Tenemos la fortuna de poseer amplia
información acerca de Margarita Cli therow, gracias a la biografía escrita
por su confesor, padre John Mush, com pletada en sus detalles con otros
documentos contemporáneos. En York todavía podemos ver la casa del
ayuntamiento donde fue juzgada, el castillo en que estuvo encarcelada, la casa
vecina al matadero, que se cree haber sido su hogar durante su vida matrimonial
y la habitación con la buhardilla en la posada del Cisne Negro, que la tradición
señala como el lugar que ella alquiló para que se celebrara la misa, cuando se consideró
insegura su propia capilla.
Margarita fue
hija de un rico vendedor de cera, llamado Tomás Middleton, que era hacendado de
la ciudad de York y que tuvo el cargo de comisario, del año 1564 a 1565. Este
murió poco después y su esposa, luego de cinco meses, contrajo nupcias con un
homhre de inferior condición, de nombre May, que estableció su residencia con
la familia en la casa Middleton y Davygate. Allí fue donde Margarita se casó,
en 1571, con Juan Clitherow, ganadero y carnicero que, como el padre de
Margarita, era un hombre acomodado y había tenido cargos públicos. Había sido
encargado de puente y camarlengo con lo que llegó a merecer el derecho de usar
el título de Sir antes de su nombre.
Margarita fue
educada en el protestantismo, pero dos o tres años después de su matrimonio
abrazó la fe católica, después de haberla estudiado, como su biógrafo nos
dice: "al no encontrar fundamento, verdad, ni consuelo cristiano en los
ministros del Nuevo Evangelio, ni en su propia doctrina y, al enterarse de que
muchos sacerdotes y laicos sufrían al defender la antigua fe católica".
Su esposo, bondadoso y de buen carácter, parece no haberse opuesto entonces ni
en ningún momento a los deseos de su mujer. El no tenía madera de héroe y
continuaba conforme a la religión del Estado, pero tenía un hermano sacer
dote, y un cierto Tomás Clitherow que estuvo preso en el castillo de York a
causa de su religión, en 1600, fue probablemente otro de sus hermanos. El señor
Clitherow acostumbraba decir que encontraba dos defectos en su mujer: que
ayunaba demasiado y que nunca lo acompañaba a la iglesia. Muy al principio,
parecía que Margarita podía practicar su fe sin mucha dificultad y podía
buscar a los apóstatas y hacer que se convirtieran, pero las leyes se hicieron
más duras y fueron cumplidas más estrictamente. Varios cautelosos amigos le
advirtieron que fuera más circunspecta. Se le impusieron multas al señor Cli
therow por las continuas faltas de asistencia de su mujer a la iglesia y a ella misma se le encarceló varias veces en el
castillo, una de ellas por dos largos años. Las condiciones de vida allí, como
sabemos por datos contemporáneos, eran muy malas; las celdas eran obscuras, húmedas,
llenas de parásitos, y muchos de los cautivos morían durante su reclusión; aún
así, Margarita consideraba esos períodos de encarcelamiento
como retiros espirituales, orando y ayunando cuatro días a la semana, práctica
que continuó después de obtener su libertad. No está clara la fecha en que
ella empezó a abrir su casa a sacerdotes fugitivos, pero se sabe que
continuó haciéndolo así hasta el fin, a pesar de la promulgación de la ley
que castigaba con la muerte el dar albergue a los sacerdotes. Los padres Thompson,
Hart Thirkill, Ingleby y muchos otros habían estado ocultos en la cámara secreta para
sacerdotes, cuya entrada "era molesta para aquél que no estuviera
familiarizado con la gran estrechez de la puerta, que era sin embargo amplia
para un joven". Más aún, a fin de que no se privara a nadie de la misa,
cuando se podía celebrar, el padre Mush nos dice: "Ella había preparado
dos cuartos, uno junto a su propia casa, adonde ella pudiera tener acceso en
cualquier momento, sin ser vista o notada por sus vecinos. El otro, un poco
distante de su casa, mantenido en secreto para todos, excepto para aquellos que
ella sabía eran fieles y discretos. Ella preparaba este lugar para tiempos más
calamitosos a fin de que Dios pudiera ser servido allí, cuando su propia casa
no se considerara tan segura, aunque
ella no pudiera acudir a ese lugar diariamente, como lo deseaba. También
proporcionaba y se encargaba del cuidado de todo el material que se requería
para el servicio del altar, tanto ornamentos como vasos sagrados.
Poseyendo una agradable figura, dotada de agudo
ingenio y alegría, Mar garita tenía una encantadora personalidad. "Todos
la amaban", leemos, "y acudían a ella en demanda de auxilio, consuelo
y consejo en sus penas. Su servidumbre le tenía un amor tan reverente que, a
pesar de que su ama los corregía con razonable dureza por sus faltas y
negligencias y que sabían cuándo los sacerdotes frecuentaban la casa, tenían
tanto cuidado de conservar los secretos de su ama, como si fueran sus verdaderos
hijos". En muchos casos, gentes que sostenían otras creencias eran las
primeras en escudarla y advertirla de algún peligro que la amenazaba. Más aún,
como una verdadera mujer de Yorkshire, era una magnífica ama de casa y hábil
para los negocios. "Al comprar y vender mercancía", se nos dice,
"tenía mucho cuidado de saber su verdadero precio para satisfacer a su
esposo que lo dejaba todo a su confianza y discreción". No nos sorprende
encontrar que a menudo urgía a su esposo a desentenderse de la tienda y todas
sus preocupaciones y dedicar sus energías a ventas al mayoreo. Empezaba cada día
con una hora y media dedicada a la oración y meditación. Si había algún
sacerdote disponible, se celebraba la misa y para escucharla se arrodillaba atrás
de sus hijos y sirvientes en el lugar más bajo, a un lado de la puerta, tal vez
para poder dar la señal de alarma en caso de ser sorprendidos. Dos veces por
semana, los miércoles y domingos, trataba de confesarse. Aunque no era una
mujer muy culta, había aprendido mucho de los sacerdotes que fre cuentaban la
casa y conocía tres libros perfectamente: la Biblia, la Imitación de Cristo,
de Tomás de Kempis y el Ejercicio de Perrín. En alguna ocasión -quizás en la
cárcel-, había aprendido de memoria el pequeño oficio de Nuestra Se ñora en
latín, en previsión de que Dios la llamase alguna vez a la vida religiosa. El
recuerdo de los sacerdotes martirizados a quienes ella había conocido y que habían
sufrido en Knavesmire, estaba constantemente en ella y, cuando su esposo salía
de viaje, ella algunas veces iba descalza en peregrinación con otras mujeres al
lugar de la ejecución, fuera de las murallas de la ciudad. A todas horas, era
esto una acción peligrosa debido a los espías, pero particularmente durante el
día, y por lo tanto, iban generalmente de noche y Margarita permanecía medi
tando y orando bajo la horca "todo el tiempo que su acompañamiento se lo
permitía". Estas visitas pronto terminaron, ya que Margarita, durante el último
año y medio antes de su aprehensión final tuvo que permanecer recluida en su
propia casa, "como en libertad encadenada", por el delito de haber
enviado a su hijo mayor a una escuela allende los mares. El 10 de marzo de 1586,
el señor Clitherow fue citado a comparecer ante el tribunal de York,
establecido por el Gran Consejo del Norte y, en ausencia del amo, su casa fue
cateada. No se encontró nada sospechoso, hasta que los esbirros llegaron a un
cuarto alejado, donde los niños y otros más estaban siendo instruí dos por
un maestro de escuela llamado Stapleton, a quien ellos tomaron por sacerdote.
En la confusión que se siguió, el maestro pudo eludirlos y escapar por el
cuarto secreto, pero los niños fueron interrogados y amenazados. Un niño
extranjero, de once años, que vivía con la familia, se aterrorizó tanto,
que descubrió la entrada del cuarto de los sacerdotes. Nadie lo ocupaba, pero
en una alacena se encontraron vasos y libros que obviamente eran usados para la celebración de la
misa. Estos fueron confiscados y Margarita fue aprehendida y llevada, primero
ante el Consejo y después a prisión en el castillo. Una vez tranquilizada
sobre la seguridad de su familia, su valor nunca la abandonó y cuando dos días
más tarde se le reunió la señora Ana Tesk, a quien el mismo niño había
delatado por frecuentar los sacramentos, las dos amigas bromearon y rieron
juntas hasta que Margarita exclamó: "Hermana, estamos tan contentas juntas que temo,
a no ser que se nos separe, perder el mérito de estar encarceladas."
Poco antes de que se les citara a comparecer ante el juez, dijo:
"Antes de partir, haré felices a todos mis hermanos y hermanas del otro
lado de la sala"; y, mirando hacia ellos a través de una ventana -eran
treinta y cinco y la podían fácil mente ver desde allí- hizo un par de
horcas con sus dedos y agradablemente se rió de ellas". Después de leído
el cargo, en que se le acusaba de albergar y sostener a los sacerdotes y de oír
la misa, el juez le preguntó si se consideraba culpable o inocente. Ella replicó:
"No conozco ninguna ofensa por la que me deba declarar culpable", y
cuando se le preguntó cómo quería ser juzgada, ella sólo dijo: "No
habiendo cometido ningún delito, no necesito ser juzgada".
Nunca se apartó de esta posición,
aunque se le instruyó varias veces y se le urgió a que se declarara culpable y
escogiera ser juzgada por un jurado. Ella sabía que esto significaba la muerte
de todas maneras, pero si aceptaba ser juzgada, sus hijos, sirvientes y amigos
serian llamados a atestiguar y, o men tirian para salvarla, cometiendo perjurio
o tendrían que dar testimonio de lo que sabían y así sufrir el escándalo y la
pena de haber causado su muerte. Se hicieron muchos intentos para persuadirla a
que apostatara o, por lo menos, a que se sujetara al juicio y un puritano, que
había discutido con ella en la prisión, tuvo el valor de ponerse en pie en la
corte y declarar que la condena ción, basada en la acusación de un niño, era
contraria a la ley de Dios y de los hombres. El juez Clinch, que habría querido
salvarla, fue dominado por los otros miembros del Consejo y, finalmente,
pronunció la terrible sentencia que la ley inglesa decretaba para todo el que
se negaba a declararse culpable, a saber, que debería ser prensado hasta morir.
Ella oyó la sentencia con la mayor serenidad y dijo: "Gracias sean dadas a
Dios; todo lo que El me envíe es bien recibido. No soy digna de tener una
muerte tan buena como ésta".
Después de esto, fue puesta en
prisión en casa de Juan Trew, en Ouse bridge. Ni siquiera entonces se le dejó
en paz, sino que fue visitada por diversas gentes que trataban en vano de conmover su constancia, incluyendo a
su padrastro, Enrique May, que había sido elegido alcalde de York.
Nunca le permitieron ver a sus hijos y solamente una vez pudo entrevistarse con
su marido y eso en presencia del carcelero. Margarita iba a ser ejecutada
el 25 de marzo, viernes de la Semana de Pasión y la noche anterior, ella
cosió su propia mortaja. Después pasó la mayor parte del tiempo de rodillas.
A las ocho de la mañana, el comisario llegó a conducirla al calabozo, a
pocos metros de la pri sión y "todos se maravillaron de verla gozosa y de
alegre semblante". Llegados al lugar de la ejecución, se arrodilló para
rezar y, algunos de los anglicanos ahí presentes le pidieron que rezara con
ellos; pero Margarita rehusó, como el beato Guillermo Hart lo había hecho casi
exactamente tres años antes. "Yo no rezaré con vosotros, ni vosotros
rezaréis conmigo", dijo, "ni yo diré Amén a vuestras oraciones, ni
vosotros a las mías". Ella rezó en voz alta por el Papa, los cardenales,
el clero, los príncipes cristianos, y especialmente por la reina Isabel para
que Dios la convirtiera a la fe y salvara su alma. Entonces fue obligada a
desnudarse y tenderse boca bajo en el suelo. Se le puso una piedra lisa sobre
sus espaldas y sus manos fueron atadas a postes a los lados. Se colocó otra
losa encima de ella y se pusieron pesas sobre esta piedra, hasta llegar a la
cantidad de 700 u 800 kilos. Sus últimas palabras, al recibir el peso sobre su cuerpo, fueron:
"¡Jesús, Jesús, ten misericordia de mí!" Tardó alrede dor de un
cuarto de hora en morir, pero su cuerpo fue dejado seis horas en la prensa. Tenía
aproximadamente treinta años. A su esposo le había enviado su sombrero
"en señal de amorosa devoción, como cabeza de su familia" y a Inés,
su hija de doce años, sus zapatos y medias para significar que debería seguir
sus pasos. La niñita se hizo monja en Lovaina, mientras que dos de los hijos de
la mártir fueron después sacerdotes. Una de las manos de Margaríta Clitherow
se conserva en un relicario en el Convento Bar, en York.
El
Padre John Morris, en su Troubles of our Catholic Forelathers, vol. III,
(1876), investigó ampliamente el material disponible para la vida de Margarita
Clitherow e imprimió un pormenorizado texto de las memorias de su contemporáneo,
Juan Mush, confesor de la mártir. Nada substancial ha sido anotado desde
entonces. Ver Burlon y Ponen, LEM., vol. I, pp. 188-199; J.B. Milburn, A
Martyr 01 Old York (1900); y Mar garet T. Monro, Bd. Margaret Clitherow (1948).
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