Magisterio de la Iglesia
San Ireneo
LA TEOLOGÍA DE SAN IRENEO
El hombre es verdaderamente libre «Cuántas veces quise recoger a tus hijos, y tú no quisiste» (Mt 23, 37). Con estas palabras el Señor declara el antiguo principio de la libertad del hombre. Dios lo hizo libre desde un principio, y así como le dio la vida le dio también el dominio sobre sus actos, para que voluntariamente se adhiriera a la voluntad de Dios, y no por coacción del mismo Dios. Porque Dios no hace violencia, aunque su voluntad es siempre buena para el hombre, y tiene, por tanto, un designio bueno para cada uno. Sin embargo, dejó al hombre la libertad de elección, lo mismo que a los ángeles, que son también seres racionales. De esta suerte, los que obedeciesen justamente alcanzarían el bien, el cual, aunque es regalo de Dios, ellos tendrían en su mano el retenerlo. Por el contrario, los que no obedeciesen justamente serian privados del bien y recibirían la pena merecida, ya que Dios les dio el bien con benignidad, pero ellos no fueron capaces de guardarlo diligentemente, ni lo estimaron en su valor, sino que despreciaron su extraordinaria bondad... Si por naturaleza unos hubiesen sido hechos buenos y otros malos, ni aquellos serian dignos de alabanza por su bondad, que seria un don de la naturaleza, ni éstos vituperables, pues habrían sido creados malos. Pero todos son iguales por naturaleza, y pueden aceptar el bien y negociar con él, o bien perderlo y no negociar con él. Por esta razón entre los hombres bien organizados, y mucho más delante de Dios, los primeros reciben la alabanza y la buena fama de haber elegido el bien y haber perseverado en él, mientras que los otros son acusados y reciben el castigo merecido, por haber rechazado el bien y la justicia... Si no estuviese en nuestra mano hacer una cosa o dejarla de hacer, ¿con qué razón el Apóstol y, lo que es más, el mismo Señor, nos exhortarían a hacer ciertas cosas y a abstenernos de otras? Pero, teniendo el hombre desde su origen capacidad de libre decisión, y teniendo Dios, a cuya semejanza ha sido hecho el hombre, igualmente libre decisión, el hombre es siempre exhortado a adherirse al bien que se obtiene sometiéndose a Dios. Y no sólo en sus acciones, sino también en lo que se refiere a la fe quiso Dios preservar la libertad del hombre y la autonomía de su decisión, pues dice: «Hágase según tu fe» (Mt 9, 29), mostrando que la fe es algo propio del hombre, ya que tiene poder de decisión propia. Y dice en otra ocasión: «Todo es posible al que cree» (Mc 9, 23); y en otra: «Vete, y cúmplase según creíste» (Mt 8, 13), Semejantes expresiones muestran que la fe está en la libre decisión del hombre. Por esto, «el que cree en él, tiene vida eterna» (Jn 3, 36) (46). Cristo juzgará los frutos de la libertad del hombre Toda la apariencia de este mundo ha de pasar cuando llegue su tiempo, para que el fruto se recoja en el granero, y las pajas se abandonen al fuego. «Porque el día del Señor está encendido como un horno, y todos los pecadores que obran injusticias serán como cañas, y el día que está inminente los abrasará» (Mal 4, 1). ¿Quién es este Señor que hará venir tal día? Juan el bautista lo indica, cuando dice de Cristo: «Él os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego; él tiene la pala en su mano para limpiar su era, y recogerá el fruto en el granero, mientras que la paja la quemará en él fuego inextinguible» (Mt 3, 11-12; Lc 3, 16-17). Así pues, no son distintos el que hizo el trigo y el que hizo la paja, sino que son el mismo, y él los juzgará, es decir, los separará. Sin embargo, el trigo y la paja son cosas sin vida y sin razón, hechas por la naturaleza tales como son. Pero el hombre es racional, y bajo este aspecto es semejante a Dios, libre y dueño de sus actos, y causa de que se convierta a sí mismo ya en trigo, ya en paja. Por esta razón puede ser justamente condenado, ya que habiendo sido hecho racional perdió la verdadera razón. Se opuso a la justicia de Dios viviendo de manera irracional y entregándose a todo impulso terreno y haciéndose esclavo de todos los placeres, como dice el profeta: «El hombre no comprendió la dignidad que tenía; se puso al nivel de los asnos irracionales, haciéndose semejante a ellos» (Sal 48, 21) (47). El origen y la inmortalidad del alma Si dicen algunos que las almas que han comenzado a existir desde poco tiempo antes no pueden permanecer durante mucho tiempo, sino que han de ser inengendradas para que puedan ser inmortales, y que si han tenido un comienzo en el nacimiento habrán de morir con el mismo cuerpo, aprendan los tales que sólo Dios, Señor de todas las cosas, no tiene principio ni fin, sino que realmente es siempre el mismo y permanece de la misma manera Todas las cosas que de él proceden, todas las que han sido o son hechas, tienen su comienzo por generación, y precisamente bajo esta razón de no ser inengendradas son inferiores a aquel que las hizo. Con todo, pueden permanecer y durar por una serie de siglos, según la voluntad del Dios que las hizo, el cual, así como les confirió el don de comenzar a ser, les da luego el de seguir existiendo. El cielo que está encima de nosotros, el firmamento, el sol, la luna y los demás astros, así como todos los ornamentos que en el cielo se encuentran, en un principio no existían, pero fueron hechos y luego continúan durante mucho tiempo, según el designio de Dios. Así también, el que piense que en lo que se refiere a las almas, y a los espíritus, y en general a todo lo que ha sido creado sucede lo mismo, no se equivocará. Porque todo lo creado tiene ciertamente el origen de su creación, pero sigue durando todo el tiempo que Dios quiere que exista y que dure. Confirma esta manera de ver el espíritu profético cuando dice: «Porque él lo dijo, y fueron las cosas hechas; él lo mandó y fueron creadas. Las estableció para siempre y por los siglos de los siglos» (Sal 148, 5-ó). Y también dice sobre la salvación del hombre: «Te pidió la vida, y le diste una longitud de días por los siglos de los siglos» (Sal 20, 4), mostrando que el padre de todas las cosas confiere la duración por los siglos de los siglos a los que se salvan. Porque nuestra vida no nos viene de nosotros ni de nuestra naturaleza, sino que se nos da como gracia de Dios. Por esta razón, el que conserva el don de la vida, dando gracias al que se lo dio, recibirá una longitud de días por los siglos de los siglos. En cambio, el que lo rehúsa, y no agradece a su creador el haber sido creado, y no reconoce a aquel de quien recibe el ser, él mismo se priva de la duración por los siglos de los siglos. Por esta razón decía el Señor a los que se mostraban ingratos para con él: «Si no habéis sido fieles en lo poco, ¿quién os dará lo mucho?» (Lc 16, 11), con lo cual quería decir que los que en esta breve vida temporal se han mostrado ingratos para con aquel que se la dio, con razón no recibirán del mismo la longitud de los días por los siglos de los siglos. Porque así como el cuerpo animal de por sí no es el alma, pero participa del alma todo el tiempo que Dios quiere, así el alma de por sí no es la vida, pero participa de la vida que Dios le confiere. De ahí la palabra profética referente al primer padre: «Fue hecho una alma vivientes (Gén 2, 7), enseñándonos que el alma fue hecha viviente por participación de la vida, entendiéndose por una parte el alma, y por otra la vida que tiene. Así pues, siendo Dios el que da la vida y la duración indefinida, es posible que las almas que originariamente no existían sigan existiendo mientras Dios quiera que existan y que duren. Porque la voluntad de Dios está al comienzo de todas las cosas, y todo le está sometido: todas las demás cosas le son inferiores, y le están sujetas y le sirven (48). El hombre entero, en cuerpo y alma, es objeto de la salvación de Dios Dios será glorificado en la obra de sus manos, pues la hará uniforme con su Hijo y semejante a él. Porque mediante las manos del Padre, es decir, mediante el Hijo y el Espíritu, el hombre entero, y no sólo una parte del hombre, es hecho a semejanza de Dios. El alma, o el espíritu, serán una parte del hombre, pero no son el hombre entero. El hombre completo es un compuesto y una unión del alma, que recibe en sí el Espíritu del Padre, combinada con la carne que ha sido modelada según la imagen de Dios... Si uno quiere prescindir de la sustancia carnal... y se refiere exclusiva y únicamente al espíritu como tal, ya no está hablando del hombre espiritual, sino del espíritu del hombre, o del Espíritu de Dios. Es cuando este Espíritu de Dios mezclado con el alma pasa a unirse a la carne, cuando se realiza el hombre espiritual y perfecto, por medio de la efusión del Espíritu. De éste se dice que está hecho a imagen y semejanza de Dios. En cambio, si faltare al alma el Espíritu, el resultado seria ciertamente un hombre animal, pero al quedarse en su mera condición carnal, sería un hombre imperfecto: tendría la imagen divina en su cuerpo, pero no conseguiría la plena semejanza por medio del Espíritu, y por esto se quedaría imperfecto. Por otra parte, si uno prescinde de la imagen material y desprecia el cuerpo, ya no puede decir que habla del hombre, sino o bien de una parte del hombre, como dijimos, o bien de algo totalmente distinto del hombre. Porque ni el cuerpo carnal por sí mismo constituye el hombre perfecto, sino únicamente el cuerpo del hombre, que es una parte del hombre; ni el alma por si misma es el hombre, sino que es el alma del hombre, que es una parte del hombre. Igualmente, el espíritu tampoco es el hombre, puesto que se llama espíritu, y no hombre. Es la compenetración y unión de todos estos elementos lo que hace al hombre completo. De acuerdo con esto, el Apóstol explicó cuál es el hombre perfecto y espiritual que es objeto de salvación; en la primera carta a los de Tesalónica dice: «El Dios de paz os santifique a vosotros perfectos, y sea íntegro vuestro espíritu, y vuestra alma, y vuestro cuerpo, sin reproche hasta la venida del Señor Jesucristo» (/1Ts/05/23/IRENEO). ¿Qué razón tenía para pedir que se conservasen íntegras y perfectas hasta la venida del Señor estas tres cosas, el alma, el cuerpo y el espíritu, si no es porque sabía que la salvación es una y la misma para las tres, siendo en realidad la unión y la integración de todas ellas? Por esto llama perfectos a los que representan estas tres (49). El cuerpo es templo de Dios y de Cristo, y será resucitado El Apóstol dice que el cuerpo es templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Al que profanare el templo de Dios, Dios lo perderá; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo» (1 Cor 3, 16). Con esto declara abiertamente que el cuerpo es templo en el que habita el Espíritu... Y no sólo templo, sino en concreto templo de Cristo dice que son nuestros cuerpos. Escribe a los corintios: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Arrancando, pues, los miembros de Cristo, los he de hacer miembros de una meretriz?» (1 Cor 6, 15)... Esto lo dice de nuestro cuerpo, esto es, de la carne, la cual dice ser miembro de Cristo cuando se mantiene en santidad y pureza; por el contrario, cuando se entrega al abrazo de una meretriz se convierte en miembro de ella. Por esto dijo: «Al que profanare el templo de Dios, Dios lo perderá.» Ahora bien, seria enorme blasfemia decir que el templo de Dios, en el que tiene su morada el Espíritu del Padre, y que los miembros de Cristo, no han de tener parte en la salvación, sino que han de quedar reducidos a la corrupción. Y que nuestros cuerpos resucitan, no en virtud de su condición natural, sino en virtud del poder de Dios, lo explica a los corintios: «El cuerpo no es para fornicar, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Porque Dios resucitó al Señor, y nos resucitará también a nosotros con su poder» (1 Cor 6, 13) (50). Relaciones entre el alma y el cuerpo El cuerpo no es superior al alma, ya que de ella recibe el aliento, la vida, el crecimiento y el movimiento: es el alma la que gobierna y domina al cuerpo, y la que en tanto se ve impedida en sus movimientos en cuanto participa en ellos el cuerpo. Pero no pierde sus conocimientos por causa del cuerpo. El cuerpo es semejante a un instrumento, mientras que el alma se comporta como un artífice. Así como el artífice reconoce en sí mismo una posibilidad de obrar velozmente, pero ésta se ve retardada al pasar al instrumento por la inercia de la cosa a que se aplica, de suerte que la velocidad de su mente combinada con la lentitud del instrumento da como resultado una actividad temperada, así el alma al actuar en conjunción con el cuerpo se siente en cierto punto impedida, y su rapidez de acción ha de combinarse con la lentitud del cuerpo. Pero no pierde con ello toda su virtualidad, sino que al comunicar la vida al cuerpo no deja ella misma de vivir... Así como cada uno de nosotros recibe por la acción de Dios su cuerpo, así recibe el alma. No es Dios tan pobre y tan indigente que no pueda dar a cada cuerpo su alma, de la misma manera que le da su fisonomía. Y así, una vez se haya completado el número que él predeterminó, todos los que están señalados para la vida resucitarán con sus cuerpos y sus almas y sus espíritus, con los que agradaron a Dios. En cambio, los que son dignos de castigo, pasarán a recibirlo, también en cuerpo y alma, con los que se apartaron de la bondad de Dios. Unos y otros dejarán ya de engendrar y de ser engendrados, de tomar esposas y esposos, de suerte que la multitud de los perfectos del género humano, era el número previamente determinado por Dios, conserve su relación y su unión con el Padre. Asimismo, clarísimamente nos enseña el Señor que no sólo permanecen las almas sin pasar de cuerpo en cuerpo, sino que las mismas características del cuerpo al que las almas se adaptan permanecen idénticas, y se acuerdan de las obras que aquí hicieron y de las que dejaron de hacer. Nos lo enseña en el relato que está escrito acerca del rico aquél y de Lázaro, el que recibía refrigerio en el seno de Abraham. En él se dice que el rico reconoció a Lázaro después de su muerte, y asimismo a Abraham, y que cada uno permanecía en su lugar, y que el rico pedía que se enviara con un recado a Lázaro, al cual no quería dejar parte ni siquiera en los mendrugos de su mesa... Esto declara manifestisimamente que las almas perduran, y que no pasan de cuerpo en cuerpo, y que tienen forma humana de suerte que pueden reconocerse, y que se acuerdan de los que están en este mundo; asimismo que es verdad lo que los profetas dicen de Abraham, y que cada uno recibe la morada de que es digno aun antes del juicio (51). Lo mismo el cuerpo que el alma obran la salvación o la condenación El hombre es un viviente compuesto de alma y cuerpo, y todo depende de una y otro. De los dos provienen las caídas. Hay una pureza del cuerpo, la continencia que consiste en abstenerse de cosas vergonzosas y de actos injustos, y una pureza del alma que consiste en guardar intacta la fe en Dios, sin añadirle o quitarle nada. Porque la piedad se mancha o se corrompe al contaminarse con la impureza del cuerpo, y asimismo se quiebra y se ensucia y no se mantiene en su integridad cuando el error penetra en el alma. En cambio se conserva con toda su belleza y proporción cuando la verdad permanece constantemente en el alma y la pureza en el cuerpo. ¿De qué sirve conocer el bien de palabra, si uno mancha el cuerpo haciendo las obras del mal? ¿O qué utilidad verdadera puede haber en la pureza del cuerpo, cuando no hay en el alma la verdad? Porque una y otra se gozan cuando se encuentran juntas y están en acuerdo y alianza para poner al hombre en presencia de Dios... (52). De Dios recibimos la vida sobrenatural, lo mismo que la natural Así como en nuestra creación original en Adán, el soplo vital de Dios infundido sobre el modelo de sus manos dio la vida al hombre y apareció como viviente racional, así también en la consumación, el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios, unidos a la sustancia original modelada en Adán, hicieron al hombre viviente y perfecto, capaz de alcanzar al Padre perfecto. De esta suerte, de la misma manera que todos sufrimos la muerte en el hombre animal, también hemos recibido la vida en el hombre espiritual. Porque no escapó Adán jamás de las manos de Dios, a las que el Padre decía: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Y por la misma razón en la consumación también sus manos vivificaron al hombre haciéndolo perfecto, no por voluntad de la carne ni por voluntad de hombre (Jn 1, 13), a fin de que Adán —el hombre—fuera hecho a imagen y semejanza de Dios (53). La salvación y la condenación A los que perseveran en la amistad de Dios, él se les comunica a si mismo. Y la comunicación de Dios es vida, y es luz, y es goce de sus bienes. En cambio, a los que por voluntad propia se apartan de él, les da Dios la separación que ellos mismos se han escogido. Ahora bien, la separación de Dios es muerte, y la separación de la luz es tinieblas. La separación de Dios es la pérdida de todos los bienes que están en él, y así, los que por su apostasía los perdieron, se encuentran privados de todos los bienes y experimentan todos los males. No es que Dios directamente los castigue por si mismo: sino que ellos han de sufrir el mal que se deriva de estar privado de todos los bienes. Porque los bienes de Dios son eternos e infinitos: por esto la pérdida de estos bienes es eterna e infinita. Si uno se ciega a sí mismo o es cegado por otro dentro de una luz infinita, quedará para siempre privado del gozo de la luz: no es que la luz le castigue con la ceguera, sino que su misma ceguera tiene como consecuencia tan grande mal. Por esto decía el Señor: «EI que cree en mi, no es juzgado», es decir, no es separado de Dios, ya que por la fe permanece unido a Dios. «Pero el que no cree —dice— ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios», es decir, él mismo se separó de Dios por su propia decisión. «Éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz. Porque todo el que obra mal, odia la luz, y no viene a la luz, a fin de que no se vean sus obras. En cambio el que hace la verdad, viene a la luz, para que sus obras queden patentes, porque ha obrado según Dios» (cf. Jn 3, 18ss) (54). La acción del demonio El demonio, siendo un ángel apóstata, no puede hacer más que lo que hizo en un principio, es decir, seducir y atraer la mente del hombre para que traspase los mandatos de Dios, obcecando paulatinamente los corazones de aquellos que se disponen a servirle, de suerte que se olviden del verdadero Dios y le adoren a él como a Dios. Es como si un desertor se apoderara de una región por la fuerza, y empezase a turbar a los que viven en ella, reclamando para sí el honor de rey ante aquellos que ignoran que es un desertor y un ladrón. Esto es lo que hace el diablo: es uno de aquellos ángeles que estaban puestos al frente de las regiones del aire, como reveló el apóstol Pablo en la carta a los Efesios; y por envidia del hombre, desertó de la ley de Dios, pues la envidia es enemiga de Dios. Y al ser puesta en descubierto su apostasía por medio del hombre, siendo éste objeto de juicio contra él, se enconó cada vez más su enemistad contra el hombre, y tenía envidia de su misma vida, y lo quería arrastrar bajo su dominio apóstata. Pero el Verbo de Dios, creador de todas las cosas, por medio de la naturaleza humana obtuvo victoria sobre él, le declaró apóstata, y, contra lo que pretendía, lo sometió al hombre. Porque dice: «He aquí que os doy potestad de andar sobre las serpientes y sobre los escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo» (Lc 10, 19). De este modo, así como sometió al hombre en su apostasía, por medio del hombre auxiliado por Dios su apostasía fue aniquilada (55). Origen divino de las instituciones temporales Al apartarse de Dios el hombre se convirtió en una fiera, hasta tal punto que trataba como enemigos a los de su propia sangre, viviendo en toda suerte de revueltas, homicidios y rapiñas, sin temor alguno. Por esto le impuso Dios el temor humano, ya que no era capaz de sentir el temor de Dios. Y así, sometidos los hombres a la autoridad humana y obligados por sus leyes, llegasen a conseguir algo de lo que toca a la justicia, refrenándose unos a otros. Cuando se muestra la espada, su vista infunde temor; como dice el Apóstol: (La autoridad) «no sin razón lleva la espada, porque es ministro de Dios y toma venganza de ira sobre aquel que obra el mal.» Así pues, los magistrados que se atienen a las leyes como vestido de justicia, no tendrán que dar cuentas ni serán castigados por lo que hubieren hecho con justicia y según las leyes. Pero lo que hubieren hecho para destruir al justo, de manera inicua, impía, contra las leyes o tiránicamente, será para ellos causa de perdición, porque el juicio de Dios llega a todos por igual, y no falla para nadie. Así pues, el reino terreno ha sido instituido por Dios para bien de las naciones, y no por el diablo. Este jamás está tranquilo, ni mucho menos quiere que los pueblos vivan tranquilos, porque no quiere que acaten la autoridad humana y así ya no se devoren los unos a los otros como peces, sino que al contrario, estableciendo leyes, rechacen las innumerables injusticias de los gentiles. Según esto, son ministros de Dios los que nos exigen los tributos, y en esto prestan un servicio. La autoridad ha sido establecida por Dios, y manifiestamente miente el diablo cuando dice: «Todo me ha sido entregado, y yo lo doy a quien quiero.» Un hombre nace en un determinado dominio, y allí están establecidos los reyes, en forma conveniente a los tiempos y personas que han de gobernar. De ellos, algunos han sido puestos para vigilancia y utilidad de sus súbditos y para mantener la justicia; otros para infundir temor y castigo y para amenazar; otros para burla, desprecio y soberbia, si se han hecho merecedores de ello. Pero, como hemos dicho, el justo juicio de Dios llegará por igual a todos ellos (56). |
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