El drama del fin de los tiempos
Padre Emmanuel*
Prefacio de Monseñor Marcel Lefebvre
Las páginas que siguen, escritas por el Reverendo Padre Emmanuel, Prior del Monasterio de Mesnil-Saint-Loup, tienen cien años. Las escribió en un boletín entre 1883 y 1885. Se publican en un volumen en 1985. El Reverendo Padre Emmanuel es teólogo, pero su doctrina se orienta hacia la vida espiritual. Su alma arde en el deseo de comunicar la verdad a las almas, de llevarlas hacia Dios, de santificarlas a la manera de San Benito, que quería hacer de sus monjes buenos cristianos, es decir, discípulos de Nuestro Señor Jesucristo. La lectura de estas páginas sobre la Iglesia, entusiasma, se siente en ellas el soplo del Espíritu Santo. Algunas, hasta son proféticas, cuando describe la Pasión de la Iglesia. Ese año, 1884, es también el año en el que León XIII redacta su exorcismo por la intercesión de San Miguel Arcángel, que anuncia la iniquidad en la sede de Pedro. Algunos años antes el Papa Pío IX hacía publicar las Actas de la secta masónica de la Alta Venta, que son verdaderas profecías diabólicas para nuestro tiempo. El Reverendo Padre, de precisiones sorprendentes sobre el indiferentismo religioso, que corresponde exactamente a la herejía ecuménica de nuestros días. ¡Qué habría dicho de haber vivido en nuestra época! Por sus escritos nos anima a permanecer firmes en le fe de la Iglesia y a rehusar los compromisos que menoscaban su liturgia, su doctrina y su moral. El ejemplo de su apostolado litúrgico en la Parroquia de Nuestra Señora de la Santa Esperanza de Mesnil-Saint-Loup queda como testimonio de su celo y santidad. Ojalá que estas páginas tengan gran difusión por la intercesión de Nuestra Señora de la Santa Esperanza. Que Ella se digne bendecir a los lectores y a los editores. Marcel Lefebvre
Hemos
considerado a la Iglesia en el pasado y en el presente; nos falta contemplarla
en el futuro.
Dios
ha querido que los destinos de la Iglesia de su Hijo único fuesen trazados de
antemano en las Escrituras, como lo habían sido los de su Hijo mismo; por eso,
en ellas buscaremos los documentos de nuestro trabajo.
La
Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del
fin del mundo, una prueba suprema que será una verdadera Pasión. Los
detalles de esta Pasión, en la cual la Iglesia manifestará toda la inmensidad
de su amor por su divino Esposo, son los que se encuentran consignados en los
escritos inspirados del Antiguo Testamento y del Nuevo. Los haremos pasar ante
los ojos de nuestros lectores.
No
tenemos intención de espantar a nadie, al abordar semejante tema. Diríamos más:
nos parece desgranar, juntamente con las grandes enseñanzas, grandes consuelos. II
Ciertamente
es un espectáculo triste ver cómo la humanidad, seducida y enloquecida por el
espíritu del mal, trata de ahogar y de aniquilar a la Iglesia, su madre y su
tutora divinas. Pero de este espectáculo sale una luz que nos muestra toda la
historia en su verdadera luz.
El
hombre se agita sobre la tierra; pero es conducido por fuerzas que no son de la
tierra. En la superficie de la historia, el ojo capta trastornos de imperios,
civilizaciones que se hacen y que se deshacen. Por debajo, la fe nos hace seguir
el gran antagonismo entre Satán y Nuestro Señor; ella nos hace asistir a las
astucias y a las violencias de que se vale el Espíritu inmundo, para entrar en
la casa de la que Jesucristo lo expulsó. Al fin volverá a entrar en ella, y
querrá eliminar de ella a Nuestro Señor. Entonces se rasgarán los velos, lo
sobrenatural se manifestará por todas partes; no habrá ya política
propiamente dicha, sino que se desarrollará un drama exclusivamente religioso,
que abarcará a todo el universo.
Podemos
preguntarnos por qué los escritores sagrados han descrito tan minucIosamente
las peripecias de este drama, cuando sólo ocupará algunos pocos años. Es que
será la conclusión de toda la historia de la Iglesia y del género humano;
es que hará resaltar, con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.
Por
otra parte, todas estas profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el
alma de los fieles creyentes en los días de la gran prueba. Todas las
sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones que entonces los asaltarán,
puesto que han sido predichos con tanta exactitud, formarán entonces otros
tantos argumentos en favor de la fe combatida y proscrita. La fe se afianzará
en ellos, precisamente por medio de lo que debería destruirla.
Pero
nosotros mismos tenemos que sacar abundantes frutos de la consideración de
estos acontecimientos extraños y temibles. Después de haber hablado de
ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues, orando en todo
tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros
en pie ante el Hijo del hombre” (Lc. 21 36).
Así,
pues, el anuncio de estos acontecimientos es un solemne aviso al mundo: “Velad
y orad para no caer en la tentación” (Mt. 26 41).
No
sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad, para que no os tomen por
sorpresa.
Sabéis
que desde ahora la seducción opera en las almas, que el misterio de iniquidad
realiza su obra, que la fe es reputada como un oprobio (San Gregorio);
velad y orad, para conservar la fe.
Llegó
la hora de la noche, la hora del poder de las tinieblas: velad para que vuestra
lámpara no se apague, orad para que el torpor y el sueño no os venzan.
Más
bien levantad vuestras cabezas al cielo; porque la hora de la redención se
acerca, porque las primeras luces del alba clarean ya las tinieblas de la noche
(Lc. 21 28). III
Después
de haber hablado de las enseñanzas, digamos algunas palabras de los consuelos.
Jamás
se habrá visto al mal tan desencadenado; y al mismo tiempo más contenido en la
mano de Dios.
La
Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin defensa a los verdugos que la
crucificarán en todos sus miembros; pero no se les permitirá romperle los
huesos, que son los elegidos, como tampoco se les permitió romper los del
Cordero Pascual extendido sobre la cruz.
La
prueba será limitada, abreviada, por causa de los elegidos; y los elegidos se
salvarán; y los elegidos serán todos los verdaderos humildes.
Finalmente,
la prueba concluirá por un triunfo inaudito de la Iglesia, comparable a una
resurrección.
En
esos tiempos, e incluso en los preludios de la crisis suprema, la Iglesia verá
cómo se convierten los restos de las naciones. Pero su consuelo más vivo será
el retorno de los Judíos.
Los
Judíos se convertirán, ya antes, ya durante el triunfo de la Iglesia; y San
Pablo, que anuncia este gran acontecimiento, no puede aguantarse de alegría al
contemplar sus consecuencias.
Como
se ve, podemos aplicar aquí a la Iglesia la palabra de los Salmos: “Según
la multitud de las aflicciones que han llenado mi corazón, vuestras consolaciones,
Señor, han alegrado mi alma” (Sal. 93 18). I
El
tema del fin del mundo ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. San
Pablo había dado sobre este punto preciosas enseñanzas a los cristianos de
Tesalónica; y como a pesar de sus instrucciones orales, los espíritus seguían
inquietos por causa de predicciones y rumores sin fundamento, les dirige una
carta muy grave para calmar esas inquietudes.
“Os
rogamos, hermanos, por lo que atañe al advenimiento de Nuestro Señor
Jesucristo y a nuestra reunión con El, que no os dejéis tan pronto
impresionar, abandonando vuestro sentir, ni os alarméis, ni por visiones, ni
por ciertos discursos, ni por cartas que se suponen enviadas por nosotros, como
que sea inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera;
porque antes ha de venir la apostasía, y se ha de manifestar el hombre del
pecado, el hijo de la perdición... ¿No recordáis que, estando todavía con
vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya lo que le detiene, con el objeto de que
no se manifieste sino a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad está ya en
acción; sólo falta que el que lo detiene ahora desaparezca de en medio”
(II Tes. 2 1-7).
Así,
el fin del mundo no llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente
malvado e impío, que San Pabblo califica llamándolo el hombre del pecado,
el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará sino después
de una apostasía general, y después de la desaparición de un obstáculo
providencial sobre el que el Apóstol había instruido de viva voz a sus fieles. II
¿De
qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se trata de una defección parcial;
porque dice, de manera absoluta, la apostasía. No se lo puede entender,
por desgracia, sino de la apostasía en masa de las sociedades cristianas, que
social y civilmente renegarán de su bautismo; de la defección de estas
naciones que Jesucristo, según la enérgica expresión de San Pablo, había
hecho concorporales a su Iglesia (Ef. 3 6). Sólo esta apostasía
hará posible la manifestación, y la dominación, del enemigo personal de
Jesucristo, en una palabra, del Anticristo.
Nuestro
Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará
fe sobre la tierra?” (Lc. 18 8). El divino Maestro veía declinar
la fe en el mundo llegado a su vejez. No es que los vientos del siglo puedan
hacer vacilar esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias por el
bienestar material, la rechazarán como importuna.
Volviendo
las espaldas a la fe, el mundo va camino de las tinieblas, y se convierte en
juguete de las ilusiones de la mentira. Considera como luces a meteoritos engañosos.
Sería capaz de considerar como las primeras luces del día los brillos rojos
del incendio.
Al
renegar de Jesucristo, es preciso que caiga mal que le pese en las garras de Satán,
a quien tan justamente se llama príncipe de las tinieblas. No puede permanecer
neutro; no puede crearse una independencia. Su apostasía lo pone directamente
bajo el poder del diablo y de sus satélites.
El
docto Estio, al estudiar el texto del Apóstol, dice que esta apostasía comenzó
con Lutero y con Calvino. Es el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un
camino espantoso.
Hoy
esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de Revolución, que es la
insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene por fórmula el
laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.
Así
vemos a las sociedades secretas, investidas del poder público, encarnizarse en
descristianizar Francia, quitándole uno por uno todos los elementos
sobrenaturales de que la habían impregnado quince siglos de fe. Estos sectarios
sólo persiguen un fin: sellar la apostasía definitiva, y preparar el camino al
hombre del pecado.
Los
cristianos deben reaccionar, con todas las energías de que disponen, contra
esta obra abominable; y para eso han de hacer entrar a Jesucristo en la vida
privada y pública, en las costumbres y en las leyes, en la educación y en la
instrucción. Por desgracia, hace ya tiempo que en todo eso Jesucristo no es lo
que debería ser, a saber todo. Hace ya tiempo que reina una semiapostasía.
¿Cómo, por ejemplo, después de que la instrucción ha sido paganizada, habríamos
podido formar otra cosa que semicristianos?
Al
trabajar en el sentido directamente opuesto a la Francmasonería, los cristianos
retrasarán el advenimiento del hombre del pecado; facilitarán a la Iglesia la
paz y la independencia de que tiene necesidad, para captar y convertir al mundo
que se abre ante Ella.
Ahí
se concentra toda la lucha de la hora presente: ¿dejaremos, sí o no, nosotros
los bautizados, que se consume la apostasía que en un breve lapso de tiempo ha
de permitir la manifestación del Anticristo? III
El
Apóstol habla, en términos enigmáticos para nosotros, de un obstáculo que se
opone a la aparición del hombre de pecado: “Sólo falta que el que lo
detiene ahora, dice, desaparezca de en medio”.
Por
este obstáculo que detiene, los más antiguos Padres griegos y
latinos entendieron casi unánimemente el imperio romano. Por consiguiente,
explican a San Pablo del siguiente modo: Mientras subsista el imperio romano, el
Anticristo no aparecerá.
Los
intérpretes más recientes no se conforman con esta glosa; no admiten que la
suerte de la Iglesia parezca ligada a la de un imperio; pero en vano buscan otra
explicación que sea realmente satisfactoria.
Confieso
ingenuamente que el pensamiento de los antiguos intérpretes no me parece tan
despreciable, mientras se la entienda con cierta amplitud.
Observemos
que San Pablo, al anunciar a los fieles una apostasía, cuando la conversión
del mundo a penas estaba esbozada, debió darles una panorámica de todo el
futuro de la Iglesia. Les había hecho saber que las naciones se convertirían,
que se formarían sociedades cristianas, y luego que estas sociedades perderían
la fe. Les mostró sin duda que el imperio romano sería transformado, que un
poder cristiano remplazaría al poder pagano, y que la autoridad de los Césares
pasaría a manos bautizadas que se servirían de él para extender el reino de
Jesucristo. Y por eso pudo añadir: Mientras dure este estado de cosas, estad
tranquilos, el Anticristo no aparecerá.
Por
lo tanto, el sentido del Apóstol, entendido ampliamente, sería el siguiente:
Mientras la dominación del mundo permanezca entre las manos bautizadas de la
raza latina, el enemigo de Jesucristo no se manifestará.
Observemos,
como corolario de esta interpretación, que los francmasones se oponen ante todo
y sobre todo a la restauración del poder cristiano. Que un príncipe se
anuncie como cristiano, se ponen en obra todos los medios para deshacerse de
él. Es lo que no debe suceder a ningún precio[1].
Así, pues, el poder cristiano es lo que impediría a la secta alcanzar su
objetivo.
Por
otra parte, las razas latinas están destinadas o a ejercer en el mundo una
influencia católica, o a abdicar. Su misión es la de servir a la difusión del
Evangelio; y su existencia política está ligada a esta misión. El día en que
renunciasen a ella por la apostasía completa, serían aniquiladas; y el
Anticristo, saliendo probablemente de Oriente, las aplastaría fácilmente con
los pies[2].
También
aquí les toca a los cristianos obrar sobre el espíritu público, obligar a los
gobiernos a volver a adoptar las tradiciones cristianas, fuera de las cuales no
hay más que decadencia para las naciones europeas y especialmente para nuestra
pobre patria. I
Entra
dentro de lo posible, aunque la apostasía se encuentre muy avanzada, que los
cristianos, por un esfuerzo generoso, hagan retroceder a los conductores de la
descristianización a ultranza, y obtengan así para la Iglesia días de
consuelo y de paz antes de la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de
los hombres, sino de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.
En
este orden de ideas, algunos autores piadosos esperan, después de la crisis
presente, un triunfo de la Iglesia, algo así como un domingo de Ramos, en el
cual esta Madre será saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob,
reunidos a las naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena
gana a estas esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los
profetas, y del cual volveremos a hablar en su lugar.
Sea
lo que fuere, este triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración.
Los enemigos de la Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica
con redoblado odio. Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese
momento, como semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días
que precedieron a su Pasión.
El
mundo será profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido
para las fiestas pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de
la Iglesia, unos para decir que ella es divina, otros para decir que ella
no lo es. La Iglesia se encontrará expuesta a los más insidiosos ataques
del librepensamiento; pero jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al
silencio a sus adversarios, pulverizando sus sofismas...
En
resumen, el mundo será puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de
la Iglesia brillará ante sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No
me interesa!
Este
desprecio de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia
la revelación del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo
inmundo: ella lo tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad,
una eficacia de error (así tradujo Bossuet a San Pablo) que castigará a los
hombres por haber rechazado y odiado la Verdad. Al hablar así, no estamos entregándonos a imaginaciones, sino que seguimos al Apóstol. En efecto, según él, toda seducción de iniquidad obrará “sobre los que se pierden, por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2 11-12). II
Cuando
aparezca el hombre de pecado, será, como dice San Pablo, a su tiempo; es
decir, en un momento en que el cuerpo de los malvados, endurecido contra los
dardos de la gracia, hecho compacto e impermeable por la obstinación de su
malicia, reclamará esta cabeza.
Ella
surgirá, y Satán hará brillar en ella toda la extensión de su odio contra
Dios y los hombres.
El
hombre de pecado, el Anticristo, será un hombre, un simple viador hacia la
eternidad. Algunos autores supusieron en él una encarnación del demonio; esta
imaginación carece de fundamento. El diablo no tiene el poder de asumir y de
unirse una naturaleza humana, de simular el adorable misterio de la Encarnación
del Verbo.
Los
Padres piensan unánimemente que será judío de origen. Incluso dicen que será
de la tribu de Dan, fundándose en que esta tribu no es nombrada en el
Apocalipsis como dando elegidos al Señor. San Agustín se hace el eco de esta
tradición, en su libro de Cuestiones sobre Josué. Se hace muy verosímil
por el hecho de que la francmasonería es de origen judío, de que los judíos
tienen en manos sus hilos en el mundo entero; lo cual hace pensar que el jefe
del imperio anticristiano será un judío. Los judíos, por otra parte, que no
quieren reconocer a Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor
les decía: “Yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro
viniere de su propia autoridad, a aquél le recibiréis” (Jn. 5
43). Por este otro, los Padres entienden comúnmente al Anticristo.
Aunque
el Anticristo sea llamado el hombre de pecado, el hijo de perdición, no
hay que creer que estará destinado al mal, como fatal e irremisiblemente.
Recibirá gracias, conocerá la verdad, tendrá un ángel custodio. Tendrá la
oportunidad y los medios para alcanzar la salvación, y sólo se perderá por su
propia culpa.
Sin
embargo, San Juan Damasceno no duda en decir que desde su nacimiento será
impuro, totalmente impregnado de los soplos de Satán. Es de creer que, desde
el uso de razón, entrará en contacto tan constante e íntimo con el espíritu
de las tinieblas, se inclinará al mal con tal obstinación, que no dejará
penetrar en su alma ninguna luz sobrenatural, ninguna gracia de lo alto.
Permanecerá inmutablemente rebelde a todo bien.
Eso
le valdrá el nombre de hombre de pecado. Llevará el pecado hasta su
colmo, no haciendo de toda su vida sino un largo acto de rebeldía contra Dios.
Por esta constante aplicación al mal, alcanzará un refinamiento de impiedad al
que no llegó jamás hombre alguno.
El
calificativo de hijo de perdición, que le es común con Judas, quiere
decir que su condenación eterna esta prevista por Dios, como castigo de su
espantosa malicia, hasta el punto de que está inscrita en las Escrituras y como
consignada de antemano. Es probable —y tal es el pensamiento de San
Gregorio— que el monstruo conocerá, por una luz salida de los abismos del
infierno, la suerte que le espera, que renunciará a toda esperanza para odiar a
Dios más a su gusto, que se fijará desde esta vida en la obstinación
irremediable de los condenados. Y así realizará en sí mismo el nombre
terrible de hijo de perdición. De este modo será verdaderamente el Anticristo, es decir, las antípodas de Nuestro Señor. Jesucristo se encontraba fuera del alcance del pecado; él se pondrá fuera del alcance de la gracia, por un abandono de todo su ser al espíritu del mal. Jesucristo se orientaba a su Padre con todos los impulsos de una naturaleza divinizada y sustraída a las influencias del mal; él se orientará al mal con todos los impulsos de una naturaleza profundamente viciada y que renunciará incluso a la esperanza. III
Siendo
tan diametralmente opuesto a Nuestro Señor, realizará obras en oposición
directa con las suyas. Será para Satán un órgano selecto, un instrumento de
predilección.
Así
como Dios, al enviar a su Hijo al mundo, lo revistió del poder de hacer
milagros, e incluso de devolver la vida a los muertos, del mismo modo Satán,
haciendo un pacto con el hombre de pecado, le comunicará el poder de hacer
falsos milagros. Por eso dice San Pablo que “su advenimiento será según
la operación de Satanás, con todo poder, señales y prodigios falsos”.
Nuestro Señor sólo hizo milagros por bondad, y se negó a hacer milagros por
pura ostentación; el Anticristo se complacerá en ellos, y los pueblos, por un
justo juicio de Dios, de dejarán engañar por sus malabarismos.
Por
lo que precede está claro que el Anticristo se presentará al mundo como el
tipo más completo de estos falsos profetas que fanatizan a las masas, y que las
conducen a todos los excesos bajo el pretexto de una reforma religiosa. Desde
este punto de vista, Mahoma parece haber sido su verdadero precursor. Pero el
Anticristo lo superará inmediatamente en perversidad, en habilidad, y también
en la plenitud de su poder satánico.
En
el próximo artículo estudiaremos los orígenes y desarrollo de su poder, y las
fases de la guerra de exterminio que desencadenará contra la Iglesia de
Jesucristo. |
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