El drama del fin de los tiempos (Cont. 04)
Padre Emmanuel
IX.
La conversión
La
Sagrada Escritura nos señala un gran acontecimiento, que nos muestra como
entrelazado en la guerra que el Anticristo desencadenará contra la Iglesia:
es la conversión de los Judíos. Hemos diferido de hablar de ella hasta ahora,
para tratar este tema con más detalle. Además de que, en el punto en que
vamos, se encuentra perfectamente en su lugar. Porque la conversión del pueblo
judío nos es presentada como fruto de la predicación de Elías. I
El
pueblo judío es el punto alrededor del cual se desarrolla la historia de la
humanidad. Fue acariciado por Dios, en la persona de Abraham, de quien sale; es,
antes de Nuestro Señor, el pueblo sacerdotal por excelencia, cuyo estado, según
la sentencia de San Agustín, es totalmente profético; ha dado nacimiento a la
Santísima Virgen y al Salvador del mundo; ha formado el núcleo de la Iglesia
naciente. Todos estos privilegios hacen de la raza judía una raza excepcional,
cuyos destinos son extremadamente misteriosos.
Por
una inversión extraña y lamentable, desde el momento en que produce al
Salvador del mundo, la raza elegida, la raza bendita entre todas, merece ser
reprobada. Ella se niega a reconocer, en su humildad, a Aquél cuyas invisibles
grandezas no sabe adorar. Parece que Dios haya querido mostrar por ahí que la
vocación al cristianismo no le debe nada ni a la carne ni a la sangre, puesto
que los mismos de quienes Cristo venía según la carne (Rom. 9 5) fueron
rechazados de ella por su orgullo tenaz y carnal.
Su
reprobación, sin embargo, ¿es definitiva? ¿Seguirán siendo siempre la presa
de Satán, y estando excluidos del resto del mundo por la cruz del Salvador? ¡Dios
no lo quiera! Dios reserva misericordias supremas al pueblo que fue el suyo. A
este pueblo, al que fue dicho : “Vosotros no sois mi pueblo”, se
le dirá un día : “Vosotros sois los hijos del Dios vivo” (Os. 1
10). Después de haber quedado durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin
sacrificio, sin altar, los hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se
hará sobre el fin de los tiempos (Os. 3 4-5).
Elías
será el instrumento de esta maravillosa vuelta. “He aquí que Yo os enviaré,
dice el Señor por Malaquías, al profeta Elías, antes de que llegue el día
grande y terrible de Dios, para que vuelva el corazón de los padres a los
hijos, y el corazón de los hijos a sus padres” (Mal. 4 5-6). Es
decir, restablecerá la armonía de los mismos amores, de las mismas adoraciones
entre los santos antepasados del pueblo judío y sus últimos descendientes.
San
Pablo afirma a su vez este acontecimiento tan consolador. El ve en la reprobación
de los Judíos la causa ocasional de la vocación de los Gentiles. Luego añade :
“No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio: que el
encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la totalidad de
las naciones haya entrado; y entonces todo Israel será salvo” (Rom. 11
25).
Tal
es, pues, el designio de Dios. Es necesario que toda la gentilidad entre en la
Iglesia; y cuando haya concluido el desfile de las naciones, Israel entrará a
su vez. Será el gran jubileo del mundo; la gracia se derramará por torrentes.
Si se toman al pie de la letra las profecías, todos los Judíos que entonces
vivan, hasta el último de ellos, aunque fuesen numerosos como las arenas del
mar, se salvarán (Rom. 11 27).
Para
comprender los estremecimientos profundos que este gran acontecimiento producirá
en el mundo, hay que recurrir a las figuras proféticas, por las que Dios se
complació a anunciarlo de mil maneras.
El
pueblo judío, entrando en la Iglesia, es Esaú reconciliándose con Jacob. ¡Y
con qué ternura! “Corriendo al encuentro de su hermano, Esaú lo abrazó,
se echó sobre su cuello y lo besó, rompiendo ambos a llorar” (Gen. 33
4).
Pero
el verdadero símbolo de Jesús reconocido por sus hermanos Judíos, es sobre
todo José reconocido por sus hermanos. En otro tiempo lo vendieron y lo
crucificaron; mas una imperiosa necesidad de verdad y de amor los lleva a sus
pies al fin de los tiempos. ¡Qué encuentro! ¡Qué espectáculo! ¡Jesús, en
todo el brillo de su poder, desvelando a los Judíos los tesoros de su Corazón,
y diciéndoles : Yo soy José, yo soy ese Jesús a quien vosotros
vendisteis! (Gen. 45 3).
Abrid
por fin el Evangelio, en la página del hijo pródigo (Lc. 25). Este pródigo,
que viene de tan lejos, son los pobres Gentiles que entran en la Iglesia. Los
Judíos son representados por el hijo mayor, celoso y egoísta, que se obstina
en permanecer afuera porque su hermano ha sido recibido en la casa. El padre
sale y le hace invitaciones apremiantes, cœpit illum rogare. Este
desnaturalizado se niega a escuchar a su padre; pero al fin lo escuchará,
entrará, y habrá en la casa paterna doble regocijo.
¡No!,
no podemos imaginarnos las alegrías de la Iglesia, cuando por fin abra su seno
de madre a los hijos de Jacob. No podemos imaginarnos las lágrimas, los
arrebatos de amor de éstos, cuando, después de desaparecer por fin el velo de
sus ojos, reconozcan a su Jesús. ¿En qué momento preciso sucederá este gran
acontecimiento? Ahí está el nudo de la dificultad. Sin pretender resolverla,
esperamos esclarecerla un poco. II
Parece
seguro, según la tradición, que el Anticristo será de nacionalidad judía.
Aparecerá como el producto de esta fermentación de odio que, desde hace
siglos, agría el corazón de los Judíos contra Jesús, su tierno hermano, su
incomparable amigo.
Parece
igualmente seguro que los Judíos en su mayor parte acogerán a este falso mesías,
haciéndole cortejo, y le someterán el mundo por la mala prensa y la alta
finanza.
Pero,
ya desde el tiempo que precederá a la venida del hijo del pecado, se formará,
entre los Judíos, una corriente de adhesión a la Iglesia. Los grandes
acontecimientos tienen siempre preludios que los anuncian.
San
Gregorio declara que el furor de la persecución del Anticristo recaerá
principalmente sobre esos Judíos convertidos, cuya constancia en soportar todos
los ultrajes y todos los tormentos por el nombre mil veces bendito de Jesús
nadie igualará.
Este
pasaje de San Gregorio es demasiado importante para que lo omitamos.
El
gran Papa explica una de las misteriosas profecías en acción de Ezequiel (Ez. 3).
Es un drama en tres actos. 1º Dios ordena al profeta que salga al campo;
esta salida representa la difusión del Evangelio entre los Gentiles. 2º Luego
lo hace entrar de nuevo en la casa, donde es cargado de cadenas, apresado y
reducido al silencio; lo cual indica cómo el Evangelio será predicado por los
Judíos a los mismos Judíos, de los cuales unos se convertirán, y otros
agarrarán a los predicadores y los abrumarán de malos tratos, a saber durante
la persecución del Anticristo. 3º Dios aparece, abre la boca al profeta,
que habla con más fuerza que nunca; es lo que sucederá con la venida de Elías,
el cual, por sus predicaciones inflamadas e irresistibles, convertirá a los
restos de su nación (In Ezech. lib. I, hom. XIII).
No
podríamos admirar bastante aquí la lucidez profética de San Gregorio.
Distingue de antemano las fases del gran acontecimiento que nos ocupa:
escisión del pueblo judío en dos partes, opresión de los convertidos por
parte de los refractarios, conversión total realizada por Elías.
El
santo Papa asegura, en sus comentarios sobre Job, que esta vuelta definitiva de
los restos de Israel tendrá lugar bajo los ojos mismos y a pesar de la rabia
impotente del Anticristo (Moralia in Job, lib. XXXV, cap. 14). Si la Iglesia
goza de semejantes consuelos en el mismo ardor de la persecución, ¡qué será
a la hora del triunfo! Es lo que vamos a considerar rápidamente. III
Hay
destrucciones necesarias, para las cuales Dios se sirve de los malos ángeles.
El Anticristo, a su modo y a pesar suyo, será la vara de Dios.
Esta
vara de hierro pulverizará los cismas, las herejías, las falsas religiones
resto del paganismo, el mahometismo y el mismo judaísmo; triturará el mundo
para conseguir una prodigiosa unidad.
Cuando
este coloso de impiedad haya sido abatido por la pequeña piedra, ésta se
convertirá en una montaña inmensa y cubrirá la tierra; el Evangelio, no
encontrando ya obstáculos de ninguna clase, reinará sin contradicción en todo
el universo.
Los
Judíos serán los principales obreros en este establecimiento del reino de
Dios. San Pablo se extasía ante las grandes cosas que resultarán de su
conversión. “Si la caída de los Judíos, exclama, ha sido la
riqueza del mundo, y si su mengua ha sido la riqueza de los Gentiles, ¿cuánto
más lo será su plenitud [esto es, su adhesión total]?... Si su repudio ha
sido reconciliación del mundo, ¿qué será su acogida [en la Iglesia] sino un
retornar de muerte a vida?” (Rom. 11 12, 15). Temeríamos
debilitar, comentándolas, estas antítesis enérgicas. Es legítimo concluir de
ello que los Judíos convertidos pondrán al servicio de la Iglesia un ardor
inexpresable de proselitismo. Rejuvenecida por esta infusión de vida, la
Iglesia saldrá de los aprietos de la persecución como de la piedra de un
sepulcro; y tomará posesión del mundo, con la majestad de una reina y la
ternura de una madre.
Estos
acontecimientos, ¿serán el preludio inmediato del juicio final, o la aurora de
una nueva era? Enunciaremos las conjeturas que se pueden formular sobre este
particular. X.
El advenimiento I
Es
superfluo intentar precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento
de Nuestro Señor. Se trata de un secreto impenetrable para toda criatura. “Lo
que toca a aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni
el Hijo, sino el Padre solo” (Mt. 24 36).
Sin
embargo este momento supremo, que pondrá término a este mundo de pecado, será
precedido de señales portentosas, que fijarán la atención no sólo de los
creyentes, sino también de los mismos impíos.
Ante
todo tendrá lugar, como lo hemos demostrado, la persecución del Anticristo, la
aparición de Henoc y de Elías. Cuando San Pablo nos dice que Jesucristo
destruirá al impío con el soplo de su boca, y lo aniquilará por el
esplendor de su advenimiento, parece incluso que el castigo del Anticristo
coincidirá con el advenimiento del Juez supremo. Sin embargo, no es éste el
sentimiento general de los intérpretes. Se puede explicar el texto de San Pablo
diciendo que la destrucción del impío no se consumará sino en el día del
juicio final, aunque su muerte haya ocurrido algún tiempo antes. Por otra
parte, los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso
de tiempo, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la consumación
de todas las cosas.
En
efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal,
cual no la hubo jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del
Anticristo. Luego añade : “Luego, después de la tribulación de
aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y
las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán.
Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán
entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad” (Mt. 24
29-30).
Estos
son los signos que precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como
Juez. Pero ¿cómo conciliar, con todos estos preludios formidables, el carácter
repentino e imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este
advenimiento? Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos representa a los
hombres de los últimos días del mundo enteramente semejantes a los contemporáneos
de Noé, que el Diluvio sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas
a ellas (Mt. 24 36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo
que todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados
como haciendo cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros
que no se distinguen del hundimiento que les sigue. Antes de todos estos
presagios terribles, los hombres podrán burlarse de las advertencias de la
Iglesia. Pero cuando oigan crujir la máquina del mundo, palidecerán; y como
dice San Lucas, perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va
a sobrevenir al mundo (Lc. 21 26).
El
mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos que transcurrirán entre la
muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo, cuando dice : “Antes
de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los impíos se creerán en
paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán
acabarse el mundo, como lo habían estimado antes” (Suppl. q. 73, art.
1, ad 1). Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar las hipótesis más
plausibles sobre los últimos tiempos del mundo; y nuestros lectores no dejarán
de interesarse, aunque no las reciban sino a título de simples conjeturas. II
Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que la muerte del Anticristo
será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia de Jesucristo.
Las alegrías proféticas de Tobías que recupera la vista al mismo tiempo
que a su hijo, el gozo embriagador de los Judíos a la caída de Amán y
de sus satélites, los arrebatos de los habitantes de Betulia, liberados
por Judit del cerco de hierro que los estrechaba; la purificación del
templo por los Macabeos, vencedores del impío Antíoco; finalmente y
sobre todo, la calma y el triunfo apacible de Job restablecido por Dios en
todos sus bienes, viendo acudir a sus pies a sus amigos y a sus familiares
arrepentidos, reuniéndolos a todos en un banquete religioso: todas estas
imágenes expresan de manera insuficiente el estado de la santa Iglesia
que abre su corazón y sus brazos maternos tanto a sus enemigos como a sus
hijos, tanto a los Judíos convertidos como a los herejes reconciliados,
tanto a los descendientes de Cam como a los hijos de Sem y de Jafet; en
una palabra, realizando la gran unidad comprada al precio de la sangre de
un Dios : ¡un solo rebaño y un solo Pastor!
Seguramente, e incluso en este período de triunfo, habrá todavía impíos;
pero permítasenos pensar que se esconderán, y que desaparecerán en la
inmensidad del gozo publico.
Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente, sino el tiempo
necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que los habrán hecho
nacer. Poco a poco se verá cómo a la tibieza sucede el fervor; y este
paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no
tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.
He aquí cómo un autor estimado, el padre Arminjon, describe el estado en
que caerá entonces el mundo:
“La caída del mundo, dice, tendrá lugar instantáneamente y de
improviso : «veniet dies Domini sicut fur» (II Petr. 3 10).
Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño de la
más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en
la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios de
acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas
partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica,
una última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su
fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobreabundantes, todos
estos prodigios, se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los
hombres. La humanidad, por un abuso criminal de las gracias, habrá vuelto
a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra, se habrá
apartado de Dios, hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse
más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe se habrá apagado en
todos los corazones. Toda carne habrá corrompido su camino. La divina
Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno. “Será,
dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces
despreocupados, hacían plantaciones, construían casas suntuosas, se
burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio de
carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían: ¡Qué
loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el
diluvio, y se tragó toda la tierra: «venit diluvium et perdidit omnes»
(Lc. 17 27). “Así,
la catástrofe final se producirá cuando el mundo se creerá en la
seguridad más completa; la civilización se encontrará en su apogeo, el
dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán
conocido un alza tan grande. Habrá fiestas nacionales, grandes
exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad material
inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: «Alma mía, tienes bienes
para largos años, bebe, come, diviértete...» Pero de repente , en medio
de la noche, «in media nocte» —porque en las tinieblas, y en esa hora
fatídica de la medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en
sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria—, los hombres,
despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito y un gran
clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí, salid a su
encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6)”.
Y el autor añade que los hombres no tendrán tiempo de arrepentirse. En
este punto disentimos de él. La gran catástrofe, en efecto, será
precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado
de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a
él!
El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de luz. La luna no
recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para brillar
ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una
oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán; pues las leyes de
los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán suspendidas. Habrá
una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas,
y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no
sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados.
Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán
un incendio general, mientras que en los aires aparecerá una cruz
esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.
¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la
Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de espanto. Sucederá
con ellos lo que sucedió con los contemporáneos de Noé. Mientras éste
proseguía la construcción del arca, todo el mundo se burlaba de él;
pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo tembló, y
muchos hombres, según el testimonio de San Pedro, se convirtieron. Del
mismo modo, nos está permitido esperar que al acercarse el juicio, una
buena parte de los hombres, viendo cómo los cielos se velan y sintiendo
fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y
volverán a entrar en gracia con Dios.
Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza con confianza; y la
cruz que resplandecerá los llenará de alegría.
La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido. El mundo esperará, para
acabar, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.
Hemos llegado al término de nuestro estudio.
Al echar una mirada sobre sus destinos futuros, nos hemos apoyado únicamente
en las profecías que forman parte integrante de la Escritura divinamente
inspirada.
La sustancia de nuestro trabajo ha sido sacada, pues, de las fuentes
mismas en que se alimenta la fe católica; y no pensamos que pueda negarse
sin temeridad lo que hemos adelantado sobre el Anticristo, la aparición
de Henoc y Elías, la conversión de los Judíos, las señales precursoras
del juicio.
Donde podríamos habernos equivocado es en los comentarios que hemos hecho
de varios pasajes del Apocalipsis, como también en el encadenamiento que
hemos tratado de establecer entre los acontecimientos citados más arriba.
Pero si hemos errado, ha sido siguiendo a intérpretes autorizados, y lo más
frecuentemente a Padres de la Iglesia.
¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo los preludios de
la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece. La
apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe
en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada contra
la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos
de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.
Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro pensamiento.
La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta
y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda
revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico,
manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos
corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará
a la humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y las tinieblas,
y les señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).
Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la Iglesia se
encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto
abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de
los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en
todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24
14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en
el corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no
constituyen el pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las
costas no expulsan la noche de las tierras profundas que se extienden detrás
de ellas.
¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará
a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el
testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz
relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución religiosa?
Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos. La Iglesia se desarrolla
de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta recordar
las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el momento más
agudo de la crisis del protestantismo.
En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos destinos
futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras
reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.
Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios de la crisis que
traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos
cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo que
consideraríamos como una temeridad ridícula. Permítasenos una comparación
que explicará todo nuestro pensamiento.
Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su camino, toda una
vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo
se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas; pero no podría
evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando empieza a
atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas, ríos;
y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.
Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en los tiempos
presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y
desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema
coronación. Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento
actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡cuántas
restauraciones del bien son siempre posibles! ¡cuántos progresos del
mal, por desgracia, son posibles también! ¡cuántas alternativas en la
lucha! ¡cuántas compensaciones al lado de las pérdidas! Aquí hay que
reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los
tiempos y los momentos. “Non
est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua
potestate”
(Act. 1 7).
En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué
podemos hacer? Velar y orar.
Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos, “instabunt
tempora periculosa” (II Tim. 3 8); pues hay un peligro
grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.
Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los
hombres de tinieblas.
Velar y orar, para no entrar en la tentación. Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre: “Vigilate, omni tempore orantes, ut digni habeamini fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante Filium hominis” (Lc. 21 24). |