Los historiadores le llaman el mejor Papa del siglo
VIII, y en él se advierte muy bien la paradoja de los pontífices
-constructores de puentes, según la etimollogía- que resume de modo
espectacular la de todo cristiano obligando a la dualidad de atender a las cosas
de este mundo y de no vivir más que para Dios.
Gregorio era romano de nacimiento y ya prestó grandes servicios a
la Iglesia bajo los pontificados de Sergio I y Constantino I; a este último le
acompañó en un viaje a Oriente como asesor, contribuyendo a resolver de manera
pacífica -y desgraciadamente, también provisional- una enconada controversia.
Desde el 715, cuando fue elegido Papa, se desvive por una parte en
la doble labor de defensa y de conquista espiritual: reconstruir monasterios
como Montecasino, cuna de la orden benedictina, y consolidar las murallas de
Roma, pero pensando también en pueblos paganos a los que había que llevar el
Evangelio (él fue quien mandó a san Bonifacio a la Germania).
Bifronte tuvo que ser así mismo su actitud política: por el norte
los lombardos amenazaban con engullir el papado, por el sur los bizantinos
aumentaban sus exigencias, y con el emperador León Isáurico, que favorecía a
los iconoclastas, el reto adquiría especial gravedad.
San Gregorio tuvo que jugar arriesgadamente a dos tableros, el
humano y el divino, el de la fe y el de la diplomacia, conteniendo a la vez a
los bárbaros y a los archicivilizados bizantinos. No sólo Roma o Italia, el
orbe entero, la plenitud de la fe y toda la política del mundo pesaban sobre
sus hombros, como sobre los de cualquier Papa, cruzando el puente del tiempo
hacia la orilla de la eternidad.
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