San Iñigo, decoroso ornamento de la
Orden de San Benito, nació en Calatayud, ciudad antiquísima y muy noble de la corona
de Aragón. Sus padres fueron mozárabes, esto es, cristianos mezclados con los
árabes, los cuales dieron a Iñigo una educación con forme a las piadosas máximas del
Evangelio. Llegado el ilustre joven a edad competente, dejó su
patria, sus padres y sus cuantiosos bienes, y se retiró a los montes Pirineos, donde pasó algún
tiempo. en la contemplación de las grandezas divinas; mas llegando a su noticia la santidad de los
monjes que vivían en el célebre monasterio de san
Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de Jaca, resolvió abrazar
la regla de san Benito. Hecha ya su solemne profesión, cuando era amado y venerado de todos los
monjes
por sus eminentes virtudes, alcanzó licencia del esclarecido abad, llamado Paterno, para
retirarse a un espantoso desierto de las montañas
de Aragón, donde resucitó con sus austeridades las imágenes de penitencia que se leen de los solitarios de la Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y
donde atraía a gran número de gentes que aprovechaban sus saludables instrucciones.
Mas habiendo fallecido por este tiempo el primer abad del monasterio de Oña, llamado
García, y desean do el rey Sancho nombrar un
digno sucesor del difunto, envió tres veces embajadores al santo
para que aceptase aquel cargo y aun pasó el mismo rey personal mente
al desierto y logró al fin rendirle y traerlo consigo a aquel monasterio. En su
gobierno practicó con gran eminencia todas las virtudes del más perfecto prelado, a los pobres oprimidos pagaba sus
créditos, buscábales para mantenerlos y vestirlos, libró a muchos presos de
las cárceles, redimió cautivos y obró esclarecidos milagros. Cuando le acometió
su última enfermedad en un pueblo llamado Solduengo y tomó
al anochecer el camino para Oña a fin de consolar a sus hijos, se
le aparecieron dos ángeles en figura de dos hermosísimos niños vestidos de blanco con sus hachas
encendidas, los cuales le acompañaron hasta el monasterio. En la hora de su muerte se llenó
el
ámbito de su celda de un resplandor celestial y se oyó una voz que dijo: Ven,
alma dichosa, a gozar de la bienaventuranza de tu Señor. Celebráronse con gran pompa sus funerales, y no
sólo los cristianos, sino también los judíos y los moros concurrieron a sus exequias y
rasga ron sus vestiduras con grandes muestras de sentimiento.
REFLEXIÓN
El abad Juan, sucesor del santo, decía de
él en su oración fúnebre estas palabras: "Hemos visto, hermanos, llenos
de espiritual consuelo, y entre lágrimas y sollozos como ha sido arrebatado
el justo de esta vida.. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya
con movido el tránsito de nuestro santísimo padre Iñigo, ni sitio tan ajeno
de religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia de haber
perdido tal sacerdote, pero se alegra el paraíso habiendo recibido tan gran
santo: lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gimen las provincias,
pero triunfan los coros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo,
que deseaba diariamente volar a ella cuando decía: ¡Cuán amables son, Señor
Dios de las virtudes, tus tabernáculos! (Ps. 83). ¡Ojalá que nuestra muerte sea también la muerte de los justos, llorada de los buenos y
celebrada de los ángeles! ¡Oh, cuán prudentes y dignos de toda alabanza son
los hombres que considerando como negocio principal del hombre el negocio de la
virtud, emplean su vida en obrar el bien y edificar a sus semejantes!
ORACIÓN
Háganos: Señor, agradables a ti, como
te lo pedimos, la intercesión de san Iñigo abad, para que por su patrocinio
alcancemos lo que no podemos esperar de nuestros propios méritos. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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