Magisterio de la Iglesia

San Ireneo

LA TEOLOGÍA DE SAN IRENEO

CRISTO, MANIFESTACIÓN
DEL PADRE y SALVACIÓN HUMANA

La generación del Hijo es estrictamente inefable

   Si alguno nos dijere: ¿Cómo, pues, fue producido el Hijo por el Padre?, le diremos que esta producción, o generación, o pronunciación o eclosión, o cualquiera que sea el nombre con que se quiera llamar a esta generación, que en realidad es inenarrable, no la entiende nadie... sino solamente el Padre que engendró, y el Hijo que fue engendrado. Y supuesto que esta generación es inenarrable, todos los que se afanan por narrar generaciones y producciones no están en su sano juicio, pues prometen explicar lo que es inexplicable. Que la palabra se emite a partir del pensamiento y de la inteligencia, esto evidentemente lo saben todos los hombres. Por tanto, no han logrado un gran hallazgo los que excogitaron como explicación una emisión de esta naturaleza; ni revelaron ningún misterio secreto si no hicieron más que aplicar a la Palabra unigénita de Dios lo que todos comprenden de toda palabra, aunque quieran declarar la producción y generación del primer engendrado como si ellos hubieran ayudado a dar a luz al que llaman inenarrable e innominable, sólo porque lo asimilan a la emisión de la palabra humana
(17).

   Nada absolutamente de lo que ha sido creado y está bajo el dominio de Dios puede compararse con el Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho (Jn 1, 3), que es nuestro Señor Jesucristo. En efecto, los ángeles y los arcángeles y los tronos y las dominaciones han sido creados por el Dios que está por encima de todos y, como indica Juan, han sido hechos por medio del Verbo. Efectivamente, después de decir del Verbo que «estaba en el Padre», añadió: «Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él nada se hizo» (Jn 1, 3). Asimismo, David, al proclamar su alabanza, enumera en particular cada una de las creaturas que hemos mencionado, y los cielos y todas las potestades, añadiendo: «Porque él lo ordenó, y fueron creadas: lo dijo, y fueron hechas» (Sal 148, 5; 32, 9). ¿A quién lo ordenó? —A su Verbo—. «Por él, —dice—fueron afirmados los cielos: por el aliento de su boca todo el poder de ellos» (Sal 32, 6). Y que todas las cosas las hizo libremente y como quiso, lo dice también David: «Nuestro Dios arriba en los cielos y en la tierra: él hizo todo lo que quiso» (Sal 113, 11). Ahora bien, lo que ha sido creado es distinto del Creador, y lo que ha sido hecho es distinto del que lo hizo. El Creador no ha sido hecho, ni tiene principio, ni fin, ni necesita de nada, sino que se basta a si mismo y aún confiere a los demás seres que sean lo que son. Lo que fue creado por él tuvo un comienzo; y todo lo que tuvo comienzo puede tener destrucción, y no es independiente, sino que depende del que lo hizo.

   Así pues, es absolutamente necesario, aun para aquellos que sólo tienen una limitada comprensión de tales distinciones, que usemos palabras diferentes, de suerte que el que todo lo hizo juntamente con su Verbo, con toda propiedad sea el único que se llama «Dios» y «Señor», mientras que las cosas creadas no pueden participar de este nombre, ni deben legítimamente apropiarse esta denominación, que es propia del Creador
(18).

El Verbo nos revela al Padre

   Nadie puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, es decir, sin que el Hijo se lo revele; y nadie puede conocer al Hijo sin el beneplácito del Padre. Pero el Hijo cumple el beneplácito, ya que el Padre lo envía, y el Hijo es enviado y viene. Y el Padre, aunque para nosotros es invisible e inexpresable, es conocido por su propio Verbo; y aunque es inexplicable, el Verbo nos lo explica para nosotros (cf. Jn 1, 18). Recíprocamente, el Verbo sólo es conocido de su Padre. Esta es la doble verdad que nos manifestó el Señor. Por esta razón, el Hijo, con su manifestación, revela el conocimiento del Padre, ya que la manifestación del Hijo es conocimiento del Padre, puesto que todas las cosas son manifestadas por el Verbo. Y para que supiéramos que el Hijo venido a nosotros es el que da el conocimiento del Padre a los que creen en él, decía a los discípulos: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, ni al Hijo sino el Padre, y aquellos a quienes el Hijo lo revelare» (Mt 11, 27). Con esto nos enseñaba lo que él mismo es y lo que es el Padre, a fin de que no admitiéramos a otro Padre fuera de aquel que se revela en el Hijo
(19).

   No hay más que un solo Dios, quien con su Verbo y su Sabiduría ha creado y adornado todas las cosas. Él es el Creador, que ha destinado este mundo para el género humano. En su grandeza es desconocido de todas sus creaturas, ya que nadie ha penetrado su sublimidad ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos; sin embargo, en lo que se refiere a su amor es conocido en todo tiempo gracias a aquel por quien creó todas las cosas, es decir, su Verbo, nuestro Señor Jesucristo, el cual, en los últimos tiempos se ha hecho hombre entre los hombres en orden a unir el fin con el principio, esto es, el hombre con Dios. Por esta razón, los profetas, que recibieron el don de la profecía del mismo Verbo, predicaron su venida según la carne, mediante la cual se hizo la mezcla y comunicación de Dios y del hombre, según el beneplácito del Padre.

   Ya desde el comienzo había preanunciado el Verbo de Dios que Dios sería visto de los hombres y viviría y conversaría con ellos sobre la tierra, haciéndose presente en la obra de sus manos para salvarla y hacerse asequible a ella, «liberándonos de las manos de todos los que nos odian» (Lc 1, 71), es decir de todo espíritu de transgresión, haciendo «que le sirvamos en santidad y justicia todos los días de nuestra vida» (Lc 1, 74-75), a fin de que el hombre, entrelazado con el Espíritu de Dios, alcance la gloria del Padre.

   Esto anunciaban los profetas de manera profética, lo cual no es decir, como pretenden algunos, que siendo el Padre de todas las cosas invisible, era otro el que era visto por los profetas. Esto dicen los que no saben absolutamente nada de lo que es una profecía. Porque una profecía es una predicción de las cosas futuras, esto es, una anunciación anticipada de lo que luego será. Ahora bien, anunciaban de antemano los profetas que Dios sería visto de los hombres, así como también dice el Señor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.» Sin embargo, en su propia grandeza y en su gloria inenarrable, «nadie que vea a Dios, vivirá» (Ex 33, 20), ya que el Padre es incomprensible. Pero en su amor, en su bondad para con los hombres y en su omnipotencia, concede esto a los que le aman, es decir, que vean a Dios: esto es lo que anunciaban los profetas, porque «lo que es imposible a los hombres es posible para Dios» (Lc 18, 27). Porque el hombre por si mismo no verá a Dios; pero si Dios quiere, puede hacerse visible a los hombres, a los que quiera, cuando quiera y como quiera. Dios lo puede todo: y así fue visto entonces proféticamente por medio del Espíritu, y ha sido visto según la adopción por medio del Hijo, y será visto según su paternidad en el reino de los cielos, ya que el Espíritu prepara al hombre para hacerlo hijo de Dios, y el Hijo lo lleva al Padre, y el Padre le da la incorrupción y la vida eterna, cosas todas que resultan a cada uno del hecho de ver a Dios. Porque así como los que ven la luz están dentro de la luz, y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están dentro de Dios y participan de su resplandor. El resplandor de Dios da la vida: por tanto los que ven a Dios participan de la vida. Por esta razón, el que es inasequible e incomprensible e invisible, se presenta a los hombres como visible y comprensible y asequible, para dar la vida a los que lo captan y lo ven. Y así como su grandeza es inalcanzable, así también su bondad es inenarrable, y por ella se deja ver y da la vida a los que le ven. En efecto, es imposible vivir sin la vida, y no hay vida sin la participación de Dios, y la participación de Dios es ver a Dios y gozar de su bondad...

   Así pues, desde los comienzos es el Hijo el revelador del Padre, ya que desde el principio está con el Padre. Las visiones proféticas, la distribución de los carismas y ministerios y la gloria del Padre, todo lo ha ido manifestando al género humano en tiempo oportuno para su utilidad, de manera armoniosa y concertada: porque donde hay concierto hay consonancia, y donde hay consonancia hay oportunidad, y donde hay oportunidad hay utilidad. Por esto el Verbo se constituyó en dispensador de la gracia del Padre para utilidad de los hombres, en favor de los cuales obró tantos designios: manifestó a Dios a los hombres, y presentó los hombres ante Dios, guardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre no llegara a menospreciar a Dios, sino que pudiera progresar hacia él indefinidamente, y al mismo tiempo haciendo a Dios visible a los hombres mediante muchas disposiciones, a fin de que el hombre, privado totalmente de Dios, no dejara de existir. Porque gloria de Dios es el hombre vivo, y vida del hombre es la visión de Dios. Y si la manifestación de Dios que consiste en la creación da la vida a todos los vivientes de la tierra, mucho más la manifestación del Padre que se hace por el Verbo da la vida a los que ven a Dios
(20).

Cómo el Verbo cumple los designios de Dios sobre el hombre

   No había manera de que llegáramos a conocer las cosas de Dios, si nuestro Maestro, el Verbo, no se hubiera hecho hombre. Porque nadie más podía explicarnos las cosas del Padre fuera de su propio Verbo. En efecto, fuera de él, «¿quién conoció la mente del Señor?; ¿quién llegó a ser su consejero?» (Ro». 11, 34). Por otra parte, nosotros no podíamos aprender de otra manera si no es viendo con los ojos a nuestro Maestro, y oyendo con nuestros oídos su voz: de esta forma, haciéndonos imitadores de sus obras y cumplidores de sus palabras, podíamos llegar a tener comunión con él. Los que acabábamos de ser hechos, fuimos creciendo, recibiendo incremento de aquel que es perfecto y que existe desde antes de la creación, el único que es bueno y óptimo, el que tiene el don de la incorruptibilidad, a cuya imagen habíamos sido hechos. Habíamos sido predestinados para ser, según la presciencia del Padre, lo que todavía no éramos: pues éramos un comienzo de lo que tenía que ser, para recibir el incremento en los tiempos preestablecidos por el ministerio del Verbo, el cual es perfecto en todo. Y, efectivamente, siendo poderoso como Verbo, y siendo hombre verdadero, con su sangre nos redimió de una manera congrua, dándose a sí mismo como rescate por aquellos que habían sido reducidos a cautividad. Y puesto que el Espíritu de rebelión nos tenía sometidos injustamente—ya que perteneciendo por naturaleza a Dios omnipotente nos había alienado contra nuestra naturaleza y nos había hecho sus seguidores—el Verbo de Dios, que tiene todo poder y no puede fallar en su justicia, justamente se volvió contra el mismo Espíritu de rebelión, rescatando de su poderío lo que era suyo, y esto no de manera violenta—como en un principio el Espíritu de rebelión nos había sometido al arrebatar con su hombre insaciable lo que no era suyo—sino por persuasión, como convenía que Dios, que es persuasivo y no violento, tomase lo que quisiese. De esta suerte, ni la justicia quedaba conculcada, ni lo que Dios había originariamente creado quedaba destruido
(21).

Cristo, vencedor de la antigua serpiente, según la promesa

   Recapitulando todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza: declaró la guerra a nuestro enemigo, y destruyó al que en el comienzo nos había hecho prisioneros en Adán, aplastando su cabeza, como está en el Génesis que Dios dijo a la serpiente: opondrá enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya: él acechará a tu cabeza, y tú acecharás a su calcañar» (Gén 3, 15). Estaba predicho, pues, que aquel que tenía que nacer de una mujer virgen y de naturaleza semejante a la de Adán, tenia que acechar a la cabeza de la serpiente. Esta es la descendencia de la que habla el Apóstol en la epístola a los Gálatas: «La ley de las obras fue puesta hasta que viniera la descendencia al que había recibido la promesa» (Gál 3, 19). Y todavía lo declara más abiertamente en la misma carta cuando dice: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho de mujer» (Gál 4, 4). El enemigo no hubiese sido vencido de una manera adecuada si no hubiese sido hombre nacido de mujer el que le venció. Porque en aquel comienzo el enemigo esclavizó al hombre valiéndose de la mujer, poniéndose en situación de enemistad con el hombre. Y por esto el Señor se confiesa a sí mismo Hijo del hombre, recapitulando así en sí mismo aquel hombre original del cual había sido modelada la mujer. De esta suerte, así como por un hombre vencido se propagó la muerte en nuestro linaje, así también por un hombre vencedor podamos levantarnos a la vida. Y así como la muerte obtuvo la victoria contra nosotros por culpa de un hombre, así también nosotros obtengamos la victoria contra la muerte gracias a un hombre.

   Por otra parte, el Señor no habría podido recapitular en sí mismo la antigua y original hostilidad contra la serpiente, cumpliendo así la promesa del Creador, si hubiese procedido de otro Padre. Pero es uno mismo e idéntico el que nos formó en un principio y el que envió a su Hijo al fin de los tiempos: y el Señor no ha hecho sino cumplir su mandato, tomando carne de mujer, destruyendo a nuestro Enemigo y rehaciendo al hombre a imagen y semejanza de Dios...
(22)

El Verbo, haciéndose hombre verdadero, liberó a los hombres

   Nuestro Señor es el único maestro verdadero, Hijo de Dios verdaderamente bueno y paciente, Verbo de Dios Padre que se hizo Hijo del hombre. Porque, efectivamente luchó y venció, ya que era un hombre que luchaba por sus padres, pagando con su obediencia la desobediencia. Él encadenó al que era fuerte y libertó a los débiles y dio la salvación a la obra de sus manos, destruyendo el pecado. Porque el Señor es bondadosísimo y misericordioso, y ama al género humano, y así, como hemos dicho, ha realizado la unión del hombre con Dios. Porque si no hubiera sido hombre el que venció al enemigo del hombre, la derrota del enemigo no habría sido justa; y, por otra parte, si no hubiese sido Dios el que nos daba el don de la salvación, no poseeríamos ésta de manera segura. Además, si no hubiese sido unido el hombre con Dios, no habría podido participar de la incorruptibilidad. Así pues, convenía que el mediador entre Dios y los hombres por su parentesco propio con una y otra parte redujese a entrambos a la amistad y concordia, recomendando los hombres a Dios y dando a conocer Dios a los hombres.

   ¿Cómo podríamos ser hijos de adopción por participación si no hubiésemos recibido por medio del Hijo la comunión que éste tiene con Dios, es decir, si el Verbo no la hubiese comunicado con nosotros haciéndose carne? Por esta razón, atravesó todas las edades, restituyéndolas todas a la comunión con Dios. Por consiguiente, los que dicen que sólo se manifestó aparentemente, y que no nació en la carne ni fue verdaderamente hombre, se encuentran todavía bajo la condenación antigua, y ofrecen argumentos en favor del pasado. Según ellos, no ha sido todavía vencida la muerte que «reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no pecaron a imitación de la transgresión de Adán» (Rm 5, 14). Cuando vino la ley, dada por medio de Moisés, dio testimonio acerca del pecado, declarando que era transgresor (cf. Rom 7, 13), retirando su imperio y descubriendo que no era rey, sino ladrón y declarándolo homicida. Pero la ley puso una carga sobre el hombre, que tenía en sí el pecado, mostrándole que era reo de muerte. Porque la ley, aun siendo espiritual, se limitó a poner de manifiesto el pecado, pero no lo destruyó, porque el dominio del pecado no era sobre el Espíritu, sino sobre el hombre. Era preciso, por tanto, que el que tenía que dar muerte al pecado y rescatar al hombre de su pena de muerte, se hiciera precisamente lo que éste era, es decir, hombre, reducido a esclavitud por el pecado y cautivo de la muerte. Así el pecado recibiría muerte de mano de un hombre, y el hombre escaparía a la muerte. Así como por la desobediencia de un hombre, modelado el primero de la tierra virgen, muchos fueron hechos pecadores y perdieron la vida, así fue preciso que por la obediencia de un hombre, que nació el primero de una virgen, muchos han sido justificados y han alcanzado la salvación.

   Así pues, el Verbo de Dios se hizo hombre, como dice Moisés: «Dios: sus obras son verdaderas» (Dt 32, 4). Si hubiese aparecido como carne sin haberse hecho carne, no sería su obra verdadera. Lo que aparecía, eso era: Dios que recapitulaba en si el hombre que él mismo había originariamente modelado, a fin de dar muerte al pecado, aniquilar la muerte y vivificar al hombre. Es así como «sus obras son verdaderas».

   Por el contrario, los que dicen que es un puro hombre, engendrado por José, permanecen en la esclavitud de la desobediencia original, y en ella mueren. Todavía no han entrado en comunión con el Verbo de Dios Padre, ni han recibido la libertad por medio del Hijo, como dice él mismo: «Si el Hijo os ha emancipado, verdaderamente sois libres» (Jn 8, 36). Por no reconocer al Emmanuel nacido de la Virgen, se encuentran privados de su don, que es la vida eterna. Al no recibir al Verbo de la incorruptibilidad, permanecen en su carne mortal y en deuda con la muerte, sin apropiarse el antídoto de la vida. A ellos se dirige el Verbo, explicando el don de su gracia: «Yo dije: sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo; en cambio vosotros, siendo hombres, moriréis» (Sal 81, 6-7). Esto último se refiere a los que no aceptan el don de la adopción, sino que al contrario, desprecian la encarnación y la casta generación del Verbo de Dios, robando así al hombre de aquella ascensión hasta el Señor y mostrándose ingratos para con el Verbo de Dios que por ellos se encarnó. Porque esta es la razón por la que el Verbo de Dios se hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, recibiendo en sí al Verbo y adquiriendo la filiación, se hiciese hijo de Dios.

   No podíamos adquirir la incorrupción y la inmortalidad de otra forma que uniéndonos a la incorrupción y a la inmortalidad. Y, ¿cómo podíamos unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad, si antes la incorrupción y la inmortalidad no se hacia lo que nosotros somos, de suerte que «lo corruptible fuera absorbido por la incorrupción, y lo mortal por la inmortalidad... a fin de que recibiéramos la adopción de hijos?» (cf. 1 Cor 15, 53-54; Rom 8, 15).

   En vista de esto, «¿quién explicará su generación?» (Is 53, 8). «Siendo hombre, ¿quién le reconocerá?» (Jer 17, 9). Le reconoce aquél, «a quien lo reveló el Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17) haciéndole entender que aquel que nació Hijo del hombre, «no por la voluntad de la carne ni por la voluntad de varón» (Jn 1, 13), ése es Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 13)
(23).

El Verbo eterno se encarna en el tiempo para redimir al hombre

   Puede mostrarse con evidencia, que el Verbo, que desde el principio estaba en Dios, aquel por medio del cual fueron hechas todas las cosas y que desde siempre estaba presente en el género humano, en los últimos tiempos, en el momento predeterminado por el Padre, se unió a lo que él mismo había modelado y se hizo hombre capaz de padecer. Así se elimina la objeción de los que dicen: «Si nació en aquel momento, Cristo no existía anteriormente.» Porque hemos mostrado, efectivamente, que el Hijo de Dios no empezó a existir en aquel momento, sino que desde siempre existía en el Padre.

   Pero en el momento en que se encarnó y se hizo hombre, entonces recapituló en sí mismo la larga serie de los hombres, dándonos de una manera compendiosa la salvación, de suerte que lo que habíamos perdido en Adán, es decir, el ser «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1, 26), esto mismo lo recuperásemos en Cristo Jesús.

   Porque no era posible que el hombre una vez vencido y destruido por la desobediencia, pudiese reconstruir y recuperar por sí mismo la palma de la victoria, como tampoco era posible que el que había caído bajo el pecado obtuviese él mismo su salvación. Por esto el Hijo operó lo uno y lo otro: siendo Verbo de Dios, descendió del Padre y se encarnó, descendió hasta la muerte y llevó a su término el designio de nuestra salvación. Pablo nos exhorta a creer sin hesitación en esta salvación, diciendo: «No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo?, esto es, para hacer bajar a Cristo; o ¿quién bajará al abismo?, esto es, para sacar a Cristo de entre los muertos» (Rm 10, 6-7). Y añade: «Porque si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado» (Rm 10, 9). Y Pablo da la razón por la que el Verbo de Dios obró así, cuando dice: «Para esto vivió Cristo, y murió y resucitó: para ser Señor de los vivos y de los muertos» (Rm 14, 9)
(24).

La redención de Cristo se extiende a todos los tiempos

   Por esta razón estaban pesados los ojos de los discípulos cuando Cristo vino a su pasión; y encontrándoles dormidos, el Señor primero les dejó estar, significando con ello la paciencia de Dios ante el sueño de los hombres. Pero cuando vino la segunda vez, los despertó y los hizo levantar, significando que su pasión era el momento de despertar a los discípulos que dormían. Y por ellos descendió a las regiones inferiores de la tierra (Ef 4, 9), para ver con sus ojos lo que había quedado inconcluso en su creación, a saber, aquellos de quienes decía a los discípulos: «Muchos profetas y justos desearon ver y oir lo que vosotros véis y oís» (Mt 13, 17).

   Porque Cristo no vino sólo por aquellos que en los tiempos del emperador Tiberio creyeron en él; ni el Padre tuvo sólo providencia de los hombres que ahora existen; sino que vino por todos los hombres sin excepción que desde el principio, según su capacidad, y en sus tiempos, temieron y amaron a Dios, y practicaron la justicia y la piedad para con sus prójimos, y desearon ver a Cristo y oir sus palabras. Y por esta razón, en la segunda venida, a todos los tales los despertará de su sueño y los hará levantar antes que a los demás que habrán de ser juzgados, y los establecerá en su reino.

   Porque, en efecto, no hay más que un solo Dios, que en sus designios condujo a los patriarcas, pero también justificó «a los circuncisos a partir de la fe y a los incircuncisos mediante la fe» (Rm 3, 30). Y así como nosotros estábamos prefigurados y anunciados en los que nos precedieron, así también ellos reciben en nosotros su forma cumplida, esto es, en la Iglesia, y reciben la recompensa de su labor. Por esto decía el Señor a los discípulos: «Mirad que os digo: levantad los ojos y contemplad los campos que están blancos para la mies. Porque el segador recibe su salario y recoge el fruto para la vida eterna, para que se alegren juntamente el que siembra y el que siega. Aquí se cumple la palabra de que uno es el que siembra y otro el que siega, ya que yo os he enviado a segar lo que no labrasteis; otros labraron, y vosotros os habéis introducido en su labor» (Jn 4, 35-38). ¿Quiénes son, pues, los que trabajaron, los que sirvieron a los designios de Dios? Está claro que son los patriarcas y los profetas, que fueron figura de nuestra fe y sembraron en la tierra la venida del Hijo de Dios, anunciando quién y cómo sería, a fin de que los hombres que habían de venir, teniendo temor de Dios, recibieran fácilmente, enseñados por los profetas, la venida de Cristo...

   Por esta razón, el que recibió el apostolado para con los gentiles hubo de trabajar más que los que predicaban al Hijo de Dios entre los circuncisos. Porque éstos tenían la ayuda de las Escrituras, que el Señor había confirmado y cumplido al venir tal como había sido anunciado. Pero allí se enfrentaban con una enseñanza extraña y una doctrina nueva: los dioses de los gentiles lejos de ser dioses son ídolos de los demonios; existe un solo Dios, que está sobre todo principado y potestad y dominación, y sobre todo nombre que pueda nombrarse (Ef 1, 21); que su Verbo, por naturaleza invisible, se ha hecho palpable y visible, humillándose hasta la muerte y muerte de cruz; que los que creen en él serán incorruptibles e impasibles, y recibirán el reino de los cielos. Todo esto tenía que predicarse a los gentiles por la sola palabra, sin Escrituras, y por eso tenían que trabajar más los que se dedicaban a predicar entre los gentiles.

   Pero, a su vez, aparece más generosa la fe de los gentiles al aceptar la palabra de Dios sin haber sido enseñados por las Escrituras. De esta forma suscitó Dios de las piedras hijos de Abraham, llevándolos al cortejo del iniciador y heraldo de nuestra fe, el cual aceptó la alianza de la circuncisión después de la justificación por la fe que precedió a la circuncisión, para que así quedasen prefigurados los dos testamentos, y fuese hecho padre de todos los que siguen al Verbo de Dios y admiten vivir como extranjeros en este mundo. Éstos son los que tienen fe, tanto si vienen de la circuncisión como de la incircuncisión, representados por Cristo, piedra angular en el vértice, que todo lo mantiene en cohesión, y que hace converger en un única fe de Abraham a los que, de uno y otro testamento, son aptos para el edificio de Dios
(25).

Cristo, tesoro escondido en el campo de las Escrituras

   Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque él es el «tesoro escondido en el campo» (Mt 13, 44), es decir, en el mundo, ya que «el campo es el mundo» (Mt 13, 38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas, que no podían entenderse según la capacidad humana antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Por esto se dijo al profeta Daniel: «Cierra estas palabras y sella el libro hasta el tiempo del cumplimiento, hasta que muchos lleguen a comprender y abunde el conocimiento. Porque cuando la dispersión habrá llegado a su término, todo esto será comprendido» (/Dn/12/04-07). Y también Jeremías dice: «En los últimos tiempos entenderán estas cosas» (/Jr/23/20). Porque toda profecía antes de su cumplimiento presenta enigmas y ambigüedades a los hombres. Pero cuando llega el tiempo y se realiza lo que está profetizado, entonces se puede dar una explicación clara y segura de las profecías. Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado: con ella la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios, manifestándose sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa. En ella se prenuncia que el hombre progresará tanto en el amor de Dios, que podrá incluso ver a Dios y oir su palabra, y que con el oído de su voz recibirá tal gloria que los demás hombres no podrán poner sus ojos en su rostro glorificado, como se dice en Daniel: «Los que hayan entendido brillarán como el resplandor del firmamento, y entre muchos justos como las estrellas en el firmamento por los siglos y aún más» (Dan 12, 3). Así pues, si uno lee las Escrituras de la manera dicha—que es la manera que enseñó a los discípulos el Señor después de su resurrección de entre los muertos, mostrándoles con las mismas Escrituras que convenía que el Cristo padeciese y así entrara en su gloria, predicándose la remisión de los pecados en todo el mundo—será un discípulo perfecto, semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas viejas y nuevas
(26)....

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