Las crónicas de la orden franciscana
alaban mucho al beato Juan Bautista Fabriano. Aunque era sacerdote y de
inteligencia muy despierta, su humildad le llevó a no estudiar más que lo
estrictamente necesario para recibir la ordenación sacerdotal. El rigor de su
vida recordaba las penitencias de los padres del desierto. El beato ayunaba con
frecuencia de domingo a domingo. Durante la cuaresma, desde la Epifanía hasta
la Pascua, sólo comía los jueves y los domingos. En vez de retirarse a su celda
al terminar los oficios nocturnos, acostumbraba quedarse orando en la iglesia:
el sacristán le sorprendió, en cierta ocasión, arrebatado en éxtasis: el suave
perfume que despedía el beato había llevado al curioso sacristán al rincón
en que se ocultaba. Juan Bautista era un hombrecito pequeño y muy débil; a
pesar de ello, se negaba a protegerse del frío y no usaba más que un hábito
viejo y parchado. Su caridad era infatigable; aunque insistía en que había que
guardar escrupulosamente las reglas, no se ahorraba trabajo para procurar a sus
hermanos, sobre todo a los enfermos, todo lo que necesitaban. Juan Bautista
murió en el convento de Masaccio, en 1539. Los milagros obrados en su tumba
popularizaron su culto, que fue confirmado en 1903.
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