Cuando era niño, Teofilacto pasó de Asia a Constantinopla,
donde conoció a San Tarasio, quien le tomó cariño y le dio una buena
educación. Observando que el joven estaba llamado a la vida religiosa, San
Tarasio le envió a otro de sus discípulos, San Miguel el Confesor, quien
acababa de fundar un monasterio junto al Bósforo. Algunos años más tarde,
cuando sus dos discípulos habían soportado rudas pruebas, San Tarasio
confirió a ambos la dignidad episcopal; Teofilacto recibió la sede de
Nicomedia y Miguel la de Sínada.
Cuando León V emprendió de nuevo la guerra contra las imágenes,
San Nicéforo, sucesor de San Tarasio en la sede de Constantinopla, convocó a
un Concilio para mantener la doctrina católica contra el emperador. San
Teofilacto y otros teólogos de gran saber defendieron con elocuencia el punto
de vista de la Iglesia, pero el emperador permanecía inconmovible. Cuando ya
todos habían hablado, se hizo en la sala conciliar una ligera pausa, que San
Teofilacto interrumpió con la siguiente profecía: "Ya sé yo que tú te
burlas de la inmensa paciencia de Dios. Pues bien, yo te predigo que las
calamidades y la muerte van a caer sobre ti, como un huracán, y que no habrá
entonces nadie que pueda defenderte". Furioso al oir estas palabras, el
emperador desterró a todos los Padres conciliares y encarceló a San Teofilacto
en una fortaleza de Caria, donde murió treinta años después. Pero su
profecía se cumplió a la letra. El día de Navidad del año 820, cuando el
emperador se hallaba en su capilla privada, los conspiradores cayeron sobre él;
León se defendió, blandiendo como una espada la cruz del altar, pero sus
enemigos lograron asesinarle antes de que sus servidores llegaran a auxiliarle.
Se cuentan maravillas de la liberalidad de San Teofilacto, de su
generosidad con los pobres, de la ayuda que prestaba a las viudas, huérfanos y
débiles mentales, de su predilección por los ciegos, baldados y enfermos; para
ellos y para los viajeros fundó muchos hospitales.
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