En agosto de 1835 un navío francés atracaba
majestuosamente en el puerto de Argel, “la ciudad blanca". Rompen a tocar
las charangas militares, y, entre los vítores guturales que lanza la multitud y
el estruendo de la artillería que atruena el espacio, cuatro humildes monjitas
descienden al desembarcadero y pasan entre dos filas de soldados que presentan
armas. Pero no se vaya a creer que estos honores son precisamente para ellas. Es
que han venido en el mismo barco que trae al nuevo gobernador general, mariscal
Clauzel. Con él ha hecho también la travesía el barón de Vialar, hermano de
Emilia, fundadora de un naciente Instituto -las Hermanas de San José de la
Aparición- que, todavía en los primeros balbuceos de su existencia, ya se
siente con bríos para llevar a las gentes mahometanas de África el mensaje de
Cristo, desplegando ante ellas "todas las formas de la caridad".
Emilia Vialar había
visto la luz primera en la graciosa ciudad de Gaillac, que baña con sus aguas
el Tarn, en el Languedoc. La ceremonia del bautizo se celebró el 12 de
septiembre de 1797 en la iglesia parroquial de San Pedro, sin alegría de
campanas, toda vez que, por orden del Comité de Salud Pública, durante el
Terror habían sido descolgadas para fundirlas, convirtiéndolas en cañones,
aunque con el boato y esplendidez que se podían permitir sus acaudalados
padres.
Allí, en una de
aquellas quintas señoriales coronadas de altas azoteas, desde las que se domina
un panorama encantador, se deslizaron suavemente los años de la infancia de
Emilia. ¡Con qué bella plasticidad los sintetiza la escena hogareña que nos
ofrece una de sus biografías! A la sombra de una espléndida acacia, la niña
aprende a leer en el libro que se abre sobre las rodillas de su mamá, la
baronesa de Vialar, cuya delicada salud la obliga a pasar frecuentemente los días
estivales al aire libre tendida en un canapé. "El buen Dios -dice la solícita
educadora a su hijita- nos ha criado. Nos ama. ¿Lo entiendes, querida mía?”
"Sí", replica Emilia con todo el fervor de su alma pura.
Pero la baronesa
no puede continuar su dulce y duro magisterio, y decide enviar a su hija a la
escuela. La elección no es fácil. Pese al concordato que habían firmado
conjuntamente Bonaparte y el Papa, aún permanecían cerradas en la ciudad las
casas de enseñanza religiosa. La única institutriz de la región era una
damisela que había personificado a la diosa Razón en las sacrílegas
mascaradas de los pasados tiempos revolucionarios. No hubo otro remedio. Y mañana
y tarde, durante seis años las calles tortuosas de Gaillac vieron pasar a una
niña de grandes ojos castaños y crenchas doradas, desbordantes de su blanca
cofia, que con el cestillo al brazo, se dirigía a la escuela, abierta en la
ciudad por aquella infeliz. Dicho se está que entre la nueva maestra y la
avisada discípula no pudo establecerse jamás ninguna corriente de simpatía.
Una tarde de
septiembre de 1810 la familia de Vialar llegó a París, ebrio a la sazón con
el vino espumoso de las últimas victorias imperiales, para presentar a la
jovencita Emilia a las religiosas de la Congregación de Nuestra Señora,
fundada en el siglo XVIII por San Pedro Fourier, que regentaban el célebre
pensionado de l´abbaye-au-Bois, cuya reapertura era reciente. Cabe afirmar que
éste fue el gesto postrero de su cristiana madre, quien el 17 de aquel mismo
mes expiró, rodeada de los suyos, a la prometedora edad de treinta y cuatro años.
Con tan acerbo dolor se inicia el Viacrucis que tendrá que recorrer intrépidamente
la futura fundadora. Sin embargo, no escalará sola la cuesta del Calvario.
A los trece años
hace su primera comunión en la capilla del convento en que se educa, y Jesús
toma posesión del alma de la niña. No transcurren dos sin que su afligido
padre reclame la presencia de la pensionista en la morada familiar de Gaillac,
tan llena de entrañables recuerdos. La colegiala, hecha ya una mujercita,
retorna de París. Pasa del tibio invernadero de l´abbaye-au-Bois a la vida de
frivolidad y de chismorreo de la pequeña ciudad, con riesgo de que el céfiro
engañador pueda deshojar las flores primerizas de una virtud todavía tierna y
de que el jansenismo reinante corte las alas a los más ambiciosos intentos de
santificación. Por eso dirá Emilia refiriéndose a esta época: "Apenas
si frecuentaba los sacramentos". No importa. Ya se cuidará el Señor de
que la muchacha no le olvide completamente aun en medio de las vanidades y
fruslerías de una existencia más o menos mundana.
"Un día
-escribe-, estando sola en la habitación, de temporada en el campo, fue como
transportada en Dios. De súbito me sentí dominada, casi deslumbrada, por una
luz brillante que me envolvía. Parecióme que ésta venía del cielo, y allá
dirigí mis ojos, poniéndome de rodillas. Esto duró sólo unos instantes, si
bien el gran arrobamiento que me produjo este toque de la gracia no me hizo
perder en absoluto el uso de mis facultades. El favor señalado que el Señor me
concedió me impulsó a tomar la resolución de pertenecerle a Él
enteramente..."
La misión solemne
predicada en 1816 en la iglesia de San Pedro -la primera que se celebraba después
de la revolución- afianzará los generosos propósitos de la jovencita y acabará
con todas las bagatelas seductoras del mundo. A partir de este año las gracias
del Señor irán cayendo en lluvia incesante sobre el alma de Emilia. Una visión
inolvidable pondrá la rúbrica a estos dones maravillosos. "Durante una
visita que hice al Santísimo Sacramento -cuenta M. Vialar- de tres a cuatro de
la tarde, me hallaba sola en la iglesia, orando con calma y fervor. Tenía, a lo
que me parece, la cabeza un poco inclinada, debido al recogimiento. De pronto
veo a Jesucristo sobre el altar. Estaba extendido: su cabeza descansaba al lado
del Evangelio, y sus pies, al de la Epístola. Los brazos del Salvador se abrían
en forma de cruz. Distinguía su figura y su cabellera, que le caía sobre la
espalda. Una sombra cubría parte de su sagrado cuerpo; pero el pecho, costado y
pies se hacían visibles a los ojos de mi alma y no podría precisar si también
a los de mi cuerpo: tan visibles como lo sería una persona que se colocara
delante de mí. Mas lo que atraía más fuertemente mis miradas eran las cinco
llagas, que yo veía con toda claridad, sobre todo la de su costado derecho. Yo
clavaba mis ojos en ella; brotaban de la misma muchas gotas de sangre”.
Tan grabada se le
quedó a la vidente esta imagen estremecedora, que, en honor de las cinco
llagas, prometió rezar diariamente cinco padrenuestros y otras tantas avemarías,
promesa que las hijas de la fundadora continúan cumpliendo fielmente. Con todo,
el horizonte de su porvenir no se aclara. Mientras tanto, el nuevo cura de San
Pedro, reverendo Mercier, empieza a dirigir aquélla alma elegida por los
senderos de la paciencia, de la abnegación y de la caridad. De allí en
adelante no se contentará con soportar los repentinos accesos de ira de su
padre, ni las asperezas y desconsideraciones continuas de Toinon, la antigua
sirvienta de la casa, sino que, dejando poco a poco los salones de Gaillac, se
entregará al ejercicio de la más heroica caridad. Aquellas tertulias galantes
-en que sólo se habla de modas y sucesos ppolíticos- tienen que ceder el puesto
a las visitas a los pobres, avecindados en sórdidos y malolientes tugurios. Y,
por si esto fuera poco, cada mañana se dan cita en el zaguán del aristocrático
hotelito de Emilia todas las miserias de la ciudad a despecho de las protestas
exasperadas de la vieja ama de llaves. Ejercicio de la caridad que llega a su
grado más alto en el terrible invierno de 1830, cuando las aguas del Tarn
quedaron convertidas en una larga cinta de hielo.
Emilia se ha
preparado contra cualquier contingencia, y, como la caridad es ingeniosa, ha
hecho abrir una puerta con su escalera junto a la calle que bordea el muro de la
casa, a fin de que sus pobres puedan tener acceso a la terraza sin pasar por el
interior. Otras veces es ella, la señorita de Viallar, la que humildemente
vestida, como una muchacha de servicio, recorre trabajosamente las callejas
nauseabundas en que se cobijan sus amigos, acarreando pesados sacos de trigo. De
seguro estos violentos esfuerzos le causaron la hernia, que, mal cuidada, habría
de producirle la muerte años más tarde...
La noche de
Navidad de 1832 será siempre una fecha histórica en los anales de la
Congregación de Hermanas de San José de la Aparición. Emilia, con otras tres
compañeras suyas, se recluye en la casa que había adquirido, contigua a la
iglesia parroquial de San Pedro, dentro del más riguroso secreto. Para entonces
había muerto su abuelo, el barón de Portal, dejando a su nieta favorita una
pingüe herencia de treinta millones de francos. Cabía financiar con tal suma
la fundación que proyectaba. Y, al efecto, la hija ejemplar, temiendo la
injusta oposición de su irritado padre, deposita sobre la mesa de su escritorio
una carta henchida de ternura, con la que se despide definitivamente de aquel
hogar tan querido, pero en el que tanto ha tenido que sangrar su corazón.
Desde el primer
momento la fundadora se ha puesto bajo el patrocinio del bendito patriarca. En
el Museo de Toulouse existe un cuadro de mediano mérito que hirió vivamente la
imaginación de Emilia. Representa al arcángel anunciando en sueños a José el
gran misterio de la Encarnación: "No temas tomar a María por esposa tuya,
porque lo que de ella nazca es obra del Espíritu Santo" (Mt. 1,20). También
sus hijas, que ansían practicar la caridad del modo más excelso, llevarán
hasta los últimos confines de la tierra el fausto anuncio de la Encarnación.
Así viven por dos años, protegidas por monseñor De Gualy, nuevo obispo de
Albi, mientras afluyen en gran número las jóvenes "a la Orden de Santa
Emilia", como malas lenguas dicen. Es verdad que el Instituto no tiene
todavía reglas ni constituciones. Pero para tender el vuelo sobre el mundo
infiel le basta con el soplo del Espíritu Santo.
Y es que las
misiones habían ejercido, de antiguo, un influjo perenne y avasallador en el ánimo
valeroso a toda prueba de Emilia. "Sin que me diese cuenta de ello
-escribirá-, notaba yo un sentimiento vivíísimo que arrebataba mi corazón a
los países infieles". Ya en las frecuentes visitas que solía hacer a su
anciano abuelo en París, nunca dejaba de entrar en la iglesia de las Misiones
de la calle de Bac. Por otra parte, sin salir de Gaillac, la pensativa joven tenía
costumbre de visitar la iglesia del barrio de San Juan de Cartago, en la que había
una capilla dedicada a San Francisco Javier. "A la edad de dieciocho años
-precisa la Santa- hice el voto de invocarr diariamente a este gran santo."
¿Cómo no iba a ser apostólico y misionero el Instituto de Hermanas de San José
de la Aparición?
Dios se valió de
un desengaño amoroso de Agustín de Vialar, que se trasladó a Argelia,
envuelta aún en el halo de la reciente conquista, para que éste llamase a su
hermana por encargo del Consejo de la Regencia. Y allá se dirigen audazmente
las monjitas para estrenarse, en una lucha desigual, contra la violenta epidemia
del cólera que diezma espantosamente la población. Los musulmanes quedan
prendidos en las mallas de una caridad tan extraordinaria. ¡Qué mejor premio
para tantas fatigas y vencimientos que la frase que uno de ellos dice a Emilia
de Vialar, señalando con el dedo la cruz que campea sobre su hábito, mientras
siente la blandura de la mano que le venda las llagas!: "¡Sin duda alguna
es bueno quien te mueve a hacer estas cosas!" Aquel puñado de almas
esforzadas se multiplica. Todo está por hacer. Por eso, no bien desembarcó en
Argel la fundadora, se apresuró a adquirir una gran casa, que vino a ser un
asilo providencial -la "misericordia"- para los menesterosos y
desvalidos. Emilia, como más tarde Carlos de Foucauld, quiere ser, sobre las
arenas de África, el "hermano universal" de todos sus moradores. ¡Cuántas
obras emprendidas y coronadas en dos años! Un noviciado, un hospital, una
enfermería-farmacia, una escuela gratuita, un asilo...
Emilia de Vialar
interrumpe brevemente su estancia en Argel para conseguir la aprobación de las
constituciones y sellar la reconciliación con su apaciguado padre. Sin pérdida
de tiempo regresa al continente africano. Ante ella se abre un esperanzador
rosario de fundaciones y una cadena ininterrumpida de luchas y sufrimientos.
Primero es Bona. "Será la Chantal, la Teresa de nuestros tiempos -escribe,
aludiendo a la fundadora, su amiga Eugenia de Guérin-. Veréis las maravillas
que obra.” Luego, Constantina. Entre los árabes del interior la Santa se pone
a curar al jefe de las tribus del desierto, "Tanta es la confianza que le
inspiro -escribirá Emilia-, que, al presentarle un remedio y probarlo yo antes
para animarle a beberlo, me dijo con acento de persona ofendida: -¿Por qué
haces eso? De tu mano yo lo tomaré sin recelo alguno”.
A fines de 1839
puede añadir a la lista de sus fundaciones dos casas más: una sobre la risueña
colina de Mustafá y la otra en Ben Aknou. Al año siguiente prepara la
instalación de una comunidad en la regencia de Túnez, fuera de los límites de
la protección francesa. Desde esta ciudad, tan populosa entonces como Marsella,
sus hijas se derramarán por Susa, Sfax, La Marsa y La Goleta. Emilia de Vialar,
andariega incansable -como la virgen de Avila-, después de un largo periplo por
Gaillac, París y Roma -donde echa los cimientos de otra fundación-, vuelve de
Túnez a Argel. Una desatada tormenta zarandea el navío, que, por fin, de
arribada forzosa, fondea en las costas de Malta. Aquí, emulando al apóstol San
Pablo, desembarca y da cima a dos fundaciones más. Once meses permanece Emilia
en aquélla isla, floreciente de prometedoras vocaciones.
La voluntad de
Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una tempestad.
Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante del reverendo
Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la ayuda de las Hermanas de San José
de la Aparición. Las dos almas apostólicas se saludan en Roma junto a la basílica
de San Pablo, y, en la imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a
dos religiosas para la isla, cuyos habitantes -cristianos y musulmanes- se apiñan,
ávidos de contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de
la humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la fundadora
no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición. Parte, pues, con
rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra Santa por excelencia, a la que
tan particular devoción profesan las Hermanas de San José de la Aparición por
los recuerdos que allí se veneran de la Sagrada Familia. A las fundaciones
apuntadas seguirán bien pronto las de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de
Creta y Belén. No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas,
sobre las aguas azules del Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli,
Erzerum. Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres de inconcebible
odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas, realizadas por la Santa en
1854.
El Próximo
Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las hermanas de la
nueva Congregación misionera. Pero la mano de San Francisco Javier, el apóstol
de las Indias, les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en los
remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico de Birmania busca
afanosamente, por una y otra parte, religiosas que secunden la ímproba tarea de
los misioneros. La madre De Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el
suyo. Aún no ha sido horadado el istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los
anales de la Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada, que
recuerda la deliciosa ingenuidad de las Florecillas
de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez -cuenta una de
las hermanas- un buen anciano se presenta a nuestras hermanas cada vez que se
detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas mías, no temáis; aquí
estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un bastón en la mano. Les
tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta su embarco en Suez. Ya en el
barco, el anciano dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías, buen viaje!
No temáis. Yo estoy con vosotras."
Africa, Asia...,
Oceanía, la última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de
Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español monseñor Serra,
obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa con el designio de pedir
a la madre De Vialar algunas religiosas para establecer un puesto en Fremantle.
La fundadora, accediendo a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La
Santa ha echado la rúbrica a su obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las
fundaciones de Hermanas de San José de la Aparición han ido aprisionando el
globo terráqueo como en una red de caridad. Que en el corazón de la madre
Emilia ha tenido el cerco trágico de una corona de espinas...
Argel fue la
primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender así los
derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas revolucionarias ni
contra las autoridades anticlericales, sino contra el pastor de la diócesis.
Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el régimen interno de la Congregación.
La Santa no cede, y su resistencia es calificada de abierta rebeldía. El
prelado no perdonará medios para doblegarla: desde las amonestaciones más
severas hasta el entredicho y la privación de los sacramentos. Tres años
interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha dado un corazón fuerte
-escribe con toda sencillez la fundadora aa su insigne protector, monseñor De
Gualy-; ninguna prueba me ha podido abatir en el pasado, y esta que me aflige
ahora no hace otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la muerte,
yo pelearé..." El prelado, empero, no ceja en su actitud, y las Hermanas
de San José de la Aparición se ven obligadas a dejar bruscamente Argel. Otro
será el comportamiento de Emilia cuando monseñor Dupuch, a su vez, tenga que
salir al destierro.
Gran corazón. Lo
necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán sacudirá, hasta
derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac. Esta otra prueba tendrá una
acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras,
dilapidará los bienes de la comunidad y, en trance de tener que rendir cuentas
de su pésima administración, se alzará contra la madre De Vialar y la llevará
a los tribunales, terminando por traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña
entre las religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la
hija pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en que la Congregación
ensayó sus primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.
En 1847 la
reducida comunidad se establece en un modestísimo local de Toulouse.
Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz seguirá
proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se repetirá
la historia de Argel, con los mismos caracteres de incomprensión, reserva,
entremetimiento. Se hace necesario pensar en otro puerto de refugio. Por fin, en
agosto de 1852 la sufrida expedición llega a Marsella, la "tierra
prometida”, como la llaman acertadamente los biógrafos de Santa Emilia de
Vialar. Dos años más tarde la fundadora, presa en un principio de violentos
dolores, efecto no del cólera -como se temió-, sino de la hernia estrangulada,
descansará plácidamente en la paz del Señor. Había sido fiel a su lema:
"Entregarse y morir".
Más de cuarenta
misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas de San José de la
Aparición. Y la esclarecida misionera -alma gigante que tan a maravilla supo
conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas activa y contemplativa-
ascendió a la gloria de los altares el 24 de junio de 1951, juntamente con
Santa María Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San Juan Bosco. Los
sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914 desde el cementerio
de San Pedro a la casa madre de Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la
Congregación de Hermanas de San José de la Aparición, que, según el sentido
epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años con una gran suavidad y
un celo admirable".
JUAN JOSÉ PÉREZ ORMAZÁBAL
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