18 de septiembre
BEATO JUAN MASÍAS(*) 
Confesor

A
   Este bienaventurado siervo de Dios, lego de la Orden dominicana, nació en la villa extremeña de Ribera, en febrero de 1585. Sus padres fallecieron, dejándole huérfano y sin amparo alguno, cuando apenas contaba cuatro años, no sin antes haberle enseñado ya las principales oraciones. No obstante su tierna edad, se ajustó con un labrador para cuidar una piara de ganado de cerda. Un día, dedicado a esta humilde ocupación, se le apareció el evangelista San Juan, que le tomó desde entonces bajo su protección inmediata. En tan memorable oportunidad el azorado niño experimentó su primer éxtasis, y, fuera de sí, mereció contemplar la ciudad celestial. El amparo de San Juan le acompañó durante su vida entera, apartándole de todo mal y guardando su pureza de cualquier trance que la pusiera a riesgo de mancillarla. De esta forma, el Beato Masías, a la hora de su tránsito, pudo gloriarse de que moría virgen, como otro Santo Domingo.  

   Años más tarde abandonó el oficio del pastoreo, proporcionándose el sustento con el trabajo de sus manos. Buscaba siempre la soledad, como el ambiente más a propósito para la quietud del espíritu.

   Pasó luego a Sevilla y se acomodó en calidad de dependiente con un mercader, en cuya compañía se trasladó al Nuevo Mundo. A causa de no saber escribir, despidióle su patrón en Cartagena de Indias, desde donde Masías emprendió viaje por tierra hasta el Perú.

   A la edad de treinta y siete años, en enero de 1622, hallándose en Lima, recibió el hábito dominico. Cumplido el año de noviciado, profesó de lego. En esta calidad decidió ofrecer a la comunidad su esfuerzo corporal, ejercicio que no por humilde es menos acepto a la misericordia divina, y por él y en sumisa obediencia han llegado no pocos privilegiados a la cumbre de la perfección. Se le asignó al servicio de la portería del convento de la Recoleta de Santa María Magdalena, que tenía la Orden de Santo Domingo de Lima.

   Sin menoscabo de las atenciones propias de dicho cargo, dedicaba a la oración cada día seis o siete horas; la noche que no había consagrado a tan recomendable ejercicio por lo menos otras tres o cuatro, le parecía a él desperdiciada. Según propia confesión, cuando esto le ocurría, a la mañana siguiente experimentaba insufrible vergüenza al presentarse ante Dios. Para mayor sacrificio, cumplía estas devociones hincado de rodillas todo el tiempo. De resultas de este esfuerzo, endeble y flaco por su riguroso ascetismo, le sobrevino una llaga rebelde en una rodilla. Cuando los médicos que le visitaron habían agotado todos los recursos científicos, una noche se le apareció su protector San Juan Evangelista, dejándole milagrosamente limpio de su dolencia.

   Distribuía el día sin dejar instante desocupado. Desde el amanecer se ajetreaba atendiendo a los pobres vergonzantes, preparándoles comidas y sirviendo con grande humildad a los que acudían a solicitar socorro en la portería; cuando sobraba algo, lo repartía también hincado de rodillas.

   Su descanso se limitaba a recostarse de bruces, el rostro apoyado sobre los brazos, arrodillado delante de una imagen de las Reina de los Cielos, en su advocación de Belén, colocada a la cabecera de su cama. Incansable en mortificarse, ceñía permanentemente su cuerpo, ocultos debajo del hábito, con unos ásperos cilicios.

   Varón de admirable y ejemplar observancia de la vocación a que había sido llamado, merecedor de memoria y celebridad por muchos títulos, jamás se le pudo notar nada que desdijera de su estado; perfectísimo en todas las virtudes, dulce y contemplativo, hizo vida de extremada austeridad y sobre todo encarecimiento rigurosa. A juicio de su confesor, no incurrió en toda su vida en pecado mortal, ni aun cometió alguno venial, de los que se califican de serios y de malicia.

   Fue de mediana estatura, el rostro blanco y de facciones menudas, la barba espesa y negra. El retrato que de él se conoce nos muestra un semblante ascético, macerado por la penitencia. Descolló por su integridad de ánimo y paciencia en encarnizados combates con el espíritu infernal, pero nadie le aventajó en el ejercicio de la caridad. Con frecuencia, y cuando escaseaban las provisiones para los necesitados que a él acudían, ayunaba para cederles parte de su ya parva colación, y eso que es fama que la divina Providencia multiplicaba milagrosamente la comida que servía.

   Según los autores que han escrito sobre la vida, virtudes y prodigios del Beato Masías, ateniéndose a la autobiografía que dictó la víspera de su muerte, la Virgen de Belén, a la que profesaba singular devoción, se le presentó varias veces, para revelarle lo futuro y reconfortarle en sus penitencias. Otros testigos en su proceso de beatificación deponen que mientras atendía sus obligaciones en el refectorio, la cocina o la portería, experimentaba raptos extáticos, y en sublime arrobamiento se le veía elevarse del suelo, aureolado por un vivísimo resplandor.

   En 1645 enfermó de disentería, y en esta oportunidad su celda fue visitada, una vez más, por los encumbrados personajes de Lima, a cuya cabeza hallábase el virrey, marqués de Mancera. Murió el 17 de septiembre de dicho año, de más de sesenta años de edad.

   Concurrieron al entierro del humilde lego el mismo virrey, el arzobispo, todas las comunidades y corporaciones religiosas y civiles limeñas y una muchedumbre que le aclamaba ya por digno de ser exaltado a los altares. Sus reliquias, así como sus estampas y retratos, se disputaban con gran fervor, pues era notorio que obraban prodigios. Al cabo de un año de su fallecimiento, fue trasladado el cadáver a otra sepultura dentro del mismo convento en que el Beato se había santificado. Se halló entonces el cuerpo incorrupto y exhalando una singular fragancia.

   Son innumerables los prodigios que se leen en sus biografías. Curaciones sobrenaturales, apariciones extraordinarias... Daremos lugar aquí a un suceso notable ocurrido después de su muerte y que, según tradición constante en Lima, merece entero crédito.

   En un lugar cercano a la capital del Perú, el Beato, antes de profesar había cuidado el ganado de un vecino distinguido. En aquel sitio se alzaban varios naranjos, y en uno de ellos, abriendo la corteza, el devoto pastor talló una cruz: al pie de ella rezaba y de ese árbol colgaba su rosario. Quince años después de su fallecimiento, el propietario de aquélla arboleda ordenó talarla, y precisamente el día en que la lglesia conmemora el triunfo de la Santa Cruz, el leñador que ejecutaba la tarea descubrió en el interior de uno de los árboles dos cruces del tamaño de una cuarta. Admiráronse todos, y al punto se improvisó una fervorosa procesión, que condujo las cruces con todo respeto a lugar sagrado.

   Los portentos que en vida había obrado el siervo de Dios, la pública voz y fama de sus virtudes y la devoción general, enfervorizada aún más después de su tránsito ante el creciente número de prodigios que seguía consumando en cuantos acudían a solicitar su intercesión, movieron a sus hermanos de Orden a interesar de las autoridades eclesiásticas la apertura de informaciones fundadas en la virtud, pureza de vida y milagros del lego Masías, a fin de ponerlas a los pies del Pontífice e impetrar que fuese incluido en el catálogo de los escogidos. Declararon más de 150 testigos y todos coincidieron en ponderar la virtud santa y ejemplar del caritativo religioso.

   La beatificación vino al fin, la proclamó el Papa Gregorio XVI el 16 de septiembre de 1840 y se señaló para su fiesta el 4 de octubre, en que le celebra la Iglesia peruana con toda solemnidad.

GUILLERMO LHOMANN VILLENA     

  

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