El drama del fin de los tiempos (Cont. 04)
Padre Emmanuel

   IX. La conversión de los judíos

   La Sagrada Escritura nos señala un gran acontecimiento, que nos muestra como entrelazado en la guerra que el Anticristo desencadenará contra la Iglesia: es la conversión de los Judíos. Hemos diferido de hablar de ella hasta ahora, para tratar este tema con más detalle. Además de que, en el punto en que vamos, se encuentra perfectamente en su lugar. Porque la conversión del pueblo judío nos es presentada como fruto de la predicación de Elías.

I

   El pueblo judío es el punto alrededor del cual se desarrolla la historia de la humanidad. Fue acariciado por Dios, en la persona de Abraham, de quien sale; es, antes de Nuestro Señor, el pueblo sacerdotal por excelencia, cuyo estado, según la sentencia de San Agustín, es totalmente profético; ha dado nacimiento a la Santísima Virgen y al Salvador del mundo; ha formado el núcleo de la Iglesia naciente. Todos estos privilegios hacen de la raza judía una raza excepcional, cuyos destinos son extremadamente misteriosos.

   Por una inversión extraña y lamentable, desde el momento en que produce al Salvador del mundo, la raza elegida, la raza bendita entre todas, merece ser reprobada. Ella se niega a reconocer, en su humildad, a Aquél cuyas invisibles grandezas no sabe adorar. Parece que Dios haya querido mostrar por ahí que la vocación al cristianismo no le debe nada ni a la carne ni a la sangre, puesto que los mismos de quienes Cristo venía según la carne (Rom. 9 5) fueron rechazados de ella por su orgullo tenaz y carnal.

   Su reprobación, sin embargo, ¿es definitiva? ¿Seguirán siendo siempre la presa de Satán, y estando excluidos del resto del mundo por la cruz del Salvador? ¡Dios no lo quiera! Dios reserva misericordias supremas al pueblo que fue el suyo. A este pueblo, al que fue dicho : “Vosotros no sois mi pueblo”, se le dirá un día : “Vosotros sois los hijos del Dios vivo” (Os. 1 10). Después de haber quedado durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin altar, los hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se hará sobre el fin de los tiempos (Os. 3 4-5).

   Elías será el instrumento de esta maravillosa vuelta. “He aquí que Yo os enviaré, dice el Señor por Malaquías, al profeta Elías, antes de que llegue el día grande y terrible de Dios, para que vuelva el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a sus padres” (Mal. 4 5-6). Es decir, restablecerá la armonía de los mismos amores, de las mismas adoraciones entre los santos antepasados del pueblo judío y sus últimos descendientes.

   San Pablo afirma a su vez este acontecimiento tan consolador. El ve en la reprobación de los Judíos la causa ocasional de la vocación de los Gentiles. Luego añade : “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio: que el encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la totalidad de las naciones haya entrado; y entonces todo Israel será salvo” (Rom. 11 25).

   Tal es, pues, el designio de Dios. Es necesario que toda la gentilidad entre en la Iglesia; y cuando haya concluido el desfile de las naciones, Israel entrará a su vez. Será el gran jubileo del mundo; la gracia se derramará por torrentes. Si se toman al pie de la letra las profecías, todos los Judíos que entonces vivan, hasta el último de ellos, aunque fuesen numerosos como las arenas del mar, se salvarán (Rom. 11 27).

   Para comprender los estremecimientos profundos que este gran acontecimiento producirá en el mundo, hay que recurrir a las figuras proféticas, por las que Dios se complació a anunciarlo de mil maneras.

   El pueblo judío, entrando en la Iglesia, es Esaú reconciliándose con Jacob. ¡Y con qué ternura! “Corriendo al encuentro de su hermano, Esaú lo abrazó, se echó sobre su cuello y lo besó, rompiendo ambos a llorar” (Gen. 33 4).

   Pero el verdadero símbolo de Jesús reconocido por sus hermanos Judíos, es sobre todo José reconocido por sus hermanos. En otro tiempo lo vendieron y lo crucificaron; mas una imperiosa necesidad de verdad y de amor los lleva a sus pies al fin de los tiempos. ¡Qué encuentro! ¡Qué espectáculo! ¡Jesús, en todo el brillo de su poder, desvelando a los Judíos los tesoros de su Corazón, y diciéndoles : Yo soy José, yo soy ese Jesús a quien vosotros vendisteis! (Gen. 45 3).

   Abrid por fin el Evangelio, en la página del hijo pródigo (Lc. 25). Este pródigo, que viene de tan lejos, son los pobres Gentiles que entran en la Iglesia. Los Judíos son representados por el hijo mayor, celoso y egoísta, que se obstina en permanecer afuera porque su hermano ha sido recibido en la casa. El padre sale y le hace invitaciones apremiantes, cœpit illum rogare. Este desnaturalizado se niega a escuchar a su padre; pero al fin lo escuchará, entrará, y habrá en la casa paterna doble regocijo.

   ¡No!, no podemos imaginarnos las alegrías de la Iglesia, cuando por fin abra su seno de madre a los hijos de Jacob. No podemos imaginarnos las lágrimas, los arrebatos de amor de éstos, cuando, después de desaparecer por fin el velo de sus ojos, reconozcan a su Jesús. ¿En qué momento preciso sucederá este gran acontecimiento? Ahí está el nudo de la dificultad. Sin pretender resolverla, esperamos esclarecerla un poco.  

II  

   Parece seguro, según la tradición, que el Anticristo será de nacionalidad judía. Aparecerá como el producto de esta fermentación de odio que, desde hace siglos, agría el corazón de los Judíos contra Jesús, su tierno hermano, su incomparable amigo.

   Parece igualmente seguro que los Judíos en su mayor parte acogerán a este falso mesías, haciéndole cortejo, y le someterán el mundo por la mala prensa y la alta finanza.

   Pero, ya desde el tiempo que precederá a la venida del hijo del pecado, se formará, entre los Judíos, una corriente de adhesión a la Iglesia. Los grandes acontecimientos tienen siempre preludios que los anuncian.

   San Gregorio declara que el furor de la persecución del Anticristo recaerá principalmente sobre esos Judíos convertidos, cuya constancia en soportar todos los ultrajes y todos los tormentos por el nombre mil veces bendito de Jesús nadie igualará.

   Este pasaje de San Gregorio es demasiado importante para que lo omitamos.

   El gran Papa explica una de las misteriosas profecías en acción de Ezequiel (Ez. 3). Es un drama en tres actos. 1º Dios ordena al profeta que salga al campo; esta salida representa la difusión del Evangelio entre los Gentiles. 2º Luego lo hace entrar de nuevo en la casa, donde es cargado de cadenas, apresado y reducido al silencio; lo cual indica cómo el Evangelio será predicado por los Judíos a los mismos Judíos, de los cuales unos se convertirán, y otros agarrarán a los predicadores y los abrumarán de malos tratos, a saber durante la persecución del Anticristo. 3º Dios aparece, abre la boca al profeta, que habla con más fuerza que nunca; es lo que sucederá con la venida de Elías, el cual, por sus predicaciones inflamadas e irresistibles, convertirá a los restos de su nación (In Ezech. lib. I, hom. XIII).

   No podríamos admirar bastante aquí la lucidez profética de San Gregorio. Distingue de antemano las fases del gran acontecimiento que nos ocupa: escisión del pueblo judío en dos partes, opresión de los convertidos por parte de los refractarios, conversión total realizada por Elías.

   El santo Papa asegura, en sus comentarios sobre Job, que esta vuelta definitiva de los restos de Israel tendrá lugar bajo los ojos mismos y a pesar de la rabia impotente del Anticristo (Moralia in Job, lib. XXXV, cap. 14). Si la Iglesia goza de semejantes consuelos en el mismo ardor de la persecución, ¡qué será a la hora del triunfo! Es lo que vamos a considerar rápidamente.  

III  

   Hay destrucciones necesarias, para las cuales Dios se sirve de los malos ángeles. El Anticristo, a su modo y a pesar suyo, será la vara de Dios.

   Esta vara de hierro pulverizará los cismas, las herejías, las falsas religiones resto del paganismo, el mahometismo y el mismo judaísmo; triturará el mundo para conseguir una prodigiosa unidad.

   Cuando este coloso de impiedad haya sido abatido por la pequeña piedra, ésta se convertirá en una montaña inmensa y cubrirá la tierra; el Evangelio, no encontrando ya obstáculos de ninguna clase, reinará sin contradicción en todo el universo.

   Los Judíos serán los principales obreros en este establecimiento del reino de Dios. San Pablo se extasía ante las grandes cosas que resultarán de su conversión. “Si la caída de los Judíos, exclama, ha sido la riqueza del mundo, y si su mengua ha sido la riqueza de los Gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud [esto es, su adhesión total]?... Si su repudio ha sido reconciliación del mundo, ¿qué será su acogida [en la Iglesia] sino un retornar de muerte a vida?” (Rom. 11 12, 15). Temeríamos debilitar, comentándolas, estas antítesis enérgicas. Es legítimo concluir de ello que los Judíos convertidos pondrán al servicio de la Iglesia un ardor inexpresable de proselitismo. Rejuvenecida por esta infusión de vida, la Iglesia saldrá de los aprietos de la persecución como de la piedra de un sepulcro; y tomará posesión del mundo, con la majestad de una reina y la ternura de una madre.

   Estos acontecimientos, ¿serán el preludio inmediato del juicio final, o la aurora de una nueva era? Enunciaremos las conjeturas que se pueden formular sobre este particular.  

X. El advenimiento del Juez supremo

I

   Es superfluo intentar precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor. Se trata de un secreto impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo” (Mt. 24 36).

   Sin embargo este momento supremo, que pondrá término a este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de los mismos impíos.

   Ante todo tendrá lugar, como lo hemos demostrado, la persecución del Anticristo, la aparición de Henoc y de Elías. Cuando San Pablo nos dice que Jesucristo destruirá al impío con el soplo de su boca, y lo aniquilará por el esplendor de su advenimiento, parece incluso que el castigo del Anticristo coincidirá con el advenimiento del Juez supremo. Sin embargo, no es éste el sentimiento general de los intérpretes. Se puede explicar el texto de San Pablo diciendo que la destrucción del impío no se consumará sino en el día del juicio final, aunque su muerte haya ocurrido algún tiempo antes. Por otra parte, los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso de tiempo, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas.

   En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo. Luego añade : “Luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad” (Mt. 24 29-30).

   Estos son los signos que precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar, con todos estos preludios formidables, el carácter repentino e imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento? Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos representa a los hombres de los últimos días del mundo enteramente semejantes a los contemporáneos de Noé, que el Diluvio sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas (Mt. 24 36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados como haciendo cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros que no se distinguen del hundimiento que les sigue. Antes de todos estos presagios terribles, los hombres podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia. Pero cuando oigan crujir la máquina del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo (Lc. 21 26).

   El mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos que transcurrirán entre la muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo, cuando dice : “Antes de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo habían estimado antes” (Suppl. q. 73, art. 1, ad 1). Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar las hipótesis más plausibles sobre los últimos tiempos del mundo; y nuestros lectores no dejarán de interesarse, aunque no las reciban sino a título de simples conjeturas.  

II

   Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia de Jesucristo. Las alegrías proféticas de Tobías que recupera la vista al mismo tiempo que a su hijo, el gozo embriagador de los Judíos a la caída de Amán y de sus satélites, los arrebatos de los habitantes de Betulia, liberados por Judit del cerco de hierro que los estrechaba; la purificación del templo por los Macabeos, vencedores del impío Antíoco; finalmente y sobre todo, la calma y el triunfo apacible de Job restablecido por Dios en todos sus bienes, viendo acudir a sus pies a sus amigos y a sus familiares arrepentidos, reuniéndolos a todos en un banquete religioso: todas estas imágenes expresan de manera insuficiente el estado de la santa Iglesia que abre su corazón y sus brazos maternos tanto a sus enemigos como a sus hijos, tanto a los Judíos convertidos como a los herejes reconciliados, tanto a los descendientes de Cam como a los hijos de Sem y de Jafet; en una palabra, realizando la gran unidad comprada al precio de la sangre de un Dios : ¡un solo rebaño y un solo Pastor!

   Seguramente, e incluso en este período de triunfo, habrá todavía impíos; pero permítasenos pensar que se esconderán, y que desaparecerán en la inmensidad del gozo publico.

   Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente, sino el tiempo necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que los habrán hecho nacer. Poco a poco se verá cómo a la tibieza sucede el fervor; y este paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.

   He aquí cómo un autor estimado, el padre Arminjon, describe el estado en que caerá entonces el mundo:

   “La caída del mundo, dice, tendrá lugar instantáneamente y de improviso : «veniet dies Domini sicut fur» (II Petr. 3 10). Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios de acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica, una última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobreabundantes, todos estos prodigios, se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso criminal de las gracias, habrá vuelto a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra, se habrá apartado de Dios, hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne habrá corrompido su camino. La divina Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno.

“Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces despreocupados, hacían plantaciones, construían casas suntuosas, se burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio de carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían: ¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el diluvio, y se tragó toda la tierra: «venit diluvium et perdidit omnes» (Lc. 17 27).

“Así, la catástrofe final se producirá cuando el mundo se creerá en la seguridad más completa; la civilización se encontrará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. Habrá fiestas nacionales, grandes exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: «Alma mía, tienes bienes para largos años, bebe, come, diviértete...» Pero de repente , en medio de la noche, «in media nocte» —porque en las tinieblas, y en esa hora fatídica de la medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria—, los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí, salid a su encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6)”.

   Y el autor añade que los hombres no tendrán tiempo de arrepentirse. En este punto disentimos de él. La gran catástrofe, en efecto, será precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!

   El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán; pues las leyes de los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados. Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un incendio general, mientras que en los aires aparecerá una cruz esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.

   ¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de espanto. Sucederá con ellos lo que sucedió con los contemporáneos de Noé. Mientras éste proseguía la construcción del arca, todo el mundo se burlaba de él; pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo tembló, y muchos hombres, según el testimonio de San Pedro, se convirtieron. Del mismo modo, nos está permitido esperar que al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo cómo los cielos se velan y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y volverán a entrar en gracia con Dios.

   Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza con confianza; y la cruz que resplandecerá los llenará de alegría.

   La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido. El mundo esperará, para acabar, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.

XI. Conclusión

   Hemos llegado al término de nuestro estudio.

   Al echar una mirada sobre sus destinos futuros, nos hemos apoyado únicamente en las profecías que forman parte integrante de la Escritura divinamente inspirada.

   La sustancia de nuestro trabajo ha sido sacada, pues, de las fuentes mismas en que se alimenta la fe católica; y no pensamos que pueda negarse sin temeridad lo que hemos adelantado sobre el Anticristo, la aparición de Henoc y Elías, la conversión de los Judíos, las señales precursoras del juicio.

   Donde podríamos habernos equivocado es en los comentarios que hemos hecho de varios pasajes del Apocalipsis, como también en el encadenamiento que hemos tratado de establecer entre los acontecimientos citados más arriba. Pero si hemos errado, ha sido siguiendo a intérpretes autorizados, y lo más frecuentemente a Padres de la Iglesia.

   ¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece. La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.

   Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro pensamiento.

   La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y las tinieblas, y les señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).

   Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras profundas que se extienden detrás de ellas.

   ¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos. La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta recordar las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el momento más agudo de la crisis del protestantismo.

   En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.

   Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo que consideraríamos como una temeridad ridícula. Permítasenos una comparación que explicará todo nuestro pensamiento.

   Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.

   Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema coronación. Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡cuántos progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡cuántas alternativas en la lucha! ¡cuántas compensaciones al lado de las pérdidas! Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua potestate” (Act. 1 7).

   En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar.

   Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos, “instabunt tempora periculosa” (II Tim. 3 8); pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.

   Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas.

   Velar y orar, para no entrar en la tentación.

   Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre: “Vigilate, omni tempore orantes, ut digni habeamini fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante Filium hominis” (Lc. 21 24).