El drama del fin de los tiempos (Cont. 03)
Padre Emmanuel

VII. Henoc y Elías   

   Los hechos maravillosos que vamos a referir no son suposiciones aventuradas; son verdades sacadas de la Escritura Sagrada, y que sería por lo menos temerario negar.

   Antes del fin de los tiempos, y durante la persecución del Anticristo, se verá reaparecer en medio de los hombres a dos personajes extraordinarios, llamados Henoc y Elías.

   ¿Quiénes son estos personajes? ¿En qué condiciones se realizará su aparición providencial en la escena del mundo? Es lo que vamos a examinar, a la luz de las Escrituras y de la Tradición.

I

   Henoc es uno de los descendientes de Set, hijo de Adán, y tronco de la raza de los hijos de Dios. Es la cabeza de la sexta generación a partir del padre del género humano. El Génesis nos enseña sobre él lo que sigue :

   “Jared llevaba de vida ciento sesenta y dos años cuando engendró a Henoc... Henoc llevaba de vida sesenta y cinco años cuando engendró a Matusalén; y caminó Henoc en compañía de Dios, después de haber engendrado a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Resultaron, pues, todos los días de Henoc trescientos sesenta y cinco años. Ahora bien, Henoc caminó en compañía de Dios, y desapareció, porque Dios le tomó consigo” (Gen. 5 18-25).

  Dios arrebató a la edad de 365 años, es decir, dada la extrema longevidad de esa época, en la madurez de su edad. No murió, sino que desapareció. Fue transportado, vivo, a un lugar conocido sólo por Dios. Esto es lo que sabemos de Henoc, patriarca de la raza de Set, bisabuelo de Noé, antecesor del Salvador.

   Por lo que se refiere a Elías, su historia es mejor conocida. Henoc, anterior al Diluvio, nació varios miles de años antes de Jesucristo. Elías apareció en el reino de Israel menos de mil años antes del Salvador; es el gran profeta de la nación judía.

   Su vida es de lo más dramática (III y IV Reyes). Se podría decir que es una profecía en acción del estado de la Iglesia en tiempos de la persecución del Anticristo. Siempre anda errante, siempre se ve amenazado de muerte, siempre es protegido por la mano de Dios. Unas veces Dios lo oculta en el desierto, donde lo alimentan unos cuervos; otras veces lo presenta al orgulloso Acab, que tiembla ante él. Dios le entrega las llaves del cielo, para enviar la lluvia o el rayo; lo favorece en el monte Horeb con una visión llena de misterios. En resumen, lo engrandece hasta darle la talla de Moisés taumaturgo, de manera que juntamente con Moisés escolta a Nuestro Señor en el Tabor.

   La desaparición de Elías responde a una vida tan sublimemente extraña. Se lo ve caminar con su discípulo Eliseo; se abre un paso a través del Jordán, golpeando las aguas con su manto. Anuncia que va a ser arrebatado al cielo. De repente, “mientras ellos iban hablando, un carro de fuego y unos caballos de fuego los separaron a entrambos, y subió Elías en un torbellino al cielo. Eliseo lo veía y gritaba : «¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su auriga!» Y no le vio más” (IV Rey. 2 11-12).

   De este modo Elías, el amigo de Dios, el celador de su gloria, fue también arrebatado y transportado a una región misteriosa, en la que se encontró con su antecesor, el gran Henoc.

   ¿Cuál es esta región? Henoc y Elías están vivos, eso es seguro. ¿Dónde los ha escondido Dios? ¿En alguna región inaccesible de esta pobre tierra? ¿En algún lugar del firmamento? Nadie lo sabe.

   Se puede afirmar solamente que, por el momento, se encuentran fuera de las condiciones humanas; los siglos pasan debajo de sus pies, sin afectarlos; permanecen en la madurez de su edad, seguramente tal como eran cuando Dios los arrebató de en medio de los hombres.

II 

   Su reaparición en la escena del mundo no es menos segura que su desaparición.

   En efecto, el autor del Eclesiástico, expresando toda la tradición judía, habla de estos dos grandes personajes en los siguientes términos:

   “Henoc agradó a Dios, y fue transportado al paraíso, para predicar la penitencia a las naciones” (Ecles. 44 16).

   “¿Quién puede gloriarse de ser tu igual, oh Elías?... Tú, que fuiste arrebatado en un torbellino a lo alto, y por un carro con caballos de fuego; tú, de quien está escrito que fuiste preparado para un tiempo dado, para apaciguar la cólera de Dios, para convertir el corazón de los padres hacia los hijos, y restablecer las tribus de Israel” (Ecles. 48 1-11).

   Estas palabras de un libro canónico nos revelan claramente que Henoc y Elías tienen que realizar una misión ulterior. Henoc debe predicar la penitencia a las naciones, o si se prefiere esta traducción, conducir las naciones a la penitencia. Elías debe restablecer un día las tribus de Israel, es decir, devolverles su rango de honor al que tienen derecho en la Iglesia de Dios.

   La unanimidad de los doctores ha comprendido que esta doble misión se realizará simultáneamente al fin del mundo. Elías en particular es considerado como el precursor de Jesucristo cuando venga del cielo como Juez; este pensamiento se deduce manifiestamente de los Evangelios (Mt. 17; Mc. 9).

   Por lo tanto, los hombres verán un día, y no sin terror, cómo Henoc y Elías vuelven a descender en medio de ellos, y les predican la penitencia con un brillo extraordinario. San Juan los llama los dos testigos de Dios, y los pinta como sigue en su Apocalipsis (11 3-7) :

   “Daré orden a mis dos testigos, y profetizarán vestidos de saco mil doscientos sesenta días.

   Estos son los dos olivos y los dos candelabros que están en la presencia del Señor de la tierra.

   Y si alguno les quiere hacer mal, saldrá fuego de su boca y devorará a sus enemigos. Y si alguno pone su mano sobre ellos, perecerá sin remedio del mismo modo.

   Estos tienen la potestad de cerrar el cielo para que no llueva durante los días de su profecía, y tienen potestad sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra con todo linaje de plagas, siempre y cuando quisieren”.

   ¿Quién no reconoce en este retrato al Elías del Antiguo Testamento, que cerró el cielo durante tres años y medio, e hizo caer fuego del cielo sobre los soldados que venían a capturarlo?

   Los mil doscientos sesenta días señalan el tiempo de la persecución final, como ya lo hemos hecho observar. La aparición de los testigos de Dios coincidirá, pues, con la persecución del Anticristo.

   Hay que reconocer que el socorro dado a la Iglesia será proporcionado a la magnitud del peligro.

   Los dos testigos de Dios, revestidos de las insignias de la penitencia más austera, irán por todas partes, y en todas partes serán invulnerables; una nube, por decirlo así, los cubrirá, y fulminará a quienquiera ose tocarlos. Tendrán en sus manos todas las plagas, para herir con ellas a la tierra según su arbitrio. Predicarán con una libertad suma, en la misma presencia del Anticristo.

   Este se estremecerá de rabia; y habrá un duelo formidable entre el monstruo y los dos misioneros de Dios.   

VIII. La crisis final

I 

   Detengamos un instante nuestras miradas en los intrépidos misioneros de Dios, y observemos la divina oportunidad de su aparición.

   Según San Pedro, “vendrán en los últimos días burladores con burlerías, dados a vivir conforme a sus propias concupiscencias, y diciendo: «¿Dónde está la promesa y el advenimiento [de Jesucristo]? Porque desde que los padres murieron, todo continúa de la misma manera, lo mismo que desde el principio de la creación»” (II Pedr. 3 3-4).

   Esos seductores, esos engañadores, los vemos con nuestros propios ojos, los escuchamos con nuestras propias orejas. Se llaman racionalistas, materialistas, positivistas; niegan a priori toda causa superior, todo hecho sobrenatural; no quieren preocuparse de saber de dónde vienen, ni adónde van; semejantes a los insensatos del libro de la Sabiduría, miran la vida como una de esas nubes matinales que no deja ninguna huella de su paso cuando se levanta el sol. Llaman a lo que se encuentra más allá de la tumba, la gran incógnita, y se niegan por completo a esclarecerla. Como consecuencia de eso, el todo del hombre consiste, a sus ojos, en gozar lo más que se pueda del momento presente, porque todo lo demás es incierto.

   Estos falsos sabios relegan las narraciones de Moisés entre las cosmogonías fabulosas. Se niegan a reconocer a los Libros Santos ningún valor histórico. Según sus opiniones, todos estos documentos, en contradicción con la ciencia, serían la obra de un judío exaltado, Esdras, que quiso con ellos realzar a su nación.

   Por lo que se refiere a la venida de Jesucristo, a la resurrección general, al juicio final, a las recompensas y a las penas eternas, lo consideran todo como sueños absurdos. Aseguran que la humanidad, en vías de progreso indefinido, encontrará un día su paraíso en la tierra.

   Ahora bien, para confundir a estos impostores, Dios suscitará a Henoc, representante del período antediluviano; a Henoc, casi contemporáneo de los orígenes del mundo. Suscitará a Elías, representante del judaísmo mosaico; a Elías, que por un extremo confina con Salomón y David, y por otro con Isaías y Daniel.

   Estos grandes hombres, con una autoridad indiscutible, establecerán la autenticidad de la Biblia, y mostrarán cómo el cristianismo se vincula a la era de los profetas hasta Moisés, y a la de los patriarcas hasta Adán. En ellos, todos los siglos se levantarán para dar testimonio a la verdad de la revelación. Jamás la divinidad del Cordero, que ha sido inmolado desde la creación del mundo (Apoc. 13 8), habrá resplandecido de manera tan fulgurante.

   Al mismo tiempo anunciarán con energía la proximidad del Juicio. Retomando las palabras de San Juan, clamarán por todos los rincones del mundo : “Haced frutos dignos de penitencia... Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles... El que viene tras de mí... tiene su bieldo en su mano, y limpiará su era, y allegará su trigo en su granero; mas la paja la quemará con fuego inextinguible” (Mt. 3 8-12).

   Según la predicción del Eclesiástico, Henoc predicará la penitencia a las naciones, por las que se entiende a todos los pueblos fuera del judaísmo; les hablará con la majestad de un antepasado, les hará conocer y reconocer a Jesucristo, el Deseado de las naciones.

   Elías se dirigirá especialmente a los judíos, que esperan su venida; se dará a conocer a ellos por señales evidentísimas; hará brillar ante sus ojos a Jesús, que es hueso de sus huesos y carne de su carne.

   Queda fuera de duda que estas predicaciones, a pesar de las amenazas y de los tormentos, serán seguidas de conversiones abundantes y sorprendentes, particularmente por parte de los judíos; esto ha sido anunciado formalmente.

   Los dos testigos de Dios predicarán unas veces juntos, otras veces por separado; y, durante sus tres años y medio, es muy verosímil que recorran toda la tierra. Por más que los periódicos hagan alrededor de ellos la conspiración del silencio (como se ha hecho alrededor de los milagros de Lurdes), se impondrán a la atención del mundo. El Anticristo intentará capturarlos en vano; porque el fuego devorará a quienes se atrevan a tocarlos. Con la espada de la justicia de Dios pasarán entre los hombres de placer y de libertinaje, y los herirán con plagas repulsivas.

   Sin embargo, a semejanza de Nuestro Señor, su misión sólo durará un tiempo. En un momento dado perderán la asistencia sobrenatural que los protegía hasta entonces. Pero escuchemos a San Juan.    

II

   “Una vez que hubieren terminado su testimonio, la Bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, y los vencerá y los matará. Y su cadáver quedará en la plaza de la gran ciudad, llamada espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también el Señor de ellos fue crucificado. Y muchos de los pueblos, y tribus, y lenguas, y naciones verán su cadáver durante tres días y medio, y no dejarán que sus cadáveres sean puestos en sepulcro. Y los que habitan sobre la tierra se gozarán sobre ellos y andarán alegres y se enviarán presentes unos a otros, puesto que estos dos profetas habían atormentado a los que habitan sobre la tierra. Y al cabo de los tres días y medio, un espíritu de vida enviado por Dios entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies, y cayó gran temor sobre los que los estaban mirando. Y oí una gran voz venida del cielo, que les decía : «Subid acá». Y su­bieron al cielo en la nu­be, y sus enemigos los contemplaron. Y en aquella hora sobrevino un gran terremoto, y la décima parte de la ciudad se cayó, y perecieron en el terremoto siete mil hombres, y los restantes quedaron despavoridos y dieron gloria al Dios del cielo” (Apoc. 11 7-13).

   ¡Qué conclusión de un drama inaudito! ¡Qué afirmación de lo sobrenatural! Los dos profetas se darán cita en Jerusalén, donde su Señor fue crucificado. Allí compartirán las divinas flaquezas de Jesús; como El serán capturados, como El serán juzgados, como El serán atormentados, como El serán muertos, tal vez en la cruz.

   Se creerá que todo acabó. El Anticristo parecerá triunfar completamente. Se ridiculizará a los dos profetas; se reirá y se bailará alrededor de sus cadáveres; se los dejará sin sepultura, para que a esta vista los ojos puedan saciarse mejor a su gusto.

   Pero repentinamente resucitarán; una gran voz resonará desde lo alto del cielo, y subirán allá a la vista de un gentío numerosísimo, herido de un subitáneo terror. Habrá entonces un gran terremoto en la ciudad deicida; siete mil hombres perderán la vida, y los demás se golpearán el pecho y darán gloria a Dios.

   Lo repetimos : ¡qué drama, que desenlace!

    ¿Qué hará el Anticristo frente a estos prodigios? Estará que muerde; sentirá que todo se le escapa, que se acerca la hora de la justicia. Se podría creer que en ese mismo instante lo sorprenderá el castigo descrito por San Pablo, a saber, “que Jesucristo lo destruirá con el soplo de su boca y lo aniquilará con el esplendor de su advenimiento” (II Tes. 2 8).

   Sin embargo, según el cómputo de Daniel, parece que el castigo del monstruo será retrasado treinta días a partir de la asunción triunfal de Henoc y Elías. Daniel dice, en efecto, que desde el momento en que sea quitado el sacrificio perpetuo y aparezca la abominación de la desolación, pasarán mil doscientos noventa días (Dan. 12 11), esto es, treinta días más del tiempo de la predicación de Henoc y Elías.

   Durante este intervalo, el Anticristo intentará por todos los medios recuperar su influencia perdida. No queremos admitir ninguna visión en el marco de este comentario; pero hacemos una excepción con la que tuvo Santa Hildegarda sobre el fin del enemigo de Dios, porque no es más que un comentario de la palabra de San Pablo: Jesús lo destruirá con el soplo de su boca.

   La Santa vio en espíritu al monstruo, rodeado de sus oficiales y de un gentío inmenso, subiendo una montaña. Cuando llegó a su cumbre, anunció que se elevaría en los aires. En efecto, fue elevado como Simón el Mago, por el poder del demonio; pero en ese momento sonó un espantoso trueno, y el Anticristo cayó fulminado. Su cuerpo, que se descompuso al punto, difundió un hedor intolerable, y cada cual huyó espantado.

   Así, o de modo parecido, acabará el enemigo de Dios.

   Y su inmenso imperio se desvanecerá como el humo. El mundo se sentirá aliviado de un peso aplastante. Y habrá una conversión general que, según el decir de San Pablo, parecerá una resurrección. De ello hablaremos en el artículo siguiente.