No hay que confundir a San Pablo, llamado "el
simple" por su sencillez de niño, con San Pablo el ermitaño cuya fiesta
se celebra el 15 de enero. San Pablo el simple, que era también anacoreta, fue
uno de los más eminentes discipulos de San Antonio, en la Tebaida de Egipto.
Hasta los sesenta años había sido labriego; pero la infidelidad de su mujer, a
la que sorprendió en flagrante delito, le ayudó a desprenderse del mundo.
Abandonó a su esposa, sin una palabra de reproche, y emprendió un viaje de
ochenta días por el desierto en busca de San Antonio, para rogarle que le
aceptara como discípulo y le enseñase el camino de la salvación. El santo,
juzgándole ya muy viejo para emprender la vida de ermitaño, le aconsejó que
volviera al mundo a servir a Dios en el trabajo, o que entrara en algún
monasterio en que su simpleza no constituyese un obstáculo. Acto seguido, le
cerró la puerta. En vez de obedecer, Pablo permaneció ahí cuatro días,
entregado al ayuno y la oración hasta que San Antonio lo vio al abrir la
puerta. "Vete de aquí anciano, le dijo el patriarca ¿Por qué eres tan
testarudo? No puedes quedarte aquí toda la vida." San Pablo replicó:
"En este sitio voy a morir". Viendo que no tenía alimentos y temiendo
que su muerte le pesara sobre la conciencia, San Antonio tuvo que admitirle en
el monasterio contra su voluntad. "Para salvarte, tienes que ser obediente
y hacer todo lo que yo te mande", le recomendó: "Haré todo lo que me
mandes".
El patriarca sometió a su discípulo a un noviciado que habría
asustado a otro menos decidido. Primeramente le mandó permanecer orando, fuera
de la celda, hasta nueva orden; San Pablo obedeció fielmente, a pesar del
ardiente sol y del ayuno. Después le permitió entrar en la cueva a tejer
esteras, tal como él lo hacía; así lo hizo el anciano, sin dejar de orar.
Cuando ya había fabricado quince esteras, San Antonio le dijo que estaban mal
hechas y le ordenó deshacerlas y recomenzar la tarea. San Pablo obedeció sin
murmurar. Cuando terminó de tejer las esteras por segunda vez y en ayunas, San
Antonio le sometió a otra prueba: Como el pan estaba muy duro y seco, le mandó
que pusiera seis onzas en remojo pero, en vez de comer en seguida, San Antonio
se sentó junto al anciano, sin tocar el pan, y ambos se pusieron a cantar
salmos hasta el atardecer, que era la hora de comer. Después de la comida
acostumbraban orar algunas horas, tomaban un corto descanso y se levantaban de
nuevo a orar hasta el amanecer. A la caída del sol, cada uno tomaba una
rebanada de pan y Antonio preguntaba a su discípulo: "¿Quieres otra
rebanada?" "Sí", respondía éste; "si tú también la
tomas". Antonio replicaba: "Con una tengo bastante; yo soy
monje". El anciano replicaba: "Entonces, a mí también me basta con
una, pues yo quiero ser monje". La escena se repetía a diario, aunque a
veces la prueba cambiaba de forma. Por ejemplo, San Pablo recibía la orden de
ir a traer agua y verterla en un agujero, o bien tejer canastas de juncos para
destejerlas después, o coser y descoser sus vestidos; pero, por absurdos que
fuesen los mandatos de San Antonio, San Pablo obedecía pronto y alegremente. En
cierta ocasión, San Antonio vació un tarro de miel en el suelo y mandó a San
Pablo que la recogiese sin un ápice de polvo. En otra ocasión, con algunos huéspedes
en la ermita, San Pablo interrumpió la conversación para preguntar si los
profetas habían precedido a Jesucristo o Este a los profetas. San Antonio, un
tanto avergonzado por la ignorancia de su discípulo, le mandó ásperamente que
guardara silencio y saliese de la ermita. Pablo obedeció al punto y no volvió
a abrir la boca, hasta que algunos monjes comunicaron el hecho a San Antonio,
quien había olvidado ya el incidente. Comprendiendo que el silencio de Pablo
era una muestra de perfecta obediencia, exclamó: "Este monjecito nos deja
atrás a todos, pues obedece sin chistar a la menor indicación de la voluntad
de un hombre, en tanto que nosotros cerramos con frecuencia los oídos a las
palabras que vienen del cielo". Cuando San Antonio juzgó que había
probado suficientemente a San Pablo, le destinó una celda a unos cinco
kilómetros de distancia de la suya e iba a visitarle con frecuencia. Pronto
descubrió que San Pablo poseía singulares dones espirituales y un poder de
curar y exorcizar más grande que el suyo. Así, cuando San Antonio no podía
sanar a un enfermo, lo enviaba a San Pablo, quien le curaba infaliblemente. Otro
de sus dones era el de leer en los corazones; al ver a un hombre en la iglesia,
con sólo mirar su rostro, podía decir si sus intenciones eran buenas o malas.
Guiado por esos signos de la divina predilección, San Antonio llegó a estimar
a su anciano discípulo más que a ningún otro y, frecuentemente le ponía por
modelo.
Casi todos los datos de
este artículo están tomados del capítulo 22 de la Historia Lausíaca de
Paladio; algunos otros de la Historia Manochorum, traducidas por Rufino.
Dado que Paladio escribió cincuenta o sesenta años después de la muerte de
Pablo el Simple, es muy posible que haya embellecido su relato con algunas
leyendas. Se encontrará una detallada biografía del Santo en J. BTemond, Les
Peres du désert, vol. 1, pp. xlx-xlIII
y 94-96.
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