17 de septiembre
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Columba fue una de las flores más hermosas que produjo la Iglesia mozárabe en la Córdoba del siglo IX. "Hermosísima y nobilísima, espejo y norma de santidad para todos los cordobeses", escribió de ella su padre espiritual y panegirista San Eulogio de Córdoba. Vástago de una familia patricia. Columba fue una de las discípulas predilectas y más fervientes del gran San Eulogio. Dejando su casa y sus bienes, se retiró al monasterio Tabanense, para entregarse de lleno a las más duras prácticas de la vida monacal. Ella y su hermana Isabel eran las que regían el monasterio, inculcando en las almas jóvenes y tiernas de sus discípulas los altos y luminosos ideales de la perfección cristiana. Su alma, mientras tanto, ardía en vivos deseos de volar a Cristo, para vivir eternamente al lado de su Amado. Sus hermanas le oían cantar muy a menudo, con aquélla su voz fina y hermosa, esta bella Antífona de la liturgia visigoda: "Ábreme, Señor, las puertas de tu gloria para que vuelva a aquélla patria donde no existe la muerte, donde la dulzura del gozo es perpetua". El Amado escuchó, por fin, la voz de la enamorada. La persecución segó su vida como una florecilla madura para el cielo. Fue una de las víctimas de la persecución iniciada por los moros el año 850. Columba encaró resueltamente al magistrado moro y le enrostró la injusticia y maldad de la persecución, al tiempo que negaba la supuesta divinidad de Mahoma y su ley. Inmediatamente fue decapitada y su cuerpo arrojado a las aguas del Guadalquivir. Fue esto en el año 853 de nuestra era. |