Los
calvinistas ahorcaron en Gorkum, cerca de Dordrecht, a diecinueve
sacerdotes y religiosos, a causa de su fe. Once de los mártires
eran Frailes Menores de la Observancia en el convento franciscano
de Gorkum. Entre ellos se contaban San Nicolás Pieck, guardián
del convento y San Jerónimo Weerden, su
vicario. Junto con ellos fueron ejecutados el anciano Juan
Van Oosterwyk, canónigo regular de San Agustín, los
sacerdotes diocesanos Leonardo Vechei, Nicolás
Janssen y Godofredo Van Fuynen; los
premonstratenses Adrián Van Hilvarenbeek y Jacobo
Lacops, el último de los cuales había sido muy negligente en
la observancia religiosa, a pesar de las amonestaciones de sus
superiores y, finalmente, el sacerdote diocesano Andrés
Wouters, quien pasó directamente de una vida de pecado a la
prisión y al martirio. En junio de 1572, el destacamento
calvinista antiespañol conocido con el nombre de "armada de
los piratas" se apoderó de la ciudad de Gorkum. Desde el 26
de junio al 5 de julio, los franciscanos y otros cuatro sacerdotes
estuvieron a merced de los soldados, los cuales los trataron con
increíble crueldad, en parte por odio al catolicismo y, en parte,
por el deseo de que revelasen dónde se hallaban escondidos los
vasos sagrados. El 5 de julio, el almirante Lumaye, barón de la
Marck, dio orden de que trasladasen a los prisioneros a Briel. En
cuanto desembarcaron éstos en el puerto, el 7 de julio, fueron
conducidos, medio desnudos, a la plaza central. Los esbirros los
colocaron de manera que la comitiva simulase una procesión
burlesca y los obligaron a cantar las letanías de la Virgen, cosa
que los mártires hicieron con gran gozo. Esta tarde y la mañana
siguiente, fueron interrogados por los ministros calvinistas en
presencia del almirante. Aunque se les ofreció la libertad a
condición de que abjurasen de la doctrina católica de la
Eucaristía, ninguno de los mártires cedió. Ese mismo día,
el almirante recibió una carta de las autoridades de Gorkum, en
la que éstas se quejaban del arresto de los padres, y otra carta
del príncipe de Orange, en la que se le ordenaba poner en
libertad a los prisioneros. Por otra parte, dos de los hermanos
del Padre Nicolás Pieck se presentaron a interceder por él. El
almirante respondió que pondría en libertad a todos los
sacerdotes con tal de que renunciasen a sostener la supremacía
pontifica. Los prisioneros se negaron a ello, y los hermanos del Padre
Pieck no lograron inducir a éste a abjurar de la fe y abandonar a
sus hermanos en religión. Poco después de la medianoche, se
ordenó a un sacerdote apóstata de Lieja, que condujese a los
prisioneros a un monasterio abandonado, situado en Ruggen, en las
proximidades de Briel,
conocido con el nombre de Santa Isabel. Había allí un local amplio,
semejante a un granero, que servía de depósito para hierba seca, que
allí se precisaba en abundancia. Había en este lugar dos vigas, una
larga y otra más corta, que parecieron a los soldados ser a propósito
para colgar de ellas a sus prisioneros. Los condujeron a aquel
granero, mientras ellos, convencidos de que morirían por defender su fe
católica, mutuamente se confortaban en el espíritu y oraban al Señor
con fervor para que les ayudara en aquel trance definitivo. Cada uno,
según Dios le inspiraba, confortaba a los demás, animándose con la
esperanza de conquistar la retribución imperecedera y con la posesión
definitiva del reino de los cielos, exhortándose también a soportar
con valor cuantos suplicios les esperaban, sin perder el ánimo y
venciendo la muerte corporal. Después los despojaron de sus vestidos y
los dejaron totalmente desnudos.
El padre Guardián fue
escogido el primero para sufrir aquel horrendo suplicio. Abraza y besa a
cada uno, y con palabras graves les exhorta a que permanezcan fieles en
la fe católica; y que mueran con valentía por ella, manteniendo el espíritu
y amor de fraternidad que durante su vida les había unido en la vida
religiosa, permaneciendo fieles hasta la muerte en la misma fe y en el
mismo espíritu, sin perder en aquélla hora final el amor que toda su
vida les había mantenido unidos; que tenían ya cercano el premio que
Dios les había prometido y por el que venían luchando toda su vida: la
corona eterna de la felicidad; que preparadas estaban estas coronas,
pendientes de posarse sobre sus cabezas; que por cobardía no las
despreciaran en aquel trance; finalmente, que siguieran su ejemplo con
valor ante el suplicio. Diciendo estas palabras y
otras parecidas, con intrepidez sube las gradas del patíbulo; con
rostro cargado de paz y de cristiana alegría, avanza y no deja de
pronunciar frases de aliento hasta que su garganta queda atrapada por
las cuerdas de la horca. Su cuerpo pende en el aire. Y el vicario, padre
Jerónimo, Ecio Nicasio y los dos párrocos, Leonardo y Nicolás, se
dedican a reafirmar a sus compañeros, cumpliendo en aquel trance
supremo su labor pastoral definitiva.
Todos fueron colgados de
la viga más larga, excepto cuatro. Tres de éstos pendían en la viga más
corta; entre el padre Guardián y el hermano lego, fray Cornelio, se
hallaba Godofredo Duneo; el último en ser ahorcado fue
Jaime,
premonstratense, que pendía de una escalera. Por lo demás, los
soldados, con gran sarcasmo, no a todos les colocaron las cuerdas en el
cuello, sino que a unos se las pusieron en la boca, a modo de mordaza; a
otros, en la barbilla; incluso algunos lazos eran flojos, para prolongar
más el suplicio. Aquellos esbirros emplearon en tan horrendo crimen dos
largas horas, a partir de la media noche.
San Jacobo Lacops fue colgado de una
escalera y los demás de las dos argollas arriba mencionadas. San
Antonio Van Willehad tenía noventa años de edad. La ejecución
fue una verdadera carnicería. Todos los mártires tardaron largo
tiempo en morir, y San Nicasio Van Heeze no
expiró sino hasta el amanecer. Los verdugos mutilaron los
cuerpos, aún antes de que desapareciese todo signo de vida.
Como los mártires de Inglaterra y Gales, estos
sacerdotes dieron la vida por la fe católica en general y, en
particular, por defender la doctrina católica de la Eucaristía
y de la supremacía del romano Pontífice. Los cadáveres fueron
ignominiosamente arrojados dentro de dos zanjas. En 1616,
durante una tregua de la guerra entre España y las Provincias
Unidas, los restos fueron desenterrados y trasladados a la
iglesia de los franciscanos en Bruselas. La canonización tuvo
lugar en 1867.
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