El padre de Juan Ogilvie era barón de Drum-na-Keith, señor de muchos
territorios en Banffshire y jefe de la rama menor de los Ogilvie. Su madre,
emparentada con los Stewart y los Douglas, era hija de lady Douglas de Lochleven, la carcelera de María Estuardo. Como muchas otras familias de su
tiempo, una parte de los Ogilvie eran católicos y los otros presbiterianos. El
padre de Juan, aunque no era propiamente enemigo de la fe, educó a su hijo en
el calvinismo y, le envió a los trece años de edad a continuar su educación
en el continente. Ahí, el joven empezó a interesarse en las controversias
religiosas, que eran en. tonces muy populares en Francia y en las regiones que
se hallaban bajo la influencia francesa. En dichas controversias tomaban parte
famosos católicos y calvinistas y, el eco de sus disputas ejercía una gran
influencia en el mundo intelectual de la época. Pronto comprendió el joven que
era necesario rectificar su posición religiosa. Según un discurso, atribuido
al beato en una versión escocesa de su juicio, Juan consultó a los más
destacados intelectuales italianos, franceses y alemanes y todos le hicieron
notar el contraste que ofrecía la continuidad de la doctrina católica, con las
novedades introducidas por la Reforma, así como la unidad característica de la
Iglesia católica. Confundido por estos argumentos, Juan abandonó las
controversias y se dedicó exclusivamente a estudiar dos textos de la Escrítura:
"Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la Verdad" y "Venid a mí todos los que sufrís y estáis afligidos, y
yo os consolaré". Pronto cayó en la cuenta de que la Iglesia católica no
hacía distinción de personas y que en su seno había gentes de todas las
clases sociales, que despreciaban realmente al mundo. Estas reflexiones y el
testimonio de los mártires acabaron de decidirle. Con el objeto de pertenecer a
la Iglesia de los mártires determinó hacerse católico y fue recibido en la
iglesia del Colegio Escocés de Lovaina en 1596, a los diecisiete años de edad.
Pasó los tres años siguientes en diversos colegios de Europa. Por
falta de fondos, el P. Crichton tuvo que despedir del Colegio Escocés a muchos
alumnos, entre los que se contaba Juan Ogilvie quien pasó a estudiar con los
benedictinos escoceses de Ratisbona. Ahí permaneció seis meses dedicado a la
literatura, y tal vez adquirió algo de ese estilo benedictino que es
independiente de las tradiciones nacionales. Después, ingresó en el colegio de
los jesuitas de Olmütz, a título de estudiante laico; ahí tuvo oportunidad de
conocer a la Compañía de Jesús. Aunque la orden tenía apenas algo más de
cincuenta años de vida, se hallaba entonces en el pináculo de la fama y
contaba entre sus miembros algunos de los hombres más destacados de la época.
Al año de su ingreso en el colegio, Juan pidió ser admitido en la Compañía;
pero en ese momento estalló una epidemia que obligó a las autoridades a cerrar
el colegio. Sin arredrarse por ello, el joven siguió al superior hasta Viena y
fue admitido en el noviciado de Brünn. Citemos las palabras del P. W. Brown en
su biografía de Juan Ogilvie: "Durante los diez años que pasó en la
provincia austriaca de la Compañía de Jesús, Ogilvie se formó en una
disciplina rigurosa. El saber del Renacimiento y el método escolástico se
combinaban en una sólida formación intelectual, muy completa. Y la vida
espiritual no era menos sólida. Juan aprendió entonces ese dominio de sí
mismo que constituía la principal característica de los jesuitas y era la
mejor garantía de la obediencia perfecta y del despego de los lazos
terrenos."
Por mandato expreso del P. Aquaviva, general de la orden, Juan
Ogilvie pasó a Francia y recibió en París la ordenación sacerdotal, en 1610.
Ahí mismo entró en contacto con dos jesuitas que habían trabajado como
misioneros en Escocia, con la esperanza de convertir, por medio de los nobles,
al rey Jacobo. Tanto el P. Crichton como el P. Gordon habían estado en la prisión
y éste último había pasado tres años en la Torre de Londres. Los dos
misioneros veían muy oscuro el porvenir y estaban muy desanimados. Así pues,
cuando en 1611, el padre general les encargó que le hiciesen un resumen de la
situación en Escocia, los misioneros presentaron una especie de catálogo de
los fracasos anteriores y declararon que no había ninguna posibilidad de
trabajar con éxito en el reino, debido a la severidad de las leyes.
Precisamente por la misma época, Ogilvie decidió consagrar su vida a esa tarea
y escribió al padre general, ofreciéndose para la misión de Escocia. En
respuesta, recibió una carta recordándole que a los superiores tocaba escoger
a los misioneros y que ni el P. Crichton, ni el P. Gordon le habían recomendado
para la misión. Sin perder el ánimo, el beato volvió a la carga; finalmente,
al cabo de dos años y medio de importunar a sus superiores, recibió la orden
de partir a Escocia.
Como las leyes contra los sacerdotes que entraban en la Gran Bretaña
eran muy estrictas, viajó con el pseudónimo de Juan Watson, fingiendo que era
un tratante de caballos y un soldado que volvía de las guerras de Europa. En el
camino encontró a otro jesuita, el P. Moffat, y a un sacerdote diocesano
llamado Campbell; pero en Leith se separaron y Ogilvie siguió hacia el norte.
Pronto tuvo oportunidad de comprobar que los nobles católicos, en los que había
puesto tantas esperanzas, no querían comprometerse en lo más mínimo. La mayoría
de ellos había aceptado exteriormente la religión del Estado y apenas unas
cuantas familias de la clase media, que carecían de toda influencia, se
mostraban dispuestas a albergar a un sacerdote. No sabemos gran cosa de la
actividad del beato durante los seis meses siguientes. Según sus propias
declaraciones, pasó seis semanas en el norte de Escocia e invernó en
Edimburgo; pero no parece que haya logrado ninguna conversión ni obtenido
ninguna ganancia para la causa católica. Comprendiendo su fracaso, decidió
volver a los antiguos métodos de los jesuitas. En Londres entró en contacto
con el rey Jacobo, o con uno de sus ministros y propuso un proyecto semipolítico
que se ha perdido. Durante las negociaciones, hizo un viaje a París para
consultar a su superior, el P. Gordon, quien le reprendió severamente por haber
abandonado su misión y le envió de nuevo a Escocia.
De vuelta en Edimburgo, el P. Ogilvie se estableció en la casa de
un sincero católico, Guillermo Sinclair, abogado parlamentario. Ahí conoció a
un franciscano, que también se llamaba Juan y entre los dos atendieron al
reducido número de católicos que se reunía en las casas de Guillermo Sinclair,
Juan Philips y Roberto Wilkie. La grey del P. Ogilvie empezó pronto a crecer y
el misionero se hizo famoso por la insistencia con que predicaba el fervor en la
vida católica. Según parece, desempeñó al mismo tiempo el oficio de tutor
del hijo mayor de Sinclair, quien más tarde entró en la Compañía de Jesús.
Algún tiempo después, empezó a visitar a los católicos en la prisión, cosa
muy arriesgada, pues los guardias no abandonaban un solo momento a los
visitantes. Aun tuvo la osadía de ir a visitar a Sir James MacDonald en la
prisión del castillo; Sir James recordaba todavía las visitas del beato muchos
años después. En el verano de 1614, el P. Ogilvie logró algunas conversiones;
según Sinclair, el número de convertidos fue muy considerable, teniendo en
cuenta el corto periodo en que el beato pudo consagrarse a ese trabajo. Hacia
fines de agosto, el P. Ogilvie fue a Glasgow, donde se albergó en casa de una
viuda llamada Marion Walker, quien murió en la prisión. Dicha mujer había
convertido su casa en una especie de centro, en el que los sacerdotes que
pasaban por la ciudad podían celebrar la misa y oír confesiones. En Glasgow
consiguió el beato entrar en contacto con Sir John Cleland y Lady Maxwell, que
eran católicos en secreto y reconcilió con la Iglesia a varios miembros de la
nobleza de Renfrewshire. Al mismo tiempo, se dedicó a organizar a los católicos
de la burguesía. Poco después de su regreso a Edimburgo, supo que otras cinco
personas de Glasgow querían reconciliarse con la Iglesia y volvió a toda prisa
a esa ciudad. El 4 de mayo celebró la misa en presencia de Adam Boyd, uno de
los cinco que querían la reconciliación. Después de la misa, Adaro Boyd dijo
al beato que quería instruirse y le rogó que acudiese, a las cuatro de la
tarde, al mercado donde un mensajero iría a buscarle para conducirle a un sitio
seguro. El P. Ogilvie aceptó y Boyd fue inmediatamente a ver al arzobispo
Spottiswoode, un antiguo ministro presbiteriano que era uno de los empleados más
capaces del rey en Glasgow y vigilaba tanto a los católicos, como a los
protestantes. Convinieron en que un criado muy vigoroso del arzobispo, llamado
Andrés Hay, iría a encontrar a Adam Boyd y al P. Ogilvie en el mercado. Boyd
denunció también a todos aquellos de quienes sospechaba que trataban con el P.
Ogilvie.
El jesuita llegó al sitio de la cita, acompañado por Jacobo
Stewart, hijo del antiguo jefe de la policía, quien al ver a Hay aconsejó al
beato que volviera inmediatamente a casa. Stewart y Hay empezaron a discutir y
acabaron por golpearse; algunos transeúntes participaron en la lucha y
finalmente, Ogilvie fue conducido a casa del alcalde de la ciudad. Hasta allá
le siguió Spottiswoode con sus guardias. Cuando el beato compareció ante el
arzobispo que hacía de juez, recibió una bofetada y esta acusación:
"Vuestra Merced ha tenido el atrevimiento de celebrar la misa en una ciudad
de la Iglesia Reformada". El P. Ogilvie respondió en el mismo tono:
"Y Vuestra Merced tiene el atrevimiento de portarse como un verdugo y no
como un arzobispo". Al oír esto, los criados del prelado se echaron sobre
él, le mesaron la barba y les desgarraron con las uñas; sólo salvó al beato
la intervención de Lord Fleming, que por casualidad se hallaba presente. Los
criados del arzobispo lo desnudaron para registrarlo, pero lo único que
encontraron fue una bolsa con monedas de oro y otra con monedas de plata,
algunas medicinas, un breviario y un compendio de
controversias religiosas. A la mañana siguiente, el
P. Ogilvie compareció ante el arzobispo y el juez de Glasgow. La primera pregunta que le hicieron fue: "¿Habéis
celebrado la misa en el reino ?" El beato, sabedor de que estaba
sujeto al código penal, respondió con prudencia: "Puesto que se trata
de un crimen, no es a mí a quien toca responder, sino a los testigos". A la pregunta de
por qué había ido a Escocia, respondió valientemente: "Vine para
combatir la herejía y salvar almas". "¿Reconocéis la autoridad
del rey?", quisieron saber los jueces. El beato respondió: "El rey
Jacobo es de facto rey de Escocia". Interrogado sobre el famoso
"complot de la pólvora", contestó: "Detesto el parricidio y no
lo alabo". (Parricidio era el término que se aplicaba entonces al
asesinato de un soberano). El beato se negó a responder a todas las
preguntas que podían comprometerle o poner en peligro la vida de otros; el interrogatorio se prolongó
durante veintiséis horas. Como el P. Ogilvie no había probado ningún
alimento, al fin de la sesión temblaba por la fiebre. Finalmente el juez le
permitió que se acercase un poco al fuego para calentarse. Aun ahí fue a
molestarle uno de los criados, del arzobispo, quien manifestó intenciones de
arrojarle a las llamas, El beato
le dijo: "Habéis escogido el mejor momento para ello, pues estoy temblando
de frío". En el calabozo, le ataron por los pies a una barra de hierro y
le permi tieron tenderse en el suelo, pues estaba tan débil, que no podía
tenerse en pie. Spottiswoode obtuvo permiso de aplicarle la llamada tortura de
la bota, pero no parece haberla empleado en todo su rigor. Para aumentar los
sufrimientos del beato, Spottiswoode divulgó la noticia de que había revelado
los nombres de sus amigos.
Cuando los verdugos vieron que ni las
amenazas, ni las promesas lograban que el P. Ogilvie revelase los nombres de los
católicos escoceses, decidieron privarle del sueño para disminuir su
resistencia. Durante ocho días consecutivos y sus noches, le punzaron el cuerpo
con agudas estacas, le arrastraron por el suelo le sometieron a la tortura del
ruido y le mesaron los cabellos. Finalmente, los médicos declararon que si el
suplicio se prolongaba tres horas más el beato moriría. Los perseguidores le
dejaron descansar veinticuatro horas antes de hacerle comparecer, en Edimburgo, ante los lores comisionados por el
rey para
el caso. Según declararon las autoridades, Juan Ogilvie era reo del delito de
alta traición, por haberse rehusado a admitir la jurisdicción del rey en lo
espiritual. Sin embargo, el tribunal se preocupó menos por probar que había
celebrado la misa y que había sostenido la jurisdicción pontificia en Escocia,
que por arrancarle los nombres de quienes habrían visto con buenos ojos la
vuelta del reino a la fe católica. Las autoridades habían dado permiso al
beato de recibir visitas en la cárcel después de esparcir el rumor de que había
traicionado a sus amigos, con la esperanza de que éstos, a su vez denun ciasen
a otros, Todos los suplicios a que fue sometido el P. Ogilvie iban dirigidos a
ese fin; la cuestión del poder del Papa para deponer al rey, no se trató sino
después de que habían fracasado todos los tormentos. Sobre esa espinosa cuestión,
que preocupaba mucho a los teólogos de la época, el beato contestó que sólo
estaba dispuesto a responder al Papa.
Después del segundo juicio, el P. Ogilvie
fue nuevamente trasladado a Glasgow, donde, según parece, le trataron bien al
principio. La noticia de su heroísmo había corrido ya por Escocia, de suerte
que los perseguidores y sobre todo el arzobispo hubiesen dado cualquier cosa
porque el beato apostatase y reconociese la supremacía del rey. Al poco tiempo, se presentó
al P. Ogilvie un cuestionario redactado por el mismo rey. A las cinco
preguntas, que versaban sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado, el
beato respondió en una forma que equivalía a firmar su sentencia de muerte.
Aunque los guardias empezaron
a tratarle con mayor rigor, el P. Ogilvie pudo continuar escribiendo en latín
un relato sobre su martirio; cuando lo terminó, consiguió deslizarlo por
debajo de
la puerta a algunos católicos que habían entrado en la prisión, bajo pretexto
de visitar a otros presos.
Pero todavía le faltaba soportar al P. Ogilvie un
tercer juicio. Las auto ridades le hicieron saber que se le iba a juzgar, no
por haber celebrado la misa, sino por las respuestas que había dado al
cuestionario del rey. El arzobispo le ofreció su protección si se retractaba
de tales contestaciones; pero el beato replicó: "Yo estoy dispuesto a
obedecer al rey en todo aquello en que tenga autoridad y estoy pronto a verter
mi sangre por defender su poder temporal. Pero me niego a obedecerle en las
cosas espirituales, pues en ellas carece
de jurisdicción."
El beato fue sentenciado a morir como traidor. Su
amigo Juan Browne, que le acompañó hasta el fin y recogió sus últimas
palabras, afirmó que todavía en el cadalso los verdugos ofrecieron al P.
Ogilvie la libertad y un brillante porvenir, si abjuraba de la fe. Esto
demuestra, con evidencia, que el motivo por el que fue condenado era la fe y
no la política. Cuando los verdugos retiraron la escalera y dejaron al mártir
colgando en la horca, la multitud clamó contra las autoridades que le habían
condenado tan injustamente. La causa de Juan Ogilvie no se introdujo en la de
los otros mártires ingleses, sino que fue beatificado aparte, el 22 de
diciembre de 1929. La Compañía de Jesus celebra
su fiesta el día 20 de febrero.
Ver W. E. Brown, lohn Ogilvie (1925), donde
hay una traducción de los documentos 1 del proceso de beatificación; James
Forbes, lean Ogilvie, Escossais, lésuite; G. Antonelli, : II b.
Giovanni Ogilvie (1929), con muy buenas ilustraciones.
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