacer la voluntad de Dios, que es eterno (13).

Las maravillas del Bautismo (A Donato, 3-5)

   Cuando yacía postrado en las tinieblas de la noche, cuando zozobraba en medio del mar borrascoso de este mundo y andaba vacilante en el camino del error sin saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad, imaginaba que sería difícil y duro, en mi situación, lo que me prometía la divina misericordia: que uno pudiera renacer y que -animado de una nueva vida por el baño del agua de salvación- dejara lo que había sido y cambiara el hombre viejo de espíritu y mente, aunque permaneciera en el mismo cuerpo humano. ¿Cómo es posible, me decía, tal transformación? ¿Cómo es posible que de la noche a la mañana, tan de repente, se despoje uno de lo que es congénito a la misma naturaleza, o se ha endurecido por hábitos inveterados? Estas disposiciones son inquebrantables, están arraigadas con raíces muy hondas. ¿Cuándo aprenderá a ser sobrio quien se ha acostumbrado a espléndidas cenas y ricos banquetes? ¿Cuándo se va a contentar con corriente y sencillo atuendo quien siempre destacó por el oro y la púrpura de sus preciosos vestidos? Quien goza de dignidades y cargos no soporta verse privado de ellos y vivir en la oscuridad. Aquel que suele ir rodeado de una escolta de clientes, cortejado por una numerosa comitiva de aduladores, considera como un tormento el verse solo. Quienes se han apegado a los halagos de las pasiones es necesario que, como de costumbre, los arrastre la embriaguez, los hinche la soberbia, los exalte la ira, los despedace la codicia, los provoque la crueldad, los alucine la ambición, los precipite la lujuria.

   Esto me decía una y mil veces a mí mismo. Pues, como me hallaba retenido y enredado en tantos errores de mi vida anterior, de los que no creía poder desprenderme, yo mismo condescendía con mis vicios inveterados y, desesperando de enmendarme, fomentaba mis males como hechos naturales en mí. Pero después que quedaron borradas con el agua de regeneración las manchas de la vida pasada y se infundió la luz en mi espíritu transformado y purificado, después que me cambió en un hombre nuevo por un segundo nacimiento la infusión del Espíritu celestial, al instante se aclararon las dudas de modo maravilloso, se abrió lo que estaba cerrado, se disiparon las tinieblas, se volvió fácil lo que antes me parecía difícil, se hizo posible lo que creía imposible. De modo que pude reconocer que provenía de la tierra mi anterior vida carnal sujeta a los pecados, y que era cosa de Dios lo que ahora estaba animado por el Espíritu Santo.

   Tú mismo puedes comprender y reconocer conmigo qué nos ha quitado y qué nos ha traído esta muerte de los vicios y esta vida de las virtudes. Tú bien lo sabes, sin que yo lo pregone. Siempre es odiosa la propia alabanza; si bien no puede decirse en este caso que sea propia alabanza, sino gratitud, porque se atribuye a don de Dios y no a las fuerzas del hombre, de manera que el no pecar ahora es favor de la gracia, y el haber pecado antes fue efecto de la miseria humana. Don de Dios es todo lo que ahora podemos. De Él vivimos, por El tenemos fuerzas, de Él recibimos y sentimos aquel vigor por el cual, aun en esta vida, gustamos los preludios de la futura. Solamente debemos tener el temor de perder la inocencia, para que el Señor, que por su misericordia infundió la gracia en nuestras almas, permanezca complacido por nuestras buenas obras en nuestro espíritu, como en su morada, no sea que la seguridad concedida nos haga descuidados y se introduzca de nuevo el antiguo enemigo.

   Por lo demás, si tú te asientas con pie firme en el camino de la inocencia, de la justicia, si unido tan sólo a Dios con todas tus fuerzas y con toda tu alma, no eres más que lo que has empezado a ser, cuanto mayor sea en ti el aumento de gracia, mayores fuerzas tendrás. No hay medida alguna en las mercedes que recibimos de Dios, como suele haberla en los beneficios humanos. El Espíritu, que se derrama con abundancia, no se ve oprimido por límites, ni encerrado en espacio estrecho que lo frene. Fluye sin cesar, rebosa su abundancia, solamente tiene que abrirse nuestro corazón y estar sediento. Cuanta fe seamos capaces de presentar, tanta abundancia de gracia recogeremos.

   Entonces ya podemos, mediante una castidad austera, un alma pura, unas palabras limpias, remediar a los dolientes, destruir la ponzoña, purificar las almas de los enfermos devolviéndoles la salud, imponer la paz a los enemigos, la calma a los violentos, la mansedumbre a los iracundos. Ya podemos obligar a los espíritus inmundos y vagabundos -que se introdujeron en los hombres para atormentarlos- a que confiesen increpándolos con amenazas, forzarlos con duros azotes a que salgan, aumentarles el castigo si se resisten; si aúllan, si gimen, sacudirles con látigos, abrasarlos con el fuego. Este combate se produce allí, pero no se ve. El mal está oculto, aunque el castigo es manifiesto. Por eso, desde que empezamos a ser suyos, el Espíritu que hemos recibido obra con toda libertad. Pero, como no hemos cambiado de cuerpo ni de miembros, nuestros ojos carnales están todavía oscurecidos con las nubes del siglo. ¡Qué gran dignidad tiene el alma! ¡Qué grande su poder! No sólo ha quedado desprendida del pernicioso apego del mundo, hasta estar libre por su expiación y pureza de la peste esparcida por el enemigo, sino que ha adquirido mayor y más poderosa pujanza de fuerzas, que se impone con imperio a todas las legiones del enemigo atacante.

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Frutos de la paciencia
(El bien de la paciencia, 13-16, 19-20)

   Se es cristiano por la fe y la esperanza; mas para lograr el fruto de ellas, se necesita la paciencia. En efecto, no vamos tras la gloria de acá, sino tras la futura, conforme a lo que nos avisa el Apóstol Pablo cuando dice: hemos sido salvados por la esperanza. La esperanza que se ve, ya no es esperanza; si uno ya lo ve, ¿cómo va a esperar lo que está viendo ? Mas, si esperamos lo que no vemos, nos sostenemos por la espera de ello (Rm 8, 24-25)

   La espera y la paciencia nos son necesarias para completar lo que hemos empezado a ser y para conseguir, por la bondad de Dios, lo que creemos y esperamos. En otro lugar, el mismo Apóstol recomienda y enseña a los varones justos y limosneros, y que guardan sus tesoros en el cielo con el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: no dejemos de hacer el bien, pues a su tiempo recogeremos la cosecha. Así que, mientras tenemos tiempo, obremos el bien a todos, principalmente a los de nuestra fe (Gal 6 9-10). Avisa que nadie, por impaciencia, decaiga en el obrar bien; que nadie, solicitado o vencido por la tentación, renuncie en medio de su gloriosa carrera y eche a perder el fruto de lo ganado, por dejar incompleto lo comenzado, como está escrito: la justicia del justo no le librará en cualquier día que se desviare (Ez 33, 12); y en otro lugar: guarda lo que tienes, no vaya otro a recibir tu corona (Ap 3, 11). Estas palabras exhortan a continuar con paciencia y tenacidad, para que el que se encuentra próximo a alcanzar la corona, la logre mediante la perseverancia.

   Así que la paciencia, hermanos amadísimos, no sólo conserva el bien sino que repele el mal. Quien sigue el impulso del Espíritu Santo y se adhiere a lo divino y celestial, lucha ardorosamente embrazando el escudo de sus virtudes contra las fuerzas de la carne, que asaltan y rinden al alma. Echemos una mirada a algunos de los muchos vicios, para que lo dicho de pocos se entienda de los demás. El adulterio, el fraude, el homicidio son delitos mortales. Tenga la paciencia robustas y hondas raíces en el corazón, y nunca se manchará con el adulterio el cuerpo consagrado como templo de Dios, ni un alma dedicada a la justicia se corromperá con el espíritu de fraude, ni jamás se teñirán de sangre las manos que han llevado la Eucaristía.

   La caridad es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros para siempre en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y resignación, y perderá las raíces y el vigor. Cuando el Apóstol habla de la caridad, le junta el sufrimiento y la paciencia: la caridad, dice, es magnánima, es benigna, no es envidiosa, no se hincha, no se encoleriza, no piensa el mal; todo lo ama, todo lo cree, todo lo, espera, lo soporta todo (1 Cor 13, 4-7). Con esto nos indica que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrir todo. Y en otro pasaje exclama: sobrellevándonos con caridad, poniendo interés en conservar la unión del espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 2). Enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz, si no se ayudan mutuamente los hermanos y mantienen el vínculo de la unidad con el auxilio de la paciencia.

   ¿Y qué decir de que no debes jurar, ni hablar mal, ni exigir lo que te han quitado; lo de ofrecer la otra mejilla después de recibir la bofetada; que debes perdonar a tu hermano que te ha ofendido no sólo setenta veces siete, sino todas las ofensas; que debes amar a tus enemigos, que debes rogar por los adversarios y perseguidores? ¿Podrías acaso sobrellevar todos estos preceptos si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto lo cumplió, según sabemos, Esteban: siendo asesinado a pedradas por los judíos, no pedía venganza para sus asesinos, sino perdón con estas palabras: Señor, no les imputes esto como pecado (Hech 7, 60). Tal convenía que fuese el primer mártir de Cristo, para que—por ser el modelo de los mártires venideros con su gloriosa muerte—no sólo se hiciese el pregonero de la pasión del Señor, sino su imitador en la inmensa mansedumbre y paciencia.

   ¿Qué diré de la ira, de la discordia, de las enemistades, que no deben tener cabida en el cristiano? Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no entrarán en él, o, si intentaren forzar la entrada, enseguida serán rechazadas y se retirarán, de modo que continúe el asiento de la paz en el corazón, donde tiene Dios sus delicias en habitar (...).

   Y para que resplandezcan mejor, hermanos amadísimos, los beneficios de la paciencia, consideremos por contraposición los males que acarrea la impaciencia.

   Así como la paciencia es un don de Cristo, así la impaciencia, por el contrario, es un don del diablo; y al modo como aquél en quien habita Cristo es paciente, lo mismo siempre es impaciente aquél cuya mente está poseída por la maldad del demonio.

   En resumen, tomemos las cosas por sus principios. El diablo no pudo sufrir con paciencia que el hombre fuese creado a imagen de Dios; por eso se perdió a sí mismo primero, y luego perdió a los demás. Adán, impaciente por gustar el mortal bocado, contra la prohibición de Dios, se precipitó en la muerte y no guardó la gracia recibida del Cielo con la ayuda de la paciencia. Caín, por no poder soportar la aceptación de los sacrificios y ofrendas, mató a su hermano. Esaú bajó de su mayorazgo a segundón y perdió su primacía por su impaciencia en comer un plato de lentejas.

   ¿Por qué el pueblo judío, infiel e ingrato con los favores de Dios, se apartó del Señor, sino por la impaciencia? No pudiendo llevar con paciencia la tardanza de Moisés, que estaba hablando con Dios, osó pedir dioses sacrílegos, llamando guías de su peregrinación a una cabeza de toro y a un simulacro de arcilla, y nunca desistió de mostrar su impaciencia, puesto que no aguantaba nunca las amonestaciones y gobierno de Dios, llegando a matar a sus profetas y justos y hasta llevar a la cruz y al martirio al Señor.

   La impaciencia también es la madre de los herejes; ella, a semejanza de los judíos, los hace rebelarse contra la paz y caridad de Cristo y los lanza a funestos y rabiosos odios. Y para no ser prolijo: todo lo que la paciencia edifica con su conformidad en orden a la gloria, lo destruye la impaciencia por la ruina.

   Por tanto, hermanos amadísimos, una vez vistas con atención las ventajas de la paciencia y las consecuencias de la impaciencia, debemos mantener en todo su vigor la paciencia, por la que estamos en Cristo y podemos llegar con Cristo a Dios.

   Por ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección. La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.

   La paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahinco e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones, consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia nos lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre.

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Sin miedo a la muerte
(Tratado sobre la peste, 15-26)

   Es verdad que perecen en esta [epidemia de] peste muchos de los nuestros; esto quiere decir que muchos de los cristianos se libran de este mundo. Esta mortandad es una pestilencia para los judíos, gentiles y enemigos de Cristo; mas para los servidores de Dios es salvadora partida para la eternidad. Por el hecho de que sin discriminación alguna de hombres mueran buenos y malos, no hay que creer que es igual la muerte de unos y de otros. Los justos son llevados al lugar del descanso, los malos son arrastrados al suplicio; a los fieles se les otorga en seguida la seguridad; a los infieles, sin tardar el castigo (...).

   Cuántas veces me fue revelado, cuántas y más claras veces se me ordenó por la bondad de Dios que clamase sin cesar, que predicara en público que no debía llorarse por nuestras hermanos llamados por el Señor y libres de este mundo, sabiendo que no se pierden, sino que nos preceden; que, como viajeros, como navegantes, van delante de los que quedamos atrás; que se puede echarlos de menos, pero no llorarlos y cubrirnos de luto, puesto que ellos ya se han vestido vestidos blancos; que no debe darse a los gentiles ocasión de que nos censuren con toda razón, de que viven con Dios y los lloremos como perdidos y aniquilados, y no demos pruebas con verdaderos sentimientos de lo que predicamos con las palabras. Somos prevaricadores de nuestra esperanza y fe si aparece como fingido y simulado lo que estamos afirmando. De nada sirve mostrar en la boca la virtud y desacreditar su verdad con la práctica.

   Por último el Apóstol Pablo reprueba y recrimina, reprende a los que se contristan desmesuradamente por la pérdida de los suyos. No queremos, dice, que os olvidéis, hermanos, a propósito de los que fallecen, que no debéis lamentaros como los demás que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, también Dios llevará con Él a los que han muerto con Jesús (/1Ts/04/13-14). Dice que se entristecen en demasía de los suyos los que no tienen esperanza. Pero los que vivimos con esperanza y creemos en Dios y que Cristo padeció por nosotros y resucitó, y confiamos en permanecer con Cristo y resucitar en Él y por Él, ¿por qué rehusamos salir de este mundo o lloramos y nos dolemos de los nuestros que parten, como ya perdidos, cuando el mismo Cristo y Señor y Dios nuestro nos avisa y dice: Yo soy la resurrección; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mi no morirá nunca? (/Jn/11/25-26). Si creemos en Cristo, tengamos fe en sus palabras y promesas de modo que, no habiendo de morir nunca, vayamos alegres y tranquilos a Cristo, con el cual hemos de triunfar y reinar siempre

   Si morimos, cuando nos toque, entonces pasamos por la muerte a la inmortalidad, y no puede empezar la vida eterna hasta que no salgamos de ésta. No es ciertamente una salida, sino un paso y traslado a la eternidad, después de correr esta carrera temporal. ¿Quién hay que no vaya a lo mejor? ¿Quién no deseará transformarse y mudarse cuanto antes en la forma de Cristo y merecer el don del cielo, predicando el Apóstol Pablo: nuestra vida, dice, está en el cielo, de donde esperamos al Señor Jesucristo, que transformará nuestro vil cuerpo en un cuerpo resplandeciente como el suyo? (Fil 3, 20-21). Para que estemos con Él y con Él nos gocemos en las moradas eternas y en el reino del cielo, Cristo Señor promete que seremos tales cuando ruega al Padre por nosotros, diciendo: Padre, quiero que los que me entregaste estén conmigo donde estoy Yo y vean la gloria que me diste antes de crear al mundo (Jn 17, 24). El que ha de llegar a la morada de Cristo, a la gloria del reino celestial, no debe derramar llanto y plañir, sino más bien regocijarse en esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor y a la fe en su cumplimiento (...).

   Hemos de pensar, hermanos amadísimos, y reflexionar sobre lo mismo: que hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la vida como huéspedes y viajeros. Abracemos el día que a cada uno señala su domicilio, que nos restituye a nuestro reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura a volver a su patria? ¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los suyos, no desea vientos favorables para poder abrazarlos cuanto antes? Nosotros tenemos por patria el paraíso, por padres a los patriarcas; ¿por qué, pues, no nos apresuramos y volvemos para ver a nuestra patria para poder saludar a nuestros padres? Nos esperan allí muchas de nuestras personas queridas, nos echa de menos la numerosa turba de padres, hermanos, hijos, seguros de su salvación, pero preocupados todavía por la nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presencia y abrazarlos, qué placer disfrutar allá del reino del cielo sin temor de morir y qué dicha tan soberana y perpetua con una vida sin fin! Allí el coro glorioso de los apóstoles, allí el grupo de los profetas gozosos, allí la multitud de innumerables mártires que están coronados por los méritos de su lucha y sufrimientos, allí las vírgenes que triunfaron de la concupiscencia de la carne con el vigor de la castidad, allí los galardonados por su misericordia, que hicieron obras buenas, socorriendo a los pobres con limosnas, que, por cumplir los preceptos del Señor, transfirieron su patrimonio terreno a los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable anhelo tras éstos, para estar enseguida con ellos; deseemos llegar pronto a Cristo. Vea Dios estos pensamientos, y que Cristo contemple estos ardientes deseos de nuestro espíritu y fe; Él otorgará mayores mercedes de su amor a los que tuvieren mayores deseos de Él.

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