Magisterio de la Iglesia

San Ireneo

LA TEOLOGÍA DE SAN IRENEO

Las dos naturalezas de Cristo

   Hemos mostrado a partir de las Escrituras, que absolutamente ninguno de los hijos de Adán puede ser llamado Dios o Señor en sentido propio, pero que Cristo, al contrario de todos los hombres que jamás existieron, es anunciado por todos los profetas y los apóstoles y por el mismo Espíritu como Dios en sentido propio, y Señor, y Rey eterno, Hijo Único y Verbo encarnado: lo cual puede comprobar cualquiera capaz de alcanzar aún una pequeña parte de la verdad. Las Escrituras no darían acerca de él este testimonio si él fuera un simple hombre como los demás. Pero, porque él por encima de todos tuvo aquella generación gloriosa que le viene del Padre altísimo, y al mismo tiempo gozó de aquella otra generación gloriosa a partir de una Virgen, las Escrituras dan acerca de él este doble testimonio. Por ser hombre, no tiene honor, y es pasible, y se sienta sobre un pollino, y le dan a beber hiel y vinagre, y el pueblo le desprecia y se abaja hasta la muerte. Pero por ser Señor, es Santo, Admirable, Consejero, Hermoso en su figura y Dios fuerte que viene sobre las nubes para ser Juez del universo, Todo esto han profetizado de él las Escrituras. De la misma manera que era hombre, a fin de ser tentado, así también era Verbo, para ser glorificado. El Verbo no intervenía cuando era tentado, deshonrado, crucificado y puesto a morir; pero en cambio, estaba unido a la humanidad cuando obtenía la victoria, y aguardaba el sufrimiento, y resucitaba y era llevado a los cielos.

   Así pues, este Señor nuestro es Hijo de Dios y Verbo del Padre, y también Hijo del hombre. ya que tuvo una generación humana, hecho Hijo del hombre a partir de María, la cual pertenecía al linaje humano, siendo ella misma plenamente humana. Por esta razón, «el mismo Señor nos dio una señal... en las profundidades y arriba en las alturas» (Is 7, 14.11) sin que nadie la hubiese pedido. Nadie podía esperar que una virgen pudiese quedar encinta, y parir a un hijo y que el fruto de este parto fuese Dios con nosotros, que descendía a las profundidades de la tierra para buscar a la oveja que había perecido, que era la obra que él mismo había modelado, y que subía luego a las alturas para presentar y recomendar al Padre al hombre que había sido reencontrado, obrando en sí mismo las primicias de la resurrección del hombre. Porque, así como la cabeza resucitó de entre los muertos, así también todo el cuerpo restante, es decir, todo hombre que se encuentre en vida una vez cumplido el tiempo de su condena debida por la desobediencia, ha de resucitar...

   Así pues, Dios ha sido magnánimo ante la derrota del hombre, preparando la victoria que tenía que conseguirse por el Verbo. Porque «al desplegarse el poder en la debilidad» (2 Cor 12, 9) se manifestaba la benignidad de Dios y la gloria magnifica de su poder.

   Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por el cetáceo, no para que fuese absorbido y destruido definitivamente, sino para que, una vez arrojado de nuevo, fuera más sumiso a Dios y diese mayor gloria a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás. Porque así dice de ellos la Escritura: «Todos se retractaron de sus malos caminos y de la injusticia de sus manos, diciendo: ¿Quién sabe si Dios se arrepentirá, y apartará de nosotros su ira y así no pereceremos?» De manera semejante, Dios toleró pacientemente en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un medio de salvación que fue llevado a la práctica por el Verbo mediante el «signo de Jonás» (Le ll, 29-30) para aquellos que tienen con respecto al Señor los mismos sentimientos que Jonás, confesándolo con sus mismas palabras: «Siervo del Señor soy yo, y adoro al Dios Señor del cielo, que hizo el mar y la tierra» (Jon 1, 9). De esta forma, el hombre, recibiendo de Dios una salvación inesperada, resucita de entre los muertos y glorifica a Dios y pronuncia las palabras proféticas de Jonás: «Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó desde el seno del infierno» (Ion 2, 2). Así el hombre permanece para siempre glorificando a Dios, y le da gracias sin interrupción por la salvación que obtuvo de él, «a fin de que ninguna carne se gloríe delante del Señor» (1 Cor 1, 29), ni admita jamás el hombre pensamiento alguno contra Dios, imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo y engreyéndose con vana soberbia pensando fuera de la verdad que es por su propia naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que hacía al hombre particularmente ingrato para con aquel que lo había creado, velándole el amor que Dios tenía para con el hombre y cegando sus potencias para que no pudiera sentir de Dios como conviene: el compararse con Dios y juzgarse igual a él
(27).

Valor redentor de la pasión de Cristo

   Nuestro Señor Jesucristo sufrió una pasión extraordinariamente violenta; pero no sólo no tuvo él ningún peligro de sucumbir, sino que con su fuerza fortaleció al hombre que había sucumbido y lo restableció a la incorruptibilidad... El Señor padeció para devolver el conocimiento a los que se habían separado del Padre, dándoles acceso a él... Dándonos el conocimiento del Padre nos dio la salvación... El fruto de su pasión fue la fortaleza y el vigor. Porque el Señor con su pasión «subiendo a las alturas se llevó consigo una hueste de cautivos y derramó sus dones sobre los hombres» (Sal 67, 19; cf. Ef 4, 8). A los que tienen fe en él les concedió que pudieran «andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo el poder de su enemigo» (Lc 10, 19), es decir, del príncipe de la apostasía. Así, con su pasión, destruyó el Señor la muerte, disolvió el error, desterró la corrupción, aniquiló la ignorancia; y en cambio, nos manifestó la vida, nos mostró la verdad, nos hizo el don de la incorrupción...
(28).

   Para destruir la desobediencia original del hombre en el árbol del paraíso, el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8). Así curaba la desobediencia que había tenido lugar en un árbol, con la obediencia que tenía lugar en otro árbol (el de la cruz)... Por aquello por lo que desobedecimos a Dios y no creímos su palabra, por ello mismo introdujo la obediencia y la sumisión a su palabra. Con ello muestra abiertamente que uno mismo es el Dios a quien ofendimos en el primer Adán al transgredir el mandato, y con quien nos reconciliamos en el segundo Adán por la obediencia hasta la muerte, Con nadie más teníamos deuda, sino con aquel cuyo precepto originariamente habíamos violado; y este es el creador, del cual si miramos su amor es Padre; si miramos su poder es Señor; si miramos su sabiduría es nuestro hacedor y modelador. Pero al violar su precepto, pasamos a ser enemigos suyos; y por esto, en estos últimos tiempos, el Señor, por medio de su encarnación, ha tenido que restituirnos su amistad, haciéndose «mediador entre Dios y los hombres» (I Tim 2, 5). Él hizo que el Padre, contra el cual habíamos pecado, nos fuera benévolo, pues con su obediencia le consoló de nuestra propia desobediencia, haciendo que nosotros tuviéramos familiaridad con nuestro creador y le obedeciéramos
(29).

La ley de la esclavitud, educación para la ley de la libertad

   La ley, estando impuesta a los esclavos, educaba al alma por medio de cosas exteriores y corporales, arrastrándola, como con una cadena, a someterse a los preceptos, a fin de que el hombre aprendiera así a obedecer a Dios. Pero el Verbo, liberando al alma, le enseñó también a purificar por ella al cuerpo de una manera voluntaria. Con esto, se hizo necesario que se quitaran las cadenas de la esclavitud a las que el hombre se había ya acostumbrado, y que siguiera a Dios sin cadenas; y al mismo tiempo tenían que extenderse los preceptos de la libertad y debía crecer la sumisión al Rey, a fin de que ninguno volviera atrás y se manifestara indigno de aquel que le liberó. Porque el respeto y la obediencia para con el padre de familia son iguales en los esclavos y en los libres; pero los libres tienen una mayor confianza, puesto que el servicio libre es mayor y más glorioso que la sumisión del esclavo.

   Por esta razón, el Señor en vez de «no cometerás adulterio» nos mandó ni siquiera desearlo (Mt 5, 27-28); y en vez de «no matarás», ni siquiera encolerizarse (Mt 5, 21); y en vez de pagar los diezmos, dar todos nuestros bienes a los pobres (cf. Mt 19, 21); y amar no sólo a los prójimos, sino también a los enemigos (cf. Mt 5, 43- 44); y no sólo ser generosos y dispuestos a comunicar lo propio, sino aun dispuestos a regalar de grado a aquellos que nos roban, pues dice: «Al que te quita la túnica dale también el manto, y al que te quita tus bienes no se los reclames, y haced con los hombres lo que queréis que hagan con vosotros» (Mt 5, 40; Lc 6, 30-31). De suerte que no nos hemos de entristecer como hombres que no quieren ser timados contra su voluntad. sino que nos alegremos como quien regala de grado, más dispuestos a hacer un regalo al prójimo que a someternos a una necesidad. «Si uno, dice, te contrata para mil pasos, anda con él otros dos mil» (Mt 5, 41), de suerte que no le sigas corno un esclavo, sino que vayas delante de él como un hombre libre, mostrándote dispuesto y útil al prójimo en todo, sin considerar su malicia, sino atendiendo a perfeccionar tu propia bondad haciéndote semejante al Padre «que hace salir el sol sobre los malos y sobre los buenos, y hace llover sobre los justos y los injustos» (Mt 5, 45). Todo esto, como decíamos, no destruía la ley, sino que la cumplía y la ampliaba entre nosotros. Es como si uno dijera que el servicio del hombre libre es mayor, y que se ha arraigado en nosotros una sumisión y un efecto más plenos para con nuestro liberador, ya que no nos ha liberado para que nos apartemos de él—pues nadie puede por sí mismo conseguir los alimentos buenos de la salvación estableciéndose por su cuenta fuera de los bienes del Señor—sino para que, habiendo recibido de él un favor más grande, le amemos más. Pues cuanto mayor fuere nuestro amor para con él, tanto recibiremos de él una gloria mayor cuando estemos para siempre en la presencia del Padre.

   Así, pues, todos los preceptos naturales nos afectan por igual a nosotros y a los judíos: en éstos tuvieron comienzo y origen, mientras que en nosotros han llegado a su madurez y a su cumplimiento. En efecto, obedecer a Dios, y seguir a su Verbo, y amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo—siendo cualquier hombre prójimo de cualquier otro—, y abstenerse de toda mala acción, y otras cosas semejantes, son comunes a unos y a otros, y muestran que uno y el mismo es el Señor de todos. Éste es nuestro Señor, el Verbo de Dios, quien primero indujo a los esclavos a servir a Dios, y luego liberó a los que se sometieron a él, como dice a los discípulos: «Ya no os llamo esclavos, pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído del Padre» (Jn 15, 15). Al decir «ya no os llamo esclavos» muestra clarísimamente que él era el que en un principio había establecido por la ley aquella esclavitud de los hombres para con Dios; pero luego les concedió la libertad. Y al decir «pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor», muestra la ignorancia servil de aquel pueblo en su venida. Y al llamar amigos de Dios a sus discípulos, muestra claramente que él es el Verbo de Dios, al cual Abraham había obedecido voluntariamente y sin cadenas con su fe generosa, consiguiendo con ello hacerse «amigo de Dios» (Sant 2, 23)
(30).

Gratuidad de la vocación y necesidad de las buenas obras

   El Señor nos manifestó que, además de la vocación, convenía que nos adornásemos con obras de justicia, a fin de que el Espíritu de Dios encuentre descanso en nosotros. Porque esto significa el vestido nupcial, del que dice el Apóstol: «No queremos ser despojados, sino vestidos, para que lo mortal sea absorbido por la inmortalidad» (2 Cor 5, 4). Porque aun aquellos que han sido ciertamente llamados a la cena de Dios, si por su mala vida no dieron acogida al Espíritu Santo, serán arrojados, dice, a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). Con esto muestra claramente que el mismo rey que llamó a sus fieles de todas partes a las bodas de su Hijo y les dio el banquete de la incorruptibilidad, manda que sea arrojado a las tinieblas exteriores aquel que no tiene el vestido nupcial, es decir, el insolente. Así como en el Antiguo Testamento «muchos de ellos no le agradaron» (1 Cor 10, 5), así también en éste «muchos son llamados, pero pocos escogidos» (Mt 22, 14). Así pues, no es uno el Dios que juzga, y otro el Padre que llama a la salvación; ni es uno el que da la luz eterna y otro el que manda arrojar a las tinieblas exteriores a los que no tienen el vestido nupcial, sino que uno e idéntico es el Padre de nuestro Señor, por quien fueron enviados los profetas. Él es quien llama a los indignos por su inmensa benignidad, y él es el que examina si los llamados tienen el vestido apropiado y conveniente para las nupcias de su Hijo, ya que no puede agradarse en nada inconveniente y malo... Porque el que es bueno y justo y puro y sin mancha, no puede tolerar en su tálamo nupcial nada malo, injusto o abominable. Este es el Padre de nuestro Señor, por cuya providencia todas las cosas existen, y por cuyo mandato todas son administradas. Él da sus dones gratuitamente a quien conviene, pero justísimamente da su merecido a los ingratos y a los que son insensibles a su benignidad, siendo remunerador justísimo...
(31).

Los que somos hijos de Dios por naturaleza, hemos de serlo también por obediencia

   La denominación de hijo puede entenderse de dos maneras: del hijo natural, realmente engendrado como hijo, y del que eventualmente es constituido como hijo, al ser reconocido como tal. En realidad hay diferencia entre el hijo natural y el reconocido. El primero es simplemente el nacido de otro, pero el segundo es el constituido hijo por otro, del que recibe una determinada condición o un magisterio doctrinal, ya que el que es enseñado por la palabra de otro es llamado hijo de su maestro, y éste, a su vez, es llamado su padre. Así pues, según la condición natural, podemos decir que todos somos hijos de Dios, ya que todos hemos sido creados por él. Pero según la obediencia y la enseñanza seguida, no todos son hijos de Dios, sino sólo los que se confían a él y hacen su voluntad. Los que no se le confían ni hacen su voluntad son hijos del diablo, puesto que hacen las obras del diablo. Que esto sea así se declara en Isaías: «Engendré hijos y los crié: pero ellos me despreciaron» (Is 1, 2). Y en otro lugar los llama hijos extraños: «Los hijos extraños me han defraudado» (Sal 17, 46). Estos son hijos naturales por cuanto han sido creados por él: pero no son hijos según sus obras. Porque así como entre los hombres los hijos repudiados que se han revelado contra sus padres, aunque sean realmente sus hijos naturales son considerados por la ley como extraños y no heredan de sus padres naturales, así también en lo que se refiere a Dios: los que no le obedecen son repudiados por él y dejan de ser sus hijos, sin que puedan recibir su herencia...
(32).

Realidad de la encarnación, según el designio de Dios

   El Verbo, hijo único de Dios, que está siempre presente en el género humano, se unió a la obra de su creación impregnándola toda según el beneplácito del Padre y haciéndose carne. Éste es Jesucristo, nuestro Señor, el mismo que padeció por nosotros, y resucitó por nosotros, y que vendrá de nuevo con la gloria del Padre para resucitar a toda carne y para hacer patente la salvación y mostrar la norma del justo juicio en todo el universo a él sometido. Así pues, uno es Dios Padre, como hemos mostrado; y uno es Jesucristo, nuestro Señor, que viene a través de toda la «economía» y recapitula en sí mismo todas las cosas (cf. Ef 1, 10). Entre «todas las cosas» queda también comprendido el hombre, que ha sido modelado por Dios. Y así también recapitula al hombre en sí mismo, y de invisible se hace visible, de inasequible se hace asequible, de impasible se hace pasible; de Verbo se hace hombre, recapitulando en si mismo todas las cosas, de suerte que así como el Verbo de Dios es cabeza del mundo supraceleste e invisible y espiritual, así también tenga el principado en el mundo de lo visible y de lo corporal, asumiendo en sí mismo la primacía y constituyéndose a sí mismo en cabeza de la Iglesia, atrayendo a sí todas las cosas en el tiempo conveniente (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; Jn 12, 32)
(33).

   En él no hay nada fuera de orden o intempestivo, así como en su Padre tampoco hay nada incoherente. Todas las cosas han sido conocidas de antemano por el Padre, y son llevadas a cabo por el Hijo cuando sea conveniente y según su orden en el tiempo oportuno. Por esta razón, cuando María quería acelerar aquel maravilloso milagro del vino, queriendo tener parte antes de tiempo en aquel cáliz que todo lo compendia, el Señor rechaza su intempestiva premura diciendo: «Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mi? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Es que esperaba aquella hora que era conocida de antemano por el Padre. Por esta razón también, cuando en muchas ocasiones los hombres querían prenderle, se dice: «Nadie puso las manos en él: porque no había llegado su hora» (Jn 7, 30); es decir la hora de su prendimiento y el tiempo de su pasión, que era conocido de antemano por el Padre, como dice el profeta Habacuc: «Es cuando se acerquen los años cuando serás conocido, y te mostrarás cuando llegue su tiempo; cuando mi alma se encuentre turbada por tu ira, entonces te acordarás de tu misericordia» (Hab 3, 2). Y asimismo dice Pablo: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gál 4, 4). Esto manifiesta que todo lo que el Padre había conocido de antemano, lo llevó a cabo nuestro Señor en el orden, el tiempo y la hora previstos y convenientes, siendo él uno e inmutable, pero a la vez rico y múltiple. Porque él sirve a la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo Salvador de los que se salvan, Señor de los que le están sometidos, Dios de todo lo creado, Hijo único del Padre, Cristo que había sido anunciado y Verbo de Dios hecho carne cuando, al llegar la plenitud de los tiempos, fue preciso que el hijo de Dios se convirtiera en Hijo del hombre
(34).

La formación de Adán y la formación de Cristo

   Así como la sustancia del primer hombre, Adán, fue tomada de la tierra intacta y todavía virgen—pues todavía Dios no había hecho llover, ni el hombre había trabajado la tierra (Gén 2, 5)— y fue modelado por la mano de Dios, es decir, por el Verbo de Dios, «por el cual han sido hechas todas las cosas», de suerte que el Señor «tomó limo de la tierra y modeló al hombre» (Gén 2, 7), así el Verbo, al recapitular en si mismo al mismo Adán tomó sustancia de María, siendo ésta todavía virgen, con una generación que reproduce debidamente la de Adán. Efectivamente. si el primer Adán hubiese tenido por padre a un hombre y hubiese nacido de semen de varón, podrían decir con razón que el segundo Adán había sido engendrado por José. Pero si el primer Adán fue tomado de la tierra y modelado por el Verbo de Dios, era congruente que el mismo Verbo, al obrar en sí mismo una recapitulación de Adán, tuviera una generación semejante a la de éste. Ahora bien, ¿por qué no tomó Dios por segunda vez el limo de la tierra, sino que modeló su nueva obra tomando sustancia de María? A fin de que su obra no fuese «otra», y así fuese «otra» la obra que se salvase, sino que fuese la misma obra la que se reasumiese, guardándose la semejanza.

   Andan errados, por tanto, los que dicen que Cristo no tomó nada de la Virgen: queriendo rechazar la herencia de la carne, rechazan también la afinidad. Porque si aquél fue modelado y recibió su existencia de la tierra por obra de la mano artista de Dios, y en cambio éste ya no por obra de esta mano artista, ya no se guarda la semejanza de éste con aquel hombre
(35).

Eva y María

   Como fin de aquella seducción con la que Eva, desposada ya con su marido, fue perversamente seducida, la virgen María recibió maravillosamente del ángel su anuncio según la verdad, estando ya bajo el dominio de su marido. Porque así como Eva fue seducida por las palabras de un ángel para escapar al dominio de Dios y despreciar su palabra, así María recibió el anuncio de las palabras de un ángel a fin de que llevara a Dios haciéndose obediente a su palabra. Y si aquélla desobedeció a Dios, ésta aceptó obedecer a Dios, a fin de que la virgen María se convirtiera en abogada de la virgen Eva. Y así como el genero humano fue sometido a la muerte por obra de aquella virgen, así recibe la salvación por obra de esta Virgen. En el plato equilibrado de la balanza están la desobediencia de una virgen y la obediencia de otra Virgen. El pecado del primer padre queda borrado con el castigo del primogénito, y la astucia de la serpiente con la simplicidad de la paloma, quedando rotas aquellas cadenas con las que estábamos atados a la muerte
(36).

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