Las
dos naturalezas de Cristo
Hemos mostrado a partir de las Escrituras, que absolutamente
ninguno de los hijos de Adán puede ser llamado Dios o Señor en sentido
propio, pero que Cristo, al contrario de todos los hombres que jamás
existieron, es anunciado por todos los profetas y los apóstoles y por el
mismo Espíritu como Dios en sentido propio, y Señor, y Rey eterno, Hijo
Único y Verbo encarnado: lo cual puede comprobar cualquiera capaz de
alcanzar aún una pequeña parte de la verdad. Las Escrituras no darían
acerca de él este testimonio si él fuera un simple hombre como los demás.
Pero, porque él por encima de todos tuvo aquella generación gloriosa que
le viene del Padre altísimo, y al mismo tiempo gozó de aquella otra
generación gloriosa a partir de una Virgen, las Escrituras dan acerca de
él este doble testimonio. Por ser hombre, no tiene honor, y es pasible, y
se sienta sobre un pollino, y le dan a beber hiel y vinagre, y el pueblo
le desprecia y se abaja hasta la muerte. Pero por ser Señor, es Santo,
Admirable, Consejero, Hermoso en su figura y Dios fuerte que viene sobre
las nubes para ser Juez del universo, Todo esto han profetizado de él las
Escrituras. De la misma manera que era hombre, a fin de ser tentado, así
también era Verbo, para ser glorificado. El Verbo no intervenía cuando
era tentado, deshonrado, crucificado y puesto a morir; pero en cambio,
estaba unido a la humanidad cuando obtenía la victoria, y aguardaba el
sufrimiento, y resucitaba y era llevado a los cielos.
Así pues, este Señor nuestro es Hijo de Dios y Verbo del
Padre, y también Hijo del hombre. ya que tuvo una generación humana,
hecho Hijo del hombre a partir de María, la cual pertenecía al linaje
humano, siendo ella misma plenamente humana. Por esta razón, «el mismo
Señor nos dio una señal... en las profundidades y arriba en las alturas»
(Is 7, 14.11) sin que nadie la hubiese pedido. Nadie podía esperar que
una virgen pudiese quedar encinta, y parir a un hijo y que el fruto de
este parto fuese Dios con nosotros, que descendía a las profundidades de
la tierra para buscar a la oveja que había perecido, que era la obra que
él mismo había modelado, y que subía luego a las alturas para presentar
y recomendar al Padre al hombre que había sido reencontrado, obrando en sí
mismo las primicias de la resurrección del hombre. Porque, así como la
cabeza resucitó de entre los muertos, así también todo el cuerpo
restante, es decir, todo hombre que se encuentre en vida una vez cumplido
el tiempo de su condena debida por la desobediencia, ha de resucitar...
Así pues, Dios ha sido magnánimo ante la derrota del
hombre, preparando la victoria que tenía que conseguirse por el Verbo.
Porque «al desplegarse el poder en la debilidad» (2 Cor 12, 9) se
manifestaba la benignidad de Dios y la gloria magnifica de su poder.
Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por el
cetáceo, no para que fuese absorbido y destruido definitivamente, sino
para que, una vez arrojado de nuevo, fuera más sumiso a Dios y diese
mayor gloria a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada,
induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor
que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel
milagro de Jonás. Porque así dice de ellos la Escritura: «Todos se
retractaron de sus malos caminos y de la injusticia de sus manos,
diciendo: ¿Quién sabe si Dios se arrepentirá, y apartará de nosotros
su ira y así no pereceremos?» De manera semejante, Dios toleró
pacientemente en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel
gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese
absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de
antemano un medio de salvación que fue llevado a la práctica por el
Verbo mediante el «signo de Jonás» (Le ll, 29-30) para aquellos que
tienen con respecto al Señor los mismos sentimientos que Jonás, confesándolo
con sus mismas palabras: «Siervo del Señor soy yo, y adoro al Dios Señor
del cielo, que hizo el mar y la tierra» (Jon 1, 9). De esta forma, el
hombre, recibiendo de Dios una salvación inesperada, resucita de entre
los muertos y glorifica a Dios y pronuncia las palabras proféticas de Jonás:
«Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó desde el seno del
infierno» (Ion 2, 2). Así el hombre permanece para siempre glorificando
a Dios, y le da gracias sin interrupción por la salvación que obtuvo de
él, «a fin de que ninguna carne se gloríe delante del Señor» (1 Cor
1, 29), ni admita jamás el hombre pensamiento alguno contra Dios,
imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo y engreyéndose
con vana soberbia pensando fuera de la verdad que es por su propia
naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que hacía al hombre
particularmente ingrato para con aquel que lo había creado, velándole el
amor que Dios tenía para con el hombre y cegando sus potencias para que
no pudiera sentir de Dios como conviene: el compararse con Dios y juzgarse
igual a él (27).
Valor redentor de la pasión de Cristo
Nuestro Señor Jesucristo sufrió una pasión
extraordinariamente violenta; pero no sólo no tuvo él ningún peligro de
sucumbir, sino que con su fuerza fortaleció al hombre que había
sucumbido y lo restableció a la incorruptibilidad... El Señor padeció
para devolver el conocimiento a los que se habían separado del Padre, dándoles
acceso a él... Dándonos el conocimiento del Padre nos dio la salvación...
El fruto de su pasión fue la fortaleza y el vigor. Porque el Señor con
su pasión «subiendo a las alturas se llevó consigo una hueste de
cautivos y derramó sus dones sobre los hombres» (Sal 67, 19; cf. Ef 4,
8). A los que tienen fe en él les concedió que pudieran «andar sobre
serpientes y escorpiones y sobre todo el poder de su enemigo» (Lc 10,
19), es decir, del príncipe de la apostasía. Así, con su pasión,
destruyó el Señor la muerte, disolvió el error, desterró la corrupción,
aniquiló la ignorancia; y en cambio, nos manifestó la vida, nos mostró
la verdad, nos hizo el don de la incorrupción... (28).
Para destruir la desobediencia original del hombre en el árbol
del paraíso, el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz (Flp 2, 8). Así curaba la desobediencia que había tenido lugar en
un árbol, con la obediencia que tenía lugar en otro árbol (el de la
cruz)... Por aquello por lo que desobedecimos a Dios y no creímos su
palabra, por ello mismo introdujo la obediencia y la sumisión a su
palabra. Con ello muestra abiertamente que uno mismo es el Dios a quien
ofendimos en el primer Adán al transgredir el mandato, y con quien nos
reconciliamos en el segundo Adán por la obediencia hasta la muerte, Con
nadie más teníamos deuda, sino con aquel cuyo precepto originariamente
habíamos violado; y este es el creador, del cual si miramos su amor es
Padre; si miramos su poder es Señor; si miramos su sabiduría es nuestro
hacedor y modelador. Pero al violar su precepto, pasamos a ser enemigos
suyos; y por esto, en estos últimos tiempos, el Señor, por medio de su
encarnación, ha tenido que restituirnos su amistad, haciéndose «mediador
entre Dios y los hombres» (I Tim 2, 5). Él hizo que el Padre, contra el
cual habíamos pecado, nos fuera benévolo, pues con su obediencia le
consoló de nuestra propia desobediencia, haciendo que nosotros tuviéramos
familiaridad con nuestro creador y le obedeciéramos (29).
La ley de la esclavitud, educación para la ley de la libertad
La ley, estando impuesta a los esclavos, educaba al alma por
medio de cosas exteriores y corporales, arrastrándola, como con una
cadena, a someterse a los preceptos, a fin de que el hombre aprendiera así
a obedecer a Dios. Pero el Verbo, liberando al alma, le enseñó también
a purificar por ella al cuerpo de una manera voluntaria. Con esto, se hizo
necesario que se quitaran las cadenas de la esclavitud a las que el hombre
se había ya acostumbrado, y que siguiera a Dios sin cadenas; y al mismo
tiempo tenían que extenderse los preceptos de la libertad y debía crecer
la sumisión al Rey, a fin de que ninguno volviera atrás y se manifestara
indigno de aquel que le liberó. Porque el respeto y la obediencia para
con el padre de familia son iguales en los esclavos y en los libres; pero
los libres tienen una mayor confianza, puesto que el servicio libre es
mayor y más glorioso que la sumisión del esclavo.
Por esta razón, el Señor en vez de «no cometerás
adulterio» nos mandó ni siquiera desearlo (Mt 5, 27-28); y en vez de «no
matarás», ni siquiera encolerizarse (Mt 5, 21); y en vez de pagar los
diezmos, dar todos nuestros bienes a los pobres (cf. Mt 19, 21); y amar no
sólo a los prójimos, sino también a los enemigos (cf. Mt 5, 43- 44); y
no sólo ser generosos y dispuestos a comunicar lo propio, sino aun
dispuestos a regalar de grado a aquellos que nos roban, pues dice: «Al
que te quita la túnica dale también el manto, y al que te quita tus
bienes no se los reclames, y haced con los hombres lo que queréis que
hagan con vosotros» (Mt 5, 40; Lc 6, 30-31). De suerte que no nos hemos
de entristecer como hombres que no quieren ser timados contra su voluntad.
sino que nos alegremos como quien regala de grado, más dispuestos a hacer
un regalo al prójimo que a someternos a una necesidad. «Si uno, dice, te
contrata para mil pasos, anda con él otros dos mil» (Mt 5, 41), de
suerte que no le sigas corno un esclavo, sino que vayas delante de él
como un hombre libre, mostrándote dispuesto y útil al prójimo en todo,
sin considerar su malicia, sino atendiendo a perfeccionar tu propia bondad
haciéndote semejante al Padre «que hace salir el sol sobre los malos y
sobre los buenos, y hace llover sobre los justos y los injustos» (Mt 5,
45). Todo esto, como decíamos, no destruía la ley, sino que la cumplía
y la ampliaba entre nosotros. Es como si uno dijera que el servicio del
hombre libre es mayor, y que se ha arraigado en nosotros una sumisión y
un efecto más plenos para con nuestro liberador, ya que no nos ha
liberado para que nos apartemos de él—pues nadie puede por sí mismo
conseguir los alimentos buenos de la salvación estableciéndose por su
cuenta fuera de los bienes del Señor—sino para que, habiendo recibido
de él un favor más grande, le amemos más. Pues cuanto mayor fuere
nuestro amor para con él, tanto recibiremos de él una gloria mayor
cuando estemos para siempre en la presencia del Padre.
Así, pues, todos los preceptos naturales nos afectan por
igual a nosotros y a los judíos: en éstos tuvieron comienzo y origen,
mientras que en nosotros han llegado a su madurez y a su cumplimiento. En
efecto, obedecer a Dios, y seguir a su Verbo, y amarle sobre todas las
cosas y al prójimo como a uno mismo—siendo cualquier hombre prójimo de
cualquier otro—, y abstenerse de toda mala acción, y otras cosas
semejantes, son comunes a unos y a otros, y muestran que uno y el mismo es
el Señor de todos. Éste es nuestro Señor, el Verbo de Dios, quien
primero indujo a los esclavos a servir a Dios, y luego liberó a los que
se sometieron a él, como dice a los discípulos: «Ya no os llamo
esclavos, pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he
llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído del Padre»
(Jn 15, 15). Al decir «ya no os llamo esclavos» muestra clarísimamente
que él era el que en un principio había establecido por la ley aquella
esclavitud de los hombres para con Dios; pero luego les concedió la
libertad. Y al decir «pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor»,
muestra la ignorancia servil de aquel pueblo en su venida. Y al llamar
amigos de Dios a sus discípulos, muestra claramente que él es el Verbo
de Dios, al cual Abraham había obedecido voluntariamente y sin cadenas
con su fe generosa, consiguiendo con ello hacerse «amigo de Dios» (Sant
2, 23) (30).
Gratuidad de la vocación y necesidad de las buenas obras
El Señor nos manifestó que, además de la vocación, convenía
que nos adornásemos con obras de justicia, a fin de que el Espíritu de
Dios encuentre descanso en nosotros. Porque esto significa el vestido
nupcial, del que dice el Apóstol: «No queremos ser despojados, sino
vestidos, para que lo mortal sea absorbido por la inmortalidad» (2 Cor 5,
4). Porque aun aquellos que han sido ciertamente llamados a la cena de
Dios, si por su mala vida no dieron acogida al Espíritu Santo, serán
arrojados, dice, a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). Con esto muestra
claramente que el mismo rey que llamó a sus fieles de todas partes a las
bodas de su Hijo y les dio el banquete de la incorruptibilidad, manda que
sea arrojado a las tinieblas exteriores aquel que no tiene el vestido
nupcial, es decir, el insolente. Así como en el Antiguo Testamento «muchos
de ellos no le agradaron» (1 Cor 10, 5), así también en éste «muchos
son llamados, pero pocos escogidos» (Mt 22, 14). Así pues, no es uno el
Dios que juzga, y otro el Padre que llama a la salvación; ni es uno el
que da la luz eterna y otro el que manda arrojar a las tinieblas
exteriores a los que no tienen el vestido nupcial, sino que uno e idéntico
es el Padre de nuestro Señor, por quien fueron enviados los profetas. Él
es quien llama a los indignos por su inmensa benignidad, y él es el que
examina si los llamados tienen el vestido apropiado y conveniente para las
nupcias de su Hijo, ya que no puede agradarse en nada inconveniente y
malo... Porque el que es bueno y justo y puro y sin mancha, no puede
tolerar en su tálamo nupcial nada malo, injusto o abominable. Este es el
Padre de nuestro Señor, por cuya providencia todas las cosas existen, y
por cuyo mandato todas son administradas. Él da sus dones gratuitamente a
quien conviene, pero justísimamente da su merecido a los ingratos y a los
que son insensibles a su benignidad, siendo remunerador justísimo... (31).
Los que somos hijos de Dios por naturaleza, hemos de serlo también
por obediencia
La denominación de hijo puede entenderse de dos maneras: del
hijo natural, realmente engendrado como hijo, y del que eventualmente es
constituido como hijo, al ser reconocido como tal. En realidad hay
diferencia entre el hijo natural y el reconocido. El primero es
simplemente el nacido de otro, pero el segundo es el constituido hijo por
otro, del que recibe una determinada condición o un magisterio doctrinal,
ya que el que es enseñado por la palabra de otro es llamado hijo de su
maestro, y éste, a su vez, es llamado su padre. Así pues, según la
condición natural, podemos decir que todos somos hijos de Dios, ya que
todos hemos sido creados por él. Pero según la obediencia y la enseñanza
seguida, no todos son hijos de Dios, sino sólo los que se confían a él
y hacen su voluntad. Los que no se le confían ni hacen su voluntad son
hijos del diablo, puesto que hacen las obras del diablo. Que esto sea así
se declara en Isaías: «Engendré hijos y los crié: pero ellos me
despreciaron» (Is 1, 2). Y en otro lugar los llama hijos extraños: «Los
hijos extraños me han defraudado» (Sal 17, 46). Estos son hijos
naturales por cuanto han sido creados por él: pero no son hijos según
sus obras. Porque así como entre los hombres los hijos repudiados que se
han revelado contra sus padres, aunque sean realmente sus hijos naturales
son considerados por la ley como extraños y no heredan de sus padres
naturales, así también en lo que se refiere a Dios: los que no le
obedecen son repudiados por él y dejan de ser sus hijos, sin que puedan
recibir su herencia... (32).
Realidad de la encarnación, según el designio de Dios
El Verbo, hijo único de Dios, que está siempre presente en
el género humano, se unió a la obra de su creación impregnándola toda
según el beneplácito del Padre y haciéndose carne. Éste es Jesucristo,
nuestro Señor, el mismo que padeció por nosotros, y resucitó por
nosotros, y que vendrá de nuevo con la gloria del Padre para resucitar a
toda carne y para hacer patente la salvación y mostrar la norma del justo
juicio en todo el universo a él sometido. Así pues, uno es Dios Padre,
como hemos mostrado; y uno es Jesucristo, nuestro Señor, que viene a través
de toda la «economía» y recapitula en sí mismo todas las cosas (cf. Ef
1, 10). Entre «todas las cosas» queda también comprendido el hombre,
que ha sido modelado por Dios. Y así también recapitula al hombre en sí
mismo, y de invisible se hace visible, de inasequible se hace asequible,
de impasible se hace pasible; de Verbo se hace hombre, recapitulando en si
mismo todas las cosas, de suerte que así como el Verbo de Dios es cabeza
del mundo supraceleste e invisible y espiritual, así también tenga el
principado en el mundo de lo visible y de lo corporal, asumiendo en sí
mismo la primacía y constituyéndose a sí mismo en cabeza de la Iglesia,
atrayendo a sí todas las cosas en el tiempo conveniente (cf. Col 1, 18;
Ef 1, 22; Jn 12, 32) (33).
En él no hay nada fuera de orden o intempestivo, así como
en su Padre tampoco hay nada incoherente. Todas las cosas han sido
conocidas de antemano por el Padre, y son llevadas a cabo por el Hijo
cuando sea conveniente y según su orden en el tiempo oportuno. Por esta
razón, cuando María quería acelerar aquel maravilloso milagro del vino,
queriendo tener parte antes de tiempo en aquel cáliz que todo lo
compendia, el Señor rechaza su intempestiva premura diciendo: «Mujer, ¿qué
nos importa a ti y a mi? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Es
que esperaba aquella hora que era conocida de antemano por el Padre. Por
esta razón también, cuando en muchas ocasiones los hombres querían
prenderle, se dice: «Nadie puso las manos en él: porque no había
llegado su hora» (Jn 7, 30); es decir la hora de su prendimiento y el
tiempo de su pasión, que era conocido de antemano por el Padre, como dice
el profeta Habacuc: «Es cuando se acerquen los años cuando serás
conocido, y te mostrarás cuando llegue su tiempo; cuando mi alma se
encuentre turbada por tu ira, entonces te acordarás de tu misericordia»
(Hab 3, 2). Y asimismo dice Pablo: «Cuando vino la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gál 4, 4). Esto manifiesta que todo lo
que el Padre había conocido de antemano, lo llevó a cabo nuestro Señor
en el orden, el tiempo y la hora previstos y convenientes, siendo él uno
e inmutable, pero a la vez rico y múltiple. Porque él sirve a la rica y
múltiple voluntad del Padre, siendo Salvador de los que se salvan, Señor
de los que le están sometidos, Dios de todo lo creado, Hijo único del
Padre, Cristo que había sido anunciado y Verbo de Dios hecho carne
cuando, al llegar la plenitud de los tiempos, fue preciso que el hijo de
Dios se convirtiera en Hijo del hombre (34).
La formación de Adán y la formación de Cristo
Así como la sustancia del primer hombre, Adán, fue tomada de la tierra
intacta y todavía virgen—pues todavía Dios no había hecho llover, ni
el hombre había trabajado la tierra (Gén 2, 5)— y fue modelado por la
mano de Dios, es decir, por el Verbo de Dios, «por el cual han sido
hechas todas las cosas», de suerte que el Señor «tomó limo de la
tierra y modeló al hombre» (Gén 2, 7), así el Verbo, al recapitular en
si mismo al mismo Adán tomó sustancia de María, siendo ésta todavía
virgen, con una generación que reproduce debidamente la de Adán.
Efectivamente. si el primer Adán hubiese tenido por padre a un hombre y
hubiese nacido de semen de varón, podrían decir con razón que el
segundo Adán había sido engendrado por José. Pero si el primer Adán
fue tomado de la tierra y modelado por el Verbo de Dios, era congruente
que el mismo Verbo, al obrar en sí mismo una recapitulación de Adán,
tuviera una generación semejante a la de éste. Ahora bien, ¿por qué no
tomó Dios por segunda vez el limo de la tierra, sino que modeló su nueva
obra tomando sustancia de María? A fin de que su obra no fuese «otra»,
y así fuese «otra» la obra que se salvase, sino que fuese la misma obra
la que se reasumiese, guardándose la semejanza.
Andan errados, por tanto, los que dicen que Cristo no tomó
nada de la Virgen: queriendo rechazar la herencia de la carne, rechazan
también la afinidad. Porque si aquél fue modelado y recibió su
existencia de la tierra por obra de la mano artista de Dios, y en cambio
éste ya no por obra de esta mano artista, ya no se guarda la semejanza de
éste con aquel hombre
(35).
Eva y María.
Como fin de aquella seducción con la que Eva, desposada ya
con su marido, fue perversamente seducida, la virgen María recibió
maravillosamente del ángel su anuncio según la verdad, estando ya bajo
el dominio de su marido. Porque así como Eva fue seducida por las
palabras de un ángel para escapar al dominio de Dios y despreciar su
palabra, así María recibió el anuncio de las palabras de un ángel a
fin de que llevara a Dios haciéndose obediente a su palabra. Y si aquélla
desobedeció a Dios, ésta aceptó obedecer a Dios, a fin de que la virgen
María se convirtiera en abogada de la virgen Eva. Y así como el genero
humano fue sometido a la muerte por obra de aquella virgen, así recibe la
salvación por obra de esta Virgen. En el plato equilibrado de la balanza
están la desobediencia de una virgen y la obediencia de otra Virgen. El
pecado del primer padre queda borrado con el castigo del primogénito, y
la astucia de la serpiente con la simplicidad de la paloma, quedando rotas
aquellas cadenas con las que estábamos atados a la muerte
(36).
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