LAS INJUSTICIAS QUE LOS
LLEVARON A LA INIQUIDAD
(Jesucristo ante el Sanedrín de Jerusalén)
Coronel
VALENTÍN ANDRADE, Ph. D.
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“Me rodea una manada de novillos, me acorralan toros de Basán; abren sus fauces contra mí como leones rapaces y rugientes. Soy como agua que se derrama y todos mis huesos están dislocados; mi corazón se ha vuelto como cera y se derrite en mi interior; mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar. Me rodea una jauría de perros, me asalta una banda de malhechores; taladran mis manos y mis pies y me hunden en el polvo de la muerte. Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo, se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica. (Salmo 22, 13-19) Dios mío: ¿Acaso yo no odio a los que te odian y aborrezco a los que te desprecian? Yo los detesto implacablemente, y son para mí verdaderos enemigos.” (Salmo 139, 21-22) Fue por medio de una revelación como se me dio a conocer este misterio, tal como acabo de exponérselo en pocas palabras. Al leerlas, se darán cuenta de la comprensión que tengo del misterio de Cristo, que no fue manifestado a las generaciones pasadas, pero que ahora ha sido revelado por medio del Espíritu a sus santos apóstoles y profetas. (Ef. 3, 3-5) |
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EL PROLOGO
Alguien
que intentara hacer su propia estadística y, tomándose el trabajo de
preguntar a personas elegidas al azar, pero de la Fe Católica, quién
dio muerte a Jesucristo, seguramente obtendrá como mínimo una holgada
docena de respuestas, las que podría clasificar, por su frecuencia y
clase, volcándolas en un diagrama de bastones que mostraría orgulloso
a sus amigos o le serviría para tomarse de los pelos.
Eso
sí y desde luego, todas ellas serían dadas con fundamentos, algunas
expuestas con enjundia y otras hasta defendidas con vehemencia. Muchos
dirán que a Cristo lo mataron los romanos; unos pocos que los judíos;
otros asegurarán que fueron los judíos con mano de obra romana;
diferentes a éstos que fueron los romanos instigados por los judíos;
no faltará quien asegure que fueron soldados romanos los que se
destacaron por su crueldad, cuando en realidad sabemos que los primeros,
los de la detención, fueron judíos a órdenes del Sanedrín, y los
segundos, los de la crucifixión, también judíos, pero que prestaban
servicios a Roma reclutados en Jerusalén; algunos que fue una solución
política del Pretor Poncio Pilato que tenía su interna con Roma después
de la cruel e injusta represión a los samaritanos; cualesquiera que su
muerte es una mezcolanza hilvanada de todas estas dichas y así
siguiendo, sin incluir las descabelladas.
¿Cómo
es posible que uno de los hechos capitales de la Pasión de Cristo tenga
respuestas con tantos disímiles vericuetos? Estas discusiones y
supuestos que se respaldan con énfasis, terminarían en un santiamén
si consultamos, dentro del Epistolario, a las Cartas Paulinas. En su
primera carta les dice San Pablo a los Tesalonicenses: “En
efecto, ustedes hermanos, siguieron el ejemplo de las Iglesias de Dios,
unidas a Cristo Jesús, que están en Judea, porque han sufrido de parte
de sus compatriotas el mismo trato que ellas sufrieron de parte de los
judíos. Ellos mataron al Señor Jesús y a los profetas, y también nos
persiguen a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los
hombres, ya que nos impiden predicar a los paganos para que se salven.
Así constantemente están colmando la medida de sus pecados, pero la
ira de Dios ha caído sobre ellos para siempre.” (1Tes.
2,14-16)
Esta
es la palabra de un contemporáneo de Jesuscristo, que se describe a sí
mismo como judío fanatizado (Flp. 3, 4-5 y 1 Tim. 1,12), fariseo,
conocedor del Sanedrín por dentro y por fuera. La carta citada,
dirigida a los primeros cristianos de Tesalónica, ciudad situada en una
entrada del Golfo de Salónica en el Mar Egeo, enterados ellos de aquel
drama por la tradición oral, sería suficiente para demoler cualquier
versión idealizada o interesada que se vierta sobre el juicio que llevó
al Salvador al Patíbulo, en sencillo artilugio para la refinada
crueldad, el que sería desde entonces y hasta hoy, nuestro Emblema de
Redención, como lo es, al mismo tiempo del martirio, de la injusticia y
de la iniquidad jamás vista ni contada.
Pero
como no faltará aquel desconfiado, intrigante o afectado que buscará
el pelo en la leche para dar por tierra con las palabras de San Pablo,
le decimos que hay otros pasajes bíblicos que refrendan las palabras
del autor, como el citado al principio de este artículo perteneciente
al Salterio (después Libro de los Salmos), que era el Libro de Oración
de los israelitas, atribuido mayormente al Rey David, aunque se sabe que
fue escrito a lo largo de varios siglos e intervinieron en él diversos
autores.
Los
otros son los evangelios de San Mateo 26 y 27;
San Marcos 14 y 15; Juan 18 y 19, que dan sus evidencias siendo
como fueron testigos presenciales de las dos instancias procesales, la
condena y posterior muerte. Pero no cabe duda que quien narra en detalle
la segunda sesión llevadas a cabo en la mañana del 15 de nisan (marzo)
es San Lucas en 22 y 23. Existen más pruebas como las que se pueden ver
en Hech.13, 26-29; 16, 19-24; 17, 12-17; 23, 12-22; en las catorce
Cartas Paulinas; en las siete Cartas Católicas, etc.
Más
modernamente el honorable señor J. A. Dupin, antiguo fiscal del
Tribunal Supremo de Francia, publicó un opúsculo titulado Jesús devant Caïphe et Pilate (Jesús
ante Caifás y Pilatos, Ed. Garnot, París 1850), como una réplica
al judío Salvador, que había intentado legitimar el juicio y la
condena de Jesús en un tratado que llamó Histoire
des institutions de Moïse et du peuple hébreu (Historia de las instituciones Mosaicas y del pueblo hebreo, Tomo I,
I. IV, Cap. III, Juzgamiento y
condena de Jesús). En el escrito de Dupin resplandecen la claridad
y la ciencia y su respeto a Jesucristo. Más aún, creo que es una
profesión de fe cristiana antes de que muriera en brazos del Arzobispo
de París, Monseñor Darboy.
Sin
embargo y a pesar de ser luminoso el trabajo de Dupin, la cuestión no
quedó agotada. Se reconoce, claro está la mano del fiscal del Tribunal
Supremo, a quien sólo le bastan algunas barbaridades judiciales para
declarar que semejante juicio merecía, sin dudas, la casación. Treinta
años después de esto, dos hermanos mellizos, Agustín (1836-1909) y
Joseph Lémann (1836-1915), judíos de nacimiento y religión, que se
habían convertido a la fe cristiana y abrazando posteriormente el
sacerdocio, retomaron el tema iniciado por Dupin e hicieron una
publicación que se llamó Valeur
de l’assemblée qui prnonça la peine de mort contre Jésus-Christ
(Valor de la asamblea que pronunció
la pena de muerte contra Jesucristo, 1881).
Con
muy buen tino estos dos sacerdotes introducen en los textos de Dupin, el
estudio de las personas que integraban el Sanedrín de Jerusalén de
aquel tiempo y algunos de sus antecedentes. Digamos que de aquellos 70
integrantes del Sanedrín, ellos pudieron localizar unos 35, que no es
poco, porque antes no teníamos nada, por lo menos en lo que a mí
concierne. La sorpresa fue mayor cuando vengo a enterarme de mano de
estos dos religiosos, que escriben “como hijos de Israel”, que de
estos 35 personajes localizados, los 35 eran bandidos del aquelarre. Me
imagino lo que habrán sido los restantes 35 si se sentaban en la sala
de piedras de sillería, codo a codo, con estos otros, los toleraban y
hacían causa común con ellos.
A
este mérito de los mellizos Lémann, se suma el hecho de retomar el
proceso contra Jesús y analizarlo, paso a paso, desde el punto de vista
de la legislación penal hebrea. Entonces brotan rápidamente las
injusticias por el quebrantamiento sistemático de la ley escrita, y
cuya sumatoria termina en la iniquidad que todos conocemos.
A
fines de octubre de 2005, un sobrino mío me alcanzó estos textos. Al
hojearlos, simplemente, me di cuenta que no eran escritos para leer,
digamos, sino para sentarse y estudiarlos. Y así lo hice con algunos
apuntes viejos que me sirvieron de referentes. Poco había andado en
esto cuando caí en la cuenta que a los hermanos Lémann se les
quedaron, seguramente de manera involuntaria, algunas cosillas en el
tintero. Era necesario que ellas fuesen puestas de manifiesto. Así nace
este nuevo apunte, montado a caballo de Dupin y de los dos sacerdotes, y
que en realidad debería llamarse Lo que se les olvidó a los hermanos Lémann.
No
está de más decir que el tema no está agotado. Ni mucho menos. Y
confieso que en realidad lo escribo con la esperanza de que así como me
ocurrió a mí, le suceda a otro, y profundice más aún sobre la forma
en que se llevó a cabo esta infamia.. LA
SESION DE LA NOCHE
Para
procesar a Jesús se dedicaron, como ya lo he dicho, dos sesiones de la
asamblea Sanedrín. La primera se llevó a cabo en la noche del 14 de
nisan (marzo). La segunda fue convocada para la mañana del día
siguiente.
De
esta manera entonces encontramos reunido al Sanedrín (del griego synédrion,
que significa reunión de personas
sentadas), o como lo llamaban en aquellos tiempos Gran
Consejo (Concilium en la Vulgata) o Tribunal
Supremo de los judíos (que no es otro que el Guerusía del Segundo Libro de los Macabeos). Pero esta vez no se
reunirán secretamente (al estilo del espeluznante cuadro que pinta el
descorazonado Ezequiel en 8, 1-18), sino públicamente. Lo podemos ver
completo con sus 70 miembros que representan a los tres corporaciones de
la nación judía: la Cámara de los Sacerdotes (con 23 miembros); la Cámara
de los Escribas y Doctores (también con 23 miembros); la Cámara de los
Ancianos (de 23 miembros), y su Presidente, Caifás, que desde hacía
ocho años era el Sumo Sacerdote. Estos números fueron dados a conocer
por el zelote y después historiador Flavio Josefo (Guerra
de los Judíos, II, XX, 5) y Maimónides o el Nuevo Moisés (Yad-Schazaka, Mano Poderosa) o Compendio
del Talmud, Libro XIV (Constituciones
del Sanedrín, Cap. I).
Para
comenzar decimos que al arresto de Jesús lo debemos constatar
documentalmente: Los que habían
arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás,
donde se habían reunido los escribas y los ancianos, Mt. 26, 57 y
reiterado en Mc. 14, 53-65; Lc. 22, 54-55, 63-71; Jn. 18, 24, 15-16. LA
PRIMERA INJUSTICIA : Un secuestro que parece una detención.
La
ley judía prohibía los procesos nocturnos: Puede
tratarse un asunto capital durante el día, pero debe suspenderse
durante la noche (Mischná, tratado Sanedrín,
Cap. IV, Nro. 1).
Que
era de noche cuando se detuvo a Jesús nos lo dice Juan: Y en seguida, después de recibir
el bocado, Judas salió. Ya era de noche, Jn. 13, 30. Que los
soldados autores del secuestro eran judíos y no romanos como lo
muestran las películas de Hollywood, también nos lo dice el Apóstol
Juan: Entonces Judas, al frente de un
destacamento de soldados, Jn. 18, 3; y que ellos obedecían órdenes
de por lo menos las dos terceras partes del Sanedrín nos lo expresa
seguidamente: y
de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó
allí con faroles, antorchas y armas.
Los
faroles y hachos encendidos para iluminarse es otra prueba de que el
rapto se llevó a cabo a altas horas de la noche, y en esto hay
coherencia con los otros evangelistas (Mt. 26, 30, 36, 47-56; Mc. 14,
26, 32, 43-52 y Lc. 22, 39, 47-53).
No
ha dejado de llamarme la atención lo de las armas.
Porque un soldado tiene siempre su armamento de dotación. Es parte de
su uniforme. El solo nombrarlo, si es que está de servicio como en este
caso, involucra que se encuentra armado. Pero aquí se trata de otra
cosa. Se mencionan las armas
intencionadamente, como si
se tratase de un pertrecho adicional al acostumbrado, o de otras armas más
poderosas, fuera de las de dotación, pero que ignoramos cuáles fueron.
¿Para qué llevarían tal equipamiento los judíos si el hombre a
secuestrar no estaba acusado de nada, y ni él ni sus seguidores tenían
antecedentes de peligrosidad alguna o de ejercer violencias? De allí la
pregunta que les hiciera Cristo (Lc. 22, 52).
Empleo
la palabra secuestrar y su sinónimo
raptar y no detener, que es la más usada en este episodio funesto, porque no
habiendo acusación formal contra Jesús y no mencionarse la autoridad
que dispuso su captura, se lo priva ilegítimamente de su libertad y se
lo conduce maniatado a un determinado lugar, tal cual hacen los
facinerosos con las personas inocentes para pedir rescate (que en este
caso el pago era con la propia vida). Los judíos rodearon al hecho de
ciertas formalidades para que pareciese un arresto
a los ojos ignorantes de la plebe de ayer y a los indiferentes de la de
hoy. Muchos se han creído esto de buena fe, como tal vez les ocurrió a
los romanos de aquel entonces, completamente ajenos a estas malandanzas.
Pero a poco de analizarlo, desapasionadamente, caemos en la cuenta de
que fue un secuestro. Jurídicamente
esta es la verdad: en aquel lejano ayer
y en este presente hoy. LA
SEGUNDA INJUSTICIA: Reunión después del sacrificio vespertino.
Mientras
esto ocurría en el Monte de los Olivos en una propiedad particular
llamada Getsemaní, de los arrabales de Jerusalén, el Sanedrín, con
sus 70 miembros distribuidos como he dicho, estaba reunido en el palacio
de Caifás (Lc. 22, 54), contrariando la ley escrita: Sólo
se reunirán desde el sacrificio matutino hasta el sacrificio vespertino
(Talmud de Jerusalén, tratado Sanedrín,
Cap. I, pág. 19). LA
TERCERA INJUSTICIA: Juzgan en vísperas de un día de fiesta.
La
fecha del secuestro, indicada más arriba, era la del primer día de los
ázimos, víspera de la gran fiesta de Pascua: No
juzgarán ni la víspera del sábado, ni la víspera de un día de
fiesta (Mischná, tratado Sanedrín, Cap. IV, Nro. 1). PRIMER
INTERROGATORIO A JESUS POR CAIFAS LA
CUARTA INJUSTICIA: El acusador se sienta como juez.
El
Sumo Sacerdote interrogó a Jesús,
Jn. 18, 19 (también en Mt. 26, 59-66; Mc.14, 55-64 y Lc. 22, 66-71).
Quien lo interroga es Caifás, el que había declarado poco tiempo
antes, en la reunión general del Sanedrín celebrada en su palacio
cuando se produjo la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 43-44), que el
bien público reclamaba imperiosamente la muerte de Jesús de Nazaret
(Jn. 11, 49-50). No dijo eso
–agrega Juan- por sí mismo, sino que profetizó
como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación (Jn.
11, 51). De donde se me viene a ocurrir que fue una profecía muy
especial: que Caifás habría de cumplir usando su poder para instigar y
luego decidir como si estuviese obligado a hacerlo. Por
lo tanto no es una profecía en el sentido cabal del término, sino
una amenaza que luego se
cumple con un secuestro y tortura seguida de asesinato
premeditado.
¿Cómo
se debe entender esto, si lo vemos, no sólo con los ojos de hoy, si no
también con los de aquel ayer? Que al que ha sido acusador se le
permita sentarse como juez. Y más aún, como presidente de los debates.
¿Acaso los otros pudieron permitir y dejaron hacer cosa tan indigna o
se comportaron y fueron sus cómplices? Porque todas las legislaciones
humanas, aún las de tiempos más remotos, niegan al acusador el derecho
a sentarse como juez.
Si
un falso testigo se levanta contra un hombre y lo acusa de rebeldía,
las dos partes en litigio comparecerán delante del Señor, en presencia
de los sacerdotes y de los jueces en ejercicio,
dice el Deuteronomio en 19, 16-17. Como se puede apreciar
claramente, el acusador y el juez son personas distintas e imposibles de confundir. Pero Caifás
se confunde, junto con los ancianos y sacerdotes de Israel que se dejan
confundir. Ellos conocían a Caifás, el
de la tribu de Anás, Sumo Sacerdote desde hacía ocho años como ya
dije, amigo del gobernador Pilatos (F. Josefo, op. cit., XVIII, II, 2. Más
aún: cuando subió Pilatos, extrañamente subió Caifás al Sanedrín
en el año 25 d.C. y, cuando cayó Pilatos, extrañamente cayó Caifás
en el año 35 d.C., por lo que ambos cubrieron sus cargos por once años),
y sabían lo que había andado predicando pocos días atrás en el
Sanedrín y en las calles. He ahí una monstruosidad jurídica.
Recordamos
de paso que Anás era el suegro de Caifás. Había sido Sumo Sacerdote
durante siete años bajos los gobiernos de Caponio, Ambivio y Rufo (del
7 al 11 d.C.) y, aunque ya no
ocupaba el cargo se lo seguía consultando sobre todas las cuestiones de
mayor gravedad. El pontificado perteneció a su familia cincuenta años,
sin interrupciones, y cinco de sus hijos se revistieron de esta
dignidad. El historiador Flavio Josefo dice que Anás fue considerado
como “el hombre más feliz de su tiempo.” Sin embargo, en otra
parte, asegura que su espíritu “era altanero, osado y cruel” (Antigüedades
judías, XV, III, 1 y XX, IX, 1, 2;Guerra
de los judíos, IV, v. 2, 6 y 7), todo lo cual coincide con Lc.3, 2;
Jn. 18, 13-24 y Hech. 4, 6. En lo que a mí concierne no tengo un ápice
de dudas de que Anás fue consultado antes, durante y después del
proceso a Jesús y no sería de extrañar que muchas de estas maldades,
injusticias y quebrantos hayan sido aconsejados por su boca “altanera,
osada y cruel” como lo describe su compatriota y casi contemporáneo,
lo que me exime de hacer comentarios
Tal
vez sea por ello que el Apóstol Juan pone el acento sobre esta
barbaridad en una repetida frase de la Pasión que es casi para los
entendidos: Caifás
era el que había aconsejado a los judíos: Es preferible que un solo
hombre muera por el pueblo (Jn. 18,14).
Pero,
pido un momento: ¿acaso esto puede ir más allá de Caifás? Es decir,
¿era Caifás el único del Sanedrín que estaba descalificado para
sentarse como juez? Creo que no: A partir de aquel día –el de la reunión general del Sanedrín
después de la resurrección de Lázaro-, resolvieron
que debían matar a Jesús
(Jn. 11, 53). Y, ¿quiénes resolvieron esto? Pues,
todos los del Sanedrín.
De
manera que todos, los 69 de
las corporaciones nacionales del judaísmo más Caifas, Sumo Sacerdote,
sentados ellos en sus poltronas de piedras de sillería, más que jueces
eran asesinos complotados para la comisión de un delito premeditado y,
como tales, sabían perfectamente cuál debía ser el final de aquel que
tenían de pie y a su frente atado como un cordero (Jn. 18, 12). LA
SEPTIMA INJUSTICIA: No se examina la calidad de los testigos
Los
sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra
Jesús para poder condenarlo a muerte, pero no lo encontraron, a pesar
de haberse presentado numerosos testigos falsos
(Mt. 26, 59-60 y Mc. 14, 55-56). Como Jesús había apelado a la
presencia de los testigos y éstos, que fueron numerosos, dieron
declaraciones que resultaron increíbles porque incurrían en
permanentes contradicciones (Mc. 14, 56 y 59), no se podía formular una
acusación o dictar sentencia, ¿qué habrían de hacer los del Sanedrín
necesitados de un testimonio que permitiese una condena? Pues enviaron a
los guardias judíos a buscar testigos entre la morralla callejera e
incluso llegaron a ordenar que los sobornasen para asegurarse el
resultado. Piense el lector qué pudieron encontrar los guardias judíos
en la madrugada de aquel Jerusalén de hace dos mil años. Lo mismo que
hoy se encuentra en las calzadas de cualquier ciudad: murciélagos
azotacalles, calabacines y vagos trashumantes que viven a salto de mata;
gente de noche y mesón. Bien: esta es la gente de donde el Sanedrín
sacaría sus testigos para echárselos al rostro de Cristo.
Mas
esto, que entra en la galería del terror, no es tanto como que con este
procedimiento se quebranta la Ley dada por Dios a los judíos a través
de Moisés: Los jueces investigarán el caso cuidadosamente, y si se pone de
manifiesto que el acusador es un testigo falso y ha atestiguado
falsamente contra su hermano, le harán a él lo mismo que él había
proyectado hacer contra su hermano. Así harás desaparecer el mal de
entre ustedes (Deut. 19, 18). LA
OCTAVA INJUSTICIA: No se tomó juramento a los testigos
La
ley fundamental obligaba a los jueces a tomar juramento a los testigos
antes de iniciarse su deposición, obligándolos a decir la verdad y
nada más que la verdad: Piensa
que una gran responsabilidad pende sobre ti (Mischná, tratado Sanedrín,
Cap. IV, Nro. 5). Pero en el proceso a Jesús no hubo tal protocolo ni
se cumplieron los juiciosos preceptos. Estos jueces perversos
acaudillados por un maligno, que sobornaron testigos para que digan
falsedades, caían ellos mismos, si vamos al caso, bajo el peso de lo
que prescribía ley: No
tendrás compasión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano
por mano, pie por pie (Deut. 19, 21). LA
NOVENA INJUSTICIA: Los jueces violan y hacen violar la Ley Este proceder irregular con los testigos, que el Deuteronomio califica de infamia (Deut. 19, 20), obligaba al quebrantamiento de la norma en cuanto al correctivo que prescribe, no sólo para los jueces sino también para los otros que estaban bajo su jurisdicción y habían sido instigados por conductas aberrantes para la comisión de infamias. Es que desde mucho antes de estos episodios, los integrantes de estas corporaciones, habían dejado de ser jueces o, como en este caso, nunca lo fueron. Eran una caterva de homicidas complotados para difamar, torturar y derramar la sangre de un justo. |