CORRESPONDENCIAS
Por Daniel Castello
"La vida imita al arte más de lo que el arte imita a la vida"
La decadencia de la mentira
"Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible " dice Borges en unos de sus célebres cuentos. Esa frase, citada, usa Marco Denevi como excusa para volver a contar "EL collar de Perlas" de Guy de Moupassant. El procedimiento no es novedoso ya que lo mismo había hecho Horacio Quiroga en "El tonel de amontillado" donde vuelve a contar la historia de Poe. Es sencillo: se toma una historia reconocida, perteneciente a la tradición literaria a la que se quiere modificar alterándola por medio de la apropiación; se la presenta para no dejar dudas de su origen ficcional determinado y se la apropia contándola nuevamente con alguna modificación, generalmente sutil, para dejar constancia de que los hechos repiten, casi miméticamente a los del texto primigenio; no muy alejado de este procedimiento está el sentido del arte, por lo menos a partir de Aristóteles. Piglia toma, como no podía ser de otro modo, parte de esta tradición: explicar un hecho netamente literario y presentarlo como tal para después presentar una nueva ficción basada en la repetición y con pretensiones de real. Ahora, no siempre el acto de la escritura se aleja de la posibilidad de acaecer. Porqué pensar que existen acontecimientos que surgen para ser escritos y otros para ser leídos. El arte, y la literatura también, tuvo en sus comienzos la intención de imitar al universo, a la naturaleza. Ocurre que hoy en día el arte es ya parte del universo. Entonces no es extraño que la literatura copie a la literatura sin alterar esa intención original. ¿Pero que la historia copie a la literatura? Todavía me suena inconcebible, para usar las palabras de Borges. El universo también es inconcebible y eso no es menos inquietante.
La historia a la que quiero referirme surge a partir de la lectura de un relato de Piglia. Y digo surge a partir porque la tenía totalmente olvidada en mi y, sabido es, que todo aquello que desaparece dentro de la memoria es, en la computabilidad ontológica, similar a la nada o sea: nunca existió. Pero la lectura de Piglia trajo hacia mí el recuerdo, así como la madalena a Proust. El relato de Piglia está titulado "Hotel Almagro" y cuenta la historia de un Piglia joven que se viene a vivir a Buenos Aires y alquila una habitación en un hotel de la calle Almagro mientras, en La plata, alquilaba, tres veces por semana, una habitación en una pensión cercana a la terminal de ómnibus que lo unía con Buenos Aires cada vez que hacía el trayecto periódico. Pero otra cosa unía esos dos espacios; se trata de unas cartas que encuentra en la habitación platense como residuo de un anterior habitante y residuo de una anterior correspondencia. Lo curioso, lo narrativo, lo sorprendente es que Piglia encuentra en su habitación de la calle Almagro las respuestas a esas correspondencias. Los hombres suelen dejar rastros así como el tiempo hace de los hombres tan solo recuerdos. Las cartas son, desde siempre, restos de hombres y recuerdos, siempre recuerdos. La carta es, ante todo, una comunicación en diferido. La carta no sólo salva espacios sino, también tiempos. Pienso ahora que aquellas cartas halladas en sendas habitaciones del joven viajero habían cumplido con su función principal, potenciada por el encuentro azaroso. Pero también tratan de la creación de un espacio común en la figura del ocasional antropólogo, cuando estaban destinadas a alguna persona añorada por la ausencia, éstas sirvieron para contrarrestar la separación y llegaron, tiempo después, a unirse en una sola persona: en ese lector circunstancial, ajeno y futuro.
Encontré, hace ya unos años, una carta dentro de un libro que había comprado, usado, en el Parque Centenario. Era un libro de Wilde y la carta que parecía aún un borrador, era una serie de citas tomadas acerca de lo bello, del arte y del amor, pertenecía a una mujer enamorada y, por lo que supe, no correspondida. Tenía también intercaladas algunas referencias a las historias de amor clásicas: Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Ovidio. La carta, obviamente no había sido enviada, ni siquiera terminada. No estaba fechada pero se notaba antigua. No podría precisar de qué época exactamente. Lo que sí se notaba es que la muchacha (presumo su juventud) no era muy experta en la extracción de citas y no se decidía en la manera de entrelazarlas; decididamente no era lo que se dice una mujer de letras. La segunda carta la encontré entre dos ejemplares de la "Historia de la filosofía antigua" de Guthrie que compré en una mesa de usados de la calle Sarmiento. El vendedor no se interesó en lo más mínimo por mi descubrimiento y bromeó sobre la posibilidad de descubrir otra filosofía antigua en las líneas inéditas de un posible filósofo anónimo. Solo un tiempo después, y con gran sorpresa, descubrí que estaba redactada por la misma mujer. Esa carta había sido enviada y había llegado a destino. El receptor la había leído muy meticulosamente, ya que tenía algunas palabras subrayadas, y la había depositados entre dos libros de su biblioteca. Esa carta contaba que la autora estaba haciendo todo el esfuerzo del mundo para ponerse a la altura intelectual que su amado requería y que, según sus palabras, él la volvería a querer. Ahí cierra un poco el fluir de los acontecimientos: la muchacha había sido rechazada por el hombre culto que no podía igualarla en pasión ya que él necesitaba como incentivo una mente ilustrada en la filosofía y el arte. Ella, con todo su esfuerzo quiso evitar lo inevitable. Tengo para mí que no lo logró. Ni siquiera sus bibliotecas fueron a parar a las mismas mesas de saldos.
Dice Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: "como deseo, la carta de amor espera respuesta; obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra" y estas cartas fueron otras de por sí porque fueron a la vez fragmento y testimonio, fueron y son susurro y grito de algo que no dejó respuesta, que no supo ser escuchado.
El lector perspicaz dirá en mi contra que esta historia no repite puntualmente la historia de Piglia tal como sugieren los primeros párrafos y tal vez tenga razón. Pero permítame explicar, en mi favor, que algo hay que se mantiene. El hecho de haber encontrado dos cartas es ya muy sugerente y por demás coincidente y, si bien no se tratan de las dos personas implicadas en el intercambio epistolar éstas dan cuenta de una relación, de un sufrir. Por otro lado nada hace suponer que hayan tenido respuesta alguna, lo que daría a mi descubrimiento mayor valor por tratarse de la totalidad de la comunicación en esa etapa y por último, y esto es lo que cierra, esas cartas contienen algo más que frustración, esas cartas contienen la respuesta misma al hecho de escribir. Esa imagen de la joven enamorada que busca en los libros la teoría del amor, para llegar a aquél que no sabe entender la pasión de la que es objeto, perturbó mis pensamientos durante mucho tiempo. Esa joven no sabía que era ella la que debía enseñarle a su amado. Pero en su desesperación recurrió a la literatura y quiso vivir lo que los libros le decían, quiso escribir de la única manera que su pretendido podía leer. Quiso que su vida reviva la literatura y allí falló, eso es lo que a mí me parece pasmoso e inconcebible.