Magisterio de la Iglesia

San Ireneo

LA TEOLOGÍA DE SAN IRENEO

EL DESIGNIO SALVADOR Y CREADOR DE DIOS

Cómo Dios es creador de todas las cosas con sólo su Palabra

   Hay algunos que no saben quién es Dios y lo creen semejante a los hombres desvalidos que no pueden de repente y con lo que tienen a mano hacer una cosa determinada, sino que para hacerla tienen necesidad de muchos instrumentos... Pero el Dios de todas las cosas con sólo su Palabra las hizo y las creó todas, sin tener que servirse de nada: no necesitó de ángeles que le ayudasen para lo que tenía que hacer, ni de otro poder alguno, que sería muy inferior a sí... Él mismo, por si mismo, prefijando todas las cosas de una manera inexplicable e impensable para nosotros, hizo lo que quiso, dando a todas las cosas su armonía y su orden y su creación original: a los seres espirituales les dio la sustancia espiritual e invisible; a los celestes, la sustancia celestial; a los ángeles, la angélica, a los animales, la animal, acuática para los que nadan y terrestre para los que habitan la tierra: a todos de manera conveniente y proporcionada. De esta suerte, todo lo que ha sido hecho, lo hizo Dios con su Palabra infatigable. Porque es propio de la excelencia de Dios el no necesitar de instrumentos para hacer lo que hace: su propia Palabra es idónea y suficiente para hacer todas las cosas, como dice Juan, el discípulo del Señor: «Todas las cosas fueron hechas por Ella, y sin Ella no se hizo nada» (Jn 1, 3). Al decir «todas las cosas» incluye en ellas nuestro mundo, y por tanto, también este nuestro mundo ha sido hecho por su Palabra, y por esto dice el Génesis que todo lo que podemos ver que existe, lo hizo Dios por su Palabra. En el mismo sentido afirma David: «Él lo dijo, y fueron hechas las cosas; él lo mandó, y fueron creadas» (Sal 32, 9).

   ¿A quién, pues, hemos de dar más crédito en lo que se refiere a la creación del mundo: a los herejes que charlatanean de manera fatua y contradictoria, o a los discípulos del Señor y al fiel siervo de Dios, Moisés, y a los profetas? Porque Moisés explicó la formación del mundo desde el comienzo, diciendo: «En el principio hizo Dios el cielo y la tierra» (Gén I, 1), y luego las demás cosas; pero no habla de dioses o de ángeles creadores
(8).

La acción creadora de Dios no es como la acción del hombre

   Atribuir la existencia de las creaturas al poder y a la voluntad del Dios del universo, es algo aceptable, creíble y coherente. En esta cuestión podría decirse apropiadamente que «lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18, 27). Porque los hombres es verdad que no son capaces de hacer una cosa de la nada, sino únicamente de algún material previo. Pero Dios es más grande que los hombres, ante todo bajo este respecto, a saber, que él dio la existencia a la misma materia de su creación, la cual antes no había existido... Y este Dios que está sobre todas las cosas, fabricó con su Palabra la variedad y diversidad de cosas que existen, según le plugo. Porque él es el creador de todas las cosas, a la manera de un sabio arquitecto y de un rey soberano
(9).

Característica de las herejías gnósticas: negar la creación

   Nosotros nos atenemos al canon de la verdad, a saber, que hay un solo Dios todopoderoso, quien por su Palabra creó todas las cosas, y las dispuso, haciéndolas de la nada, para que existieran. Así lo dice la Escritura: «Por la Palabra del Señor fueron establecidos los cielos, y por el aliento de su boca todas las potestades que hay en ellos» (Sal 32, 6). Y en otra parte: «Todas las cosas fueron hechas por su Palabra; sin ella nada se hizo» (Jn 1, 3). Al decir «todas las cosas», nada queda excluido. Todo lo hizo el Padre por sí mismo, lo visible y lo invisible. lo sensible y lo inteligible, lo temporal y lo duradero... todo ello no por medio de ángeles o de ciertos poderes independientemente de su voluntad, pues Dios no tiene necesidad de nada de eso, sino que hizo todas las cosas por su Verbo y por su Espíritu, disponiéndolas y gobernándolas y dándoles la existencia. Éste es el Dios que hizo el mundo, que se compone de todas las cosas; el Dios que modeló al primer hombre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, sobre el cual no hay otro Dios, ni otro principio, ni otro poder, ni otra totalidad. Él es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como mostraremos. Mientras nos atengamos a este canon de la verdad, aunque otros digan otras cosas muy distintas, fácilmente les podremos argüir que se apartan de la verdad. Porque casi todas las herejías que existen afirman ciertamente que hay un solo Dios, pero no saben ser agradecidos para con aquel que los creó, y desvirtúan su naturaleza con sus erróneas opiniones, de manera semejante a como los paganos lo hacen con su idolatría. Porque desprecian lo que es creación material de Dios, y así se oponen a su propia salvación, haciéndose acusadores amargados contra sí mismos y falsos testigos de lo que dicen. Éstos, aunque no quieran, resucitarán con su carne, para que tengan que reconocer el poder del que es capaz de resucitarlos de los muertos (como fue capaz de crearlos en la carne). Pero no serán contados entre los justos, por su falta de fe
(10).

Dios crea al hombre para conferirle sus beneficios

   En un principio Dios creó a Adán, no porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Porque no sólo antes de Adán, sino aun antes de toda la creación el Verbo glorificaba a su Padre, permaneciendo en él, y era glorificado por el Padre, como él mismo dice: «Padre, glorifícame con la gloria que tenía contigo antes de que fuera hecho el mundo» (Jn 17, 5). Ni fue porque necesitara de nuestros servicios por lo que nos mandó que le obedeciéramos, sino para procurarnos la salud a nosotros. Porque obedecer al Salvador es participar en la salvación, y seguir a la luz es tener parte en la luz. Porque los que están en la luz no iluminan ellos a la luz, sino que son iluminados y reciben de ella resplandor: ellos no prestan beneficio alguno a la luz, sino que recibiendo beneficio son iluminados por la luz. De la misma manera el servir a Dios no es hacer a Dios un beneficio, ni tiene Dios necesidad de las atenciones de los hombres; al contrario, él da a los hombres que le siguen y le sirven la vida, y la incorrupción y la gloria eterna. El que puedan servirle es un beneficio que él hace a los que le sirven, y el que puedan seguirle a los que le siguen, sin que reciba de ellos beneficio. Porque Dios es rico, perfecto y sin necesidad de nada. Si Dios pide a los hombres que le sirvan, es porque, siendo bueno y misericordioso, quiere beneficiar a aquellos que perseveran en su servicio. En la misma proporción en que Dios no necesita de nada, el hombre necesita de la comunicación de Dios. Ésta es, en efecto, la gloria del hombre: perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto decía el Señor a sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido» (Jn 15, 16)...

   Así pues, Dios, desde un principio, creó al hombre como objeto de su liberalidad, eligió a los patriarcas para su salvación; iba preparando a su pueblo, enseñando al indócil a someterse a Dios; iba disponiendo a los profetas para acostumbrar al hombre sobre la tierra a soportar su espíritu y a tener comunicación con Dios. No es que él tenga necesidad de nada, sino que ofrecía su comunicación a los que necesitan de él. Para los que le eran gratos, como un arquitecto, iba trazando como un plano de su salvación: a los que en Egipto no veían, él mismo les servia de guía; a los que en el desierto estaban inquietos, les dio una ley sumamente apropiada; a los que entraron en la tierra buena, les dio una herencia digna; a los que se convierten al Padre, les sacrifica el ternero cebado y les da el mejor vestido. De estas muchas maneras va combinando el género humano para conseguir la «sinfonía» (cf. /Lc/15/25) de la salvación. Por esto dice Juan en el Apocalipsis: «Su voz es como una voz de muchas aguas» (Ap 1, 15). Verdaderamente son muchas las aguas del Espíritu de Dios, porque rico y múltiple es el Padre. Y pasando por todos, el Verbo, sin tacañería alguna prestaba sus auxilios a los que se le sometían, prescribiendo a toda creatura una ley adaptada y acomodada...

   Según esto establecía para el pueblo la ley relativa a la construcción del tabernáculo y a la edificación del templo, a la elección de los levitas, a los sacrificios y oblaciones y purificaciones, y todo el servicio del culto, No es que él tuviera necesidad de ninguna de estas cosas, pues está siempre lleno de todos los bienes y tiene en si todo olor de suavidad y todo vapor perfumado, aun antes de que existiera Moisés. Pero iba educando al pueblo siempre dispuesto a volver a los ídolos, disponiéndoles con muchas intervenciones a permanecer firmes y a servir a Dios. Por las cosas accesorias, los llamaba a las principales, es decir, por las cosas figuradas a las verdaderas, por las temporales a las eternas, por las carnales a las espirituales, por las terrenas a las celestiales, tal como se dijo a Moisés: «Lo harás todo imitando la figura de las cosas que viste en la montaña» (Ex 25, 40; Heb 8, 5). Durante cuarenta días aprendía a retener las palabras de Dios, las figuras celestiales y las imágenes espirituales y prenuncios de lo futuro, como dice Pablo: «Bebían de la piedra que les seguía, la cual era Cristo» (1 Cor 10, 4); y luego, habiendo recorrido lo que se dice en la ley, añade: «Todas estas cosas les acontecían en figura, y son escritas para nuestra instrucción, la de aquellos a los que viene el fin de los tiempos» (1 Cor 10, 7-10). Así pues, por medio de figuras iban aprendiendo a temer a Dios y a perseverar en su servicio, de suerte que la ley era para ellos un aprendizaje y una profecía de lo venidero...
(11).

Dios quiere divinizar al hombre

   Los hombres reprochamos a Dios porque no nos hizo dioses desde un principio, sino que primero fuimos hechos hombres, y sólo luego dioses. Pero Dios hizo eso según la simplicidad de su bondad, y nadie tiene que tacharle de avaro o de poco generoso, pues dijo: «Yo he dicho: sois dioses, todos sois hijos del Altísimo» (Sal 81, 6). Pero, porque nosotros no éramos capaces de soportar la potencia de la divinidad, añadió: «mas vosotros moriréis como hombres» (Sal 81, 7). Con esto expresa ambas realidades: por una parte lo que es don generoso suyo, y por otra lo que es nuestra debilidad y lo que seriamos dejados a nosotros mismos. Porque, por lo que se refiere a su generosidad, hizo un don espléndido haciendo a los hombres semejantes a sí mismo por la libertad. Pero en lo que se refiere a su providencia, preveía la debilidad del hombre y las consecuencias que de ella se seguirían. Y finalmente, por lo que se refiere a su amor y poder, él triunfará de la manera de ser de la naturaleza creada. Pero fue conveniente que primero apareciera esta naturaleza, y que fuera luego vencida, y que lo mortal fuera absorbido por la divinidad y lo corruptible por la incorruptibilidad, haciéndose así el hombre a imagen y semejanza de Dios habiendo obtenido el conocimiento del bien y del mal.

   El bien consiste en obedecer a Dios, y en confiarse a él, y en guardar lo que manda, y esto es la vida del hombre. De manera semejante, el mal es desobedecer a Dios, y esto es la muerte del hombre. Ahora bien, por haber usado Dios de magnanimidad, el hombre pudo experimentar el bien de la obediencia y el mal de la desobediencia, a fin de que el ojo de la mente, habiendo hecho experiencia de ambos, pueda hacer con buen juicio la elección de lo mejor, y así nunca sea perezoso o negligente para con el precepto de Dios. Y habiendo aprendido por experiencia que es malo lo que le quita la vida, es decir el desobedecer a Dios, ya no sea jamás tentado con ello; y al contrario, habiendo conocido que es bueno lo que le conserva la vida, que es obedecer a Dios, lo guarde diligentemente y con todo ahinco. Esta es la razón por la que tuvo esta doble facultad respecto al conocimiento del uno y del otro, para que así enseñado elija lo mejor. ¿Cómo hubiera podido aprender el bien ignorando lo que le es contrario? Porque en efecto es más firme y más segura la percepción de lo experimentado que la simple conjetura que procede de una suposición. Y así como la lengua al gustar hace la experiencia de lo dulce y de lo amargo, y el ojo al ver distingue lo negro de lo blanco, y el oído al oir percibe las diferencias de los sonidos, así el espíritu, por experiencia de uno y de otro, aprende lo que es el bien y queda confirmado para retenerlo haciéndose obediente a Dios. En primer lugar rechaza la desobediencia que es cosa áspera y mala, mediante la penitencia; luego, aprendiendo de manera inmediata la naturaleza de lo que es contrario al bien y a la dulzura, jamás intentará ni siquiera probar lo que es desobedecer a Dios. Pero si tú quieres eludir el conocimiento de ambas realidades y esta doble facultad de conocer, sin darte cuenta matarás lo que hay en ti de hombre.

   Por lo demás, ¿cómo será dios el que ni siquiera ha llegado a ser hombre?; ¿cómo será perfecto el que acaba de ser hecho?; ¿cómo será inmortal el que, siendo de naturaleza mortal, no se sometió a su creador? Es necesario que en primer lugar tú guardes tu rango de hombre, y entonces podrás participar de la gloria de Dios. No eres tú el que hace a Dios, sino que Dios te hace a ti. Por tanto, si eres obra de Dios aguarda la mano del artífice, que hace todas las cosas a su tiempo, el tiempo oportuno con respecto a ti, que eres obra de otro. Ofrécele tu corazón blando y moldeable, y guarda la figura que te dio el artífice, conservando en ti las huellas de sus dedos. Si guardas esta configuración, llegarás a la perfección, ya que será el arte de Dios lo que encubrirá lo que hay en ti de barro. Su mano fabricó tu substancia: él te cubrirá por dentro y por fuera con oro puro y plata, y te adornará de tal manera que el mismo rey codiciará tu hermosura. Pero si te endureces en seguida, y opones resistencia a su arte, y te muestras descontento porque te ha hecho hombre, haciéndote ingrato a Dios habrás perdido a la vez su arte y tu vida. Porque el hacer es propio de la bondad de Dios, y el ser hecho es propio de la naturaleza del hombre. Por tanto, si le entregas a él lo que es tuyo, que es la fe en él y la sumisión, recibirás el efecto de su arte y serás una obra perfecta de Dios. Pero si no te confías a él y te escapas de sus manos, la causa de tu imperfección estará en ti que no te sometiste, no en aquel que te llamó. Porque aquel envió a que invitaran a la boda; pero los que no aceptaron la invitación a sí mismos se privaron de la cena del rey.

   No es que el arte de Dios sea deficiente, ya que tiene poder para suscitar de las piedras hijos de Abraham; sino que aquel que no se somete a su arte se constituye en causa de su propia imperfección. No es imperfección de la luz el que haya quien se cegó a sí mismo, sino que permaneciendo la luz tal como es, los que se han cegado por su culpa se encuentran en las tinieblas. La luz no hace coacción alguna para someter a nadie, y Dios tampoco obliga a nadie que no esté dispuesto a someterse a su arte. Así pues, los que se apartaron de la luz del Padre y traspasaron la ley de la libertad, se separaron por su culpa, pues habían sido constituidos libres y dueños de sus actos.

   Pero Dios, que de antemano sabe todas las cosas, ha dispuesto para unos y otros moradas apropiadas. A los que buscan la luz de la incorrupción y acuden a ella, les da benignamente esta luz que anhelan; en cambio a los que la desprecian y se apartan de ella y la rehuyen como quitarse los ojos, les preparó unas tinieblas adaptadas para el que es enemigo de la luz, imponiendo la pena que corresponde al que se escapa de someterse a él. La sumisión a Dios es el descanso perpetuo, de suerte que los que huyen de la luz tienen un lugar digno de su fuga. y los que huyen el descanso perpetuo tienen una morada condigna de su huida. Porque estando todos los bienes en Dios, los que por voluntad propia huyen de Dios se privan a sí mismos de todos los bienes, y así, privados de todos los bienes de Dios vienen a caer en el justo juicio de Dios. Porque los que huyen del descanso con justicia vivirán en la pena y los que huyen de la luz con justicia viven en las tinieblas. Así como los que huyen de la luz de este mundo ellos mismos se procuran las tinieblas, siendo ellos la causa de que se queden sin luz y vivan a oscuras y no siendo la luz la causa de este género de vida, como antes dijimos, así los que huyen de la luz eterna de Dios, que contiene en sí todos los bienes son ellos mismos la causa de que hayan de habitar en las tinieblas eternas, privados de todos los bienes, siendo ellos mismos responsables de que se les haya asignado tal morada
(12).

El designio de salvación

   Dios se mostró magnánimo ante la caída del hombre, y dispuso aquella victoria que iba a conseguirse por el Verbo. Así, «desplegando su poder ante la debilidad» (cf. 2 Cor 12, 9) quedaba de manifiesto la benignidad de Dios y la extrema magnificencia de su poder. Porque Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por la ballena, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino para que cuando fuera de nuevo vomitado fuera más sumiso a Dios y glorificase mejor a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás... De la misma manera, Dios toleró en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un designio de salvación, que fue puesto por obra por el Verbo mediante el «signo de Jonás» (Lc 11, 29)... Así, recibiendo el hombre de Dios una salvación inesperada, puede resucitar de entre los muertos y glorificar a Dios, pronunciando las palabras proféticas de Jonás: «Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó estando yo en el seno del abismo» (Jon 2, 2). De esta suerte el hombre permanecerá para siempre glorificando a Dios, dándole gracias por la salvación que obtuvo de él, «para que ninguna carne se gloríe delante del Señor» (I Cor I, 29), ni pueda ya el hombre jamás dar entrada a pensamiento alguno contra Dios, imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo, engreyéndose con vana soberbia y pensando contra toda verdad que es por su propia naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que en concreto hacía al hombre desagradecido para con aquel que le había creado, y le velaba el amor que Dios tenía para con el hombre, segando sus potencias para que no pudiera sentir de Dios como conviene, a saber, el compararse con Dios y creerse igual a él.

   Pero fue tal la magnanimidad de Dios, que dejó que el hombre pasase por todo esto, y tuviese así conocimiento de la muerte, pasase luego a la resurrección de entre los muertos y conociese por experiencia propia de dónde había sido libertado. Así se mostrará para siempre agradecido a su Señor, amándole más después de haber recibido de él el don de la inmortalidad, ya que «a quien más se le perdona, más ama» (Lc 7, 42). Así se conocerá el hombre a sí mismo como ser mortal y débil, y conocerá también a Dios, que es hasta tal extremo inmortal y poderoso que puede dar la inmortalidad a lo mortal y la eternidad a lo temporal; conocerá finalmente todo el poder de Dios que se ha ejercitado en sí mismo, e instruido de esta manera llegará a tener sentido de la grandeza de Dios. Pues la gloria del hombre es Dios: pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría y de su poder es el hombre. Y así como el médico se prueba qué tal es en los enfermos, así Dios se manifiesta en los hombres. Por esto dice Pablo: «Incluyólo Dios todo en la incredulidad, a fin de que a todos alcanzara su misericordia» (Rm 11, 32). Esto dice refiriéndose... al hombre, que desobedeció a Dios y perdió la inmortalidad, pero luego alcanzo misericordia, recibiendo por medio del Hijo de Dios la filiación que es propia de éste.

   El hombre que sin soberbia ni jactancia tiene un sentimiento verdadero acerca de lo creado y del Creador, Dios poderosísimo que está por encima de todas las cosas y que a todas da el ser; el que permanece en su amor con sumisión y acción de gracias, recibirá de él una gloria cada vez mayor y progresará hasta hacerse semejante a aquel que murió por él. Pues, efectivamente, aquél se hizo «semejante a la carne de pecado» (Ro». 8, 3) para destruir al pecado. Y una vez destruido, lo arrojó de la carne, incitando al hombre a hacerse semejante a sí, destinándolo a ser imitador de Dios, poniéndolo al mismo nivel de su Padre y otorgándole el don de poder ver a Dios y comprender al Padre. Esto hizo el Verbo de Dios habitando en el hombre y haciéndose Hijo del hombre, a fin de habituar al hombre a recibir a Dios, y habituar a Dios a morar en el hombre
(13).

El plan salvífico de Dios ante el pecado del hombre

   Al salir el Señor a buscar la oveja perdida, llevando a cabo con un designio grandioso la recapitulación y restauración de lo que era obra de sus propias manos, era preciso que salvase al mismo hombre que había sido creado a su imagen y semejanza, es decir Adán, después que se había cumplido el tiempo de su condena por desobediencia... De esta suerte, Dios no fracasó, ni falló su arte creador. Porque, si el hombre, al que Dios había hecho para la vida, cuando perdió esta vida como consecuencia de la herida de la serpiente corruptora, ya no hubiese podido ser revivificado, sino que se hubiese hundido en una muerte definitiva, Dios hubiese fracasado, mientras que la malicia de la serpiente hubiese triunfado sobre el designio de Dios. Pero Dios es invencible y magnánimo, y su magnanimidad se mostró en la corrección y en la prueba que impuso al hombre. Por medio del segundo hombre, «encadenó al que era fuerte y le arrebató sus posesiones» (Mt 12, 29; Mc 3, 27), expulsando a la muerte y vivificando al mismo hombre que había muerto. La primera de las posesiones que (el enemigo) había conseguido era Adán, al que había puesto bajo su dominio haciéndole prevaricar malvadamente e infiriéndole la muerte con la promesa de la inmortalidad. Porque, en efecto, prometiendo que «serían como dioses» (Gén 3, 5)—cosa que él no podía otorgar en manera alguna—les dio la muerte. Pero en su justicia Dios ha vuelto a someter a cadenas al que había encadenado al hombre, mientras que el hombre que había sido encadenado ha sido liberado de las cadenas de su condenación. Este hombre es Adán, del que, según la Escritura, dijo el Señor: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Y nosotros somos sus descendientes, y, como descendientes suyos, hemos heredado su nombre
(14).

Por qué fue el hombre arrojado del paraíso y castigado con la muerte

   Dios arrojó al hombre del paraíso y lo transportó lejos del árbol de la vida, no porque le rehusase celosamente el árbol de la vida, como algunos audazmente mantienen, sino por misericordia para con él: para que no permaneciese para siempre transgrediendo, ni fuese inmortal el pecado que le afligía, ni su mal fuese sin término y sin curación. Puso fin a su trasgresión interponiendo la muerte y haciendo cesar el pecado al imponerle la disolución de la carne en la tierra; de esta suerte, cesando el hombre en un determinado momento de vivir al pecado, y muriendo al pecado, podía empezar a vivir para Dios (cf. Rom 6, 2 y 10).

   Por esta razón puso enemistad entre la serpiente y la mujer y su descendencia, quedando ambas partes al acecho una de otra. La una era mordida en sus plantas, pero era capaz de pisotear la cabeza del enemigo, mientras que la otra mordía y mataba impidiendo la entrada del hombre en la Vida, hasta que llegara la descendencia predestinada para pisotear su cabeza. Esto se realizó cuando dio a luz María, de cuyo fruto dijo el profeta: «Caminarás sobre el áspid y el basilisco, y pisotearás al león y al dragón» (Sal 90, 13).

   Esto significaba que el pecado que se había erigido y propagado contra el hombre, haciéndole morir, seria expulsado juntamente con el imperio de la muerte, y sería pisoteado en los tiempos postreros aquel león que ha de asaltar al género humano, que es el Anticristo; y asimismo será encadenado aquel dragón y aquella antigua serpiente, sometiéndolo al dominio del hombre que antes había sido vencido, el cual aplastará todo su poder. Adán había sido vencido, y la vida le había sido del todo arrebatada; y por esta razón, una vez vencido el enemigo, Adán recobró la vida.

   «En último lugar será aniquilada la muerte enemiga» (1 Cor 15, 26) que en un principio había dominado al hombre. Y entonces, una vez liberado el hombre, se realizará lo que está escrito: «La muerte ha quedado engullida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15, 54 55)
(15).

   Explicación de la parábola de los viñadores (/Mt/21/33-43). Fue Dios quien plantó la viña del género humano cuando creó a Adán y cuando eligió a los patriarcas. Después la confió a los viñadores por medio de la legislación de Moisés. La rodeó con un seto, es decir, delimitó la tierra que tenían que cultivar. Edificó una torre, es decir, eligió a Jerusalén. Cavó un lagar, cuando preparó el receptáculo de la palabra profética: y así envió profetas antes de la transmigración a Babilonia, y otros después de la transmigración, más numerosos que los primeros, para recabar los frutos con las palabras siguientes: «Esto dice el Señor: Enmendad vuestros caminos y vuestras costumbres; juzgad con juicio justo; tened compasión y misericordia, cada uno con su hermano; no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero y al pobre; que nadie conserve en su corazón el recuerdo de la malicia de su hermano; no améis el juramento falso...» Cuando los profetas predicaban esto, recababan el fruto justo. Pero, como no les hacían caso, al fin envió a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, al cual mataron los colonos malos y lo arrojaron fuera de la viña. Y por esto Dios entregó la viña—no ya cercada, sino extendida por todo el mundo—a otros colonos que dieran sus frutos a sus tiempos. La torre de elección sobresale magnifica por todas partes, ya que en todas partes resplandece la Iglesia. En todas partes se ha cavado el lagar, pues en todas partes se encuentran quienes reciben el Espíritu. Y puesto que aquellos rechazaron al Hijo de Dios y lo echaron, cuando lo mataron, fuera de la viña, justamente los rechazó Dios a ellos, confiando el cuidado de los frutos a las gentes que estaban fuera de la viña... Uno y el mismo es el Dios Padre, que plantó la viña, que sacó al pueblo, que envió a los profetas, que envió a su propio Hijo, que dio la viña a otros colonos que le entreguen el fruto de su tiempo
(16).

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