En el día de hoy conmemora la
Iglesia, a uno de los más insignes mártires de la Edad
Moderna en Inglaterra, el P. Roberto
Southwell, de la Compañía de Jesús; y juntamente a otros veinte que,
en diferentes ocasiones, dieron su sangre por Cristo durante la terrible
persecución que siguió al establecimiento del anglicanismo en la Gran Bretaña.
A estos últimos se los designa como compañeros, no porque hubieran sufrido el
martirio juntamente con el P. Southwell, sino porque se asociaron a él,
derramando su sangre por la fe cristiana en diversos tiempos desde 1594 a 1679.
El P. Roberto Southwell tiene una doble significación en la fiesta de hoy. La primera
es la propia e individual, por su particular significación y méritos
personales en la Iglesia de Inglaterra. Como tal, indudablemente destaca entre
los otros mártires ingleses conmemorados en este, día. Pero, además, diríamos
que tiene la significación de ejemplo o de símbolo. Se conmemora, pues, de un
modo especial su actividad apostólica durante aquella terrible persecución,
las horribles torturas que tuvo que sobrellevar y el glorioso martirio que sufrió,
indicando al mismo tiempo que algo semejante se pudiera decir de cada uno de los
otros mártires conmemorados. Se presenta este martirio en particular como una
especie de muestra de los que sufrieron todos los demás.
Procedente el P. Roberto
Southwell de una noble y rica familia católica, nació en Norfolk en
1561. Preocupados sus padres por su educación católica, lo enviaron a Douai,
donde fue discípulo del célebre teólogo jesuita P. Leonardo Lessio. Luego
continuó su estudio en París y, contando sólo diecisiete años, pidió su
admisión en la Compañía de Jesús, gracia que por el momento no consiguió,
dando con ello ocasión al primer escrito que de él poseemos, donde se explaya
en ansias amorosas hacia Dios y manifiesta la estima que tiene de la vocación.
Sin embargo, el mismo año 1578 fue admitido en la Orden e ingresó en el
noviciado de Roma. Cursados luego allí brillantemente los estudios, fue
ordenado sacerdote en 1584, y dos años después partía para su ansiada misión
de Inglaterra.
Ya en esta primera etapa de su
vida religiosa aparecen sus extraordinarias cualidades de escritor, como puede
verse en las cartas y otros escritos que de él se han conservado. En ellos se
descubre, ante todo, el intenso amor de Dios en que se abrasaba y el tierno amor
que profesaba a su vocación. "¡Cuán grande es, escribe, la perfección
que se exige de un jesuita; pues debe estar dispuesto en cualquier momento a
partir para cualquier parte del mundo y a cualquiera clase de gente, sean
herejes, turcos, paganos o bárbaros!"
En esta actitud, en efecto, se
encontraba él, como lo demostró en su entrada en Inglaterra. Pero entonces dio
igualmente las más claras pruebas de las ansias de martirio que lo consumían.
Conocía perfectamente la situación en que se encontraban los hijos de la Compañía
de Jesús que trabajaban en Inglaterra, y los gravísimos peligros a que estaban
expuestos en cada momento. Tuvo noticia del martirio de Edmundo Campion, el
protomártir jesuita de Inglaterra, y con este motivo compuso una de sus más
inspiradas composiciones, en que aparecen juntamente sus condiciones de poeta y
cómo se daba perfecta cuenta de que podía sucederle a él lo mismo que a
Campion.
En estas disposiciones entró
el P. SouthweIl en Inglaterra, donde durante seis años desarrolló una intensa
actividad apostólica. Después de un corto período de trabajo, en el que se veía
obligado constantemente a disfrazarse de las más variadas maneras, a cambiar de
habitación y a correr siempre en busca de las almas, quedó algún tiempo como
capellán de la condesa Ana de Arundel, tan benemérita de la causa católica, y
cuyo esposo murió poco después mártir y es venerado como Beato. Sin embargo,
como se sabía que ya los espías habían dado aviso de la entrada del P.
Southwell en Inglaterra, se mantuvo durante dos años enteramente oculto. Ni los
criados de la casa tenían noticia de él, para lo cual se veía obligado a
comer de las sobras de la mesa. Al amparo de las sombras de la noche, salía
para ejercer su apostolado.
Pasados estos dos años, y
suponiendo que el peligro era menor, intensificó su trabajo entre los católicos,
que tan faltos se hallaban de aliento espiritual en medio de tantos peligros.
Para ello se sirvió de la pluma, componiendo en este tiempo algunos escritos y
aún poesías, que le han dado fama de buen escritor y exquisito poeta lírico.
Todo esto se imprimía en una imprenta clandestina, instalada en la misma casa
de la condesa de Arundel y contribuyó eficazmente a levantar los ánimos de los
católicos. Escribió asimismo una carta al esposo de la condesa, preso en la
Torre de Londres. Son preciosos los pensamientos sobre el martirio como el mejor
medio de probar a Dios nuestro amor y nuestra fe.
De particular importancia
fueron otros dos escritos publicados por el P. Southwell en este tiempo. El
primero es una carta, en la que trataba de instruir debidamente y proporcionar
armas para la defensa de su fe a los sacerdotes y a los dirigentes seglares. El
segundo era otra carta dirigida a su propio padre, que se había enfriado en la
fe católica, donde con verdadera ternura de hijo, trata de inducirlo a volver
al verdadero sendero de Dios. Pero el escrito más interesante es la célebre y
conmovedora súplica redactada en 1591. Va dirigida a la reina Isabel, y en ella
procura convencerla de que debe cesar aquella persecución, fundada en la falsa
creencia de que los católicos eran traidores a su persona. Un buen número de
poesías, como las Lágrimas de Magdalena, sirvieron maravillosamente
para consolar y alentar a los católicos.
Con todo esto, no es de
sorprender que, a pesar del cuidado con que se procedía, el nombre del P.
Southwell fuera universalmente conocido, incluso entre los anglicanos, que
ansiaban hacerlo desaparecer. La traición de la hija de Ana, de la familia
Bellamy, a donde había ido a ejercer sus ministerios sacerdotales, lo puso
finalmente en manos del verdugo Topcliffe. Era el 5 de junio de 1592. Con
satisfacción y jactancia pudo escribir éste a la reina: "Nunca se ha
logrado apresar una persona tan importante". Allí, pues, con las anuencia
del omnipotente valido de la reina, lord Cecil, lo sometió a las más horribles
torturas que pudo inventar su espíritu sanguinario y su concentrado odio a los
católicos y, sobre todo, a los jesuitas. Hasta diez veces, según testificó más
tarde la misma víctima, lo sometió a un horrible tormento inventado por él,
en el cual se suspendía a la víctima de una pared atándole las muñecas con
unas argollas y quedando suspendido con el consiguiente descoyuntamiento de
miembros, y en esta forma se le dejaba seis, siete y más horas, hasta que
llegaba a desvanecerse,
En medio de tan duras torturas,
que se repitieron durante varios meses, mantuvo el P. Roberto
Southwell aquella firme constancia que llegó a admirar al mismo lord
Cecil, quien presenció alguna vez tan inaudito tormento. Por esto llegó éste
a escribir que ya no sería solamente la Roma antigua la que podía gloriarse
con la constancia y heroísmo de sus mártires, sino que también la época
moderna e Inglaterra mismo poseía aquel jesuita, que, sometido hasta trece
veces a aquella tortura, no había titubeado en la fe.
Ante el evidente fracaso de
este intento de doblegar la firmeza del P. Southwell, fue éste conducido a la cárcel
de Gatehouse, donde pasó dos meses en medio de tanta suciedad y miseria, que
llegó a ser presa de los más repugnantes parásitos. Poco después fue
trasladado a la tristemente célebre Torre de Londres, donde pasó otros tres
meses en la más absoluta soledad. Esta fue aprovechada por él para la
composición de algunas de las más preciosas poesías y otras obras que
salieron de su pluma. En ellas palpita el más ferviente amor a Dios, por el que
está dispuesto a ofrecer su propia vida; presenta de la manera más viva la
belleza de la renuncia a todos los placeres del mundo, la eterna paradoja
cristiana de no tener nada y poseerlo todo. Es preciosa la versión que compuso
en verso inglés del himno de Santo Tomás Lauda Sion Salvatorem. Sus
obras poéticas colocan al P. Southwell entre los mejores poetas líricos de su
tiempo.
Pero entre tanto llegó el
final de aquella sangrienta tragedia. El mismo P. Southwell escribió a lord
Cecil suplicándole que se juzgase su causa o se le pusiera en libertad. La
respuesta fue trasladarlo al penal de Newgate entre la hez de los criminales, de
donde lo sacaron el 20 de febrero de 1595 para llevarlo ante el tribunal. Y es
digno de notarse, que era tal el renombre que había alcanzado el P. Southwell,
que, a pesar de las medidas tomadas para realizarlo todo sin publicidad, y no
obstante haber hecho circular la noticia de que se iba a ajusticiar a un vulgar
criminal en el Tyburn, de hecho fue tan grande la aglomeración de público, que
sólo a duras penas pudieron avanzar los esbirros que conducían al reo.
El tribunal y todo el juicio
que se entabló contra el P. Southwell fueron sumamente característicos de esta
clase de juicios contra los sacerdotes católicos, en los que aparece con toda
evidencia, cómo éstos morían efectivamente por su fe católica y por su
obediencia al Papa. El presidente Popham ponderó las sublevaciones,
conjuraciones, rebeldías y guerras que habían tenido lugar, principalmente por
la actitud rebelde de los católicos y sobre todo, por el influjo de los
jesuitas; y luego presentó al jesuita Roberto
Southwell como reo de todos esos delitos. Y concretando más todavía, lo
acusó de haberse hecho sacerdote católico y jesuita fuera de Inglaterra, de
haber regresado como tal a la patria, y de haber contravenido con todo eso las
leyes del reino, lo que equivalía a una rebelión contra la reina.
A tan solemnes inculpaciones
respondió el padre que admitía que era sacerdote católico y jesuita y que
daba gracias a Dios por ello. Asimismo, que había entrado en Inglaterra, aun
conociendo las leyes contrarias. Pero, que invocaba a Dios por testigo, de que
no le había movido ningún intento de rebeldía contra la reina, sino únicamente
el deseo de obedecer a Dios y hacer bien a las almas.
Estas declaraciones excitaron
hasta lo sumo el apasionamiento del tribunal, que se manifestó en una serie de
nuevas y apremiantes preguntas, a las que respondía el reo con la mayor
serenidad. Finalmente, vinieron a parar al punto más candente, de que, por el
mero hecho de obedecer al Papa antes que a la reina, se manifestaba reo de lesa
majestad. Entonces el fiscal Coake tuvo una disertación, en la que trató de
probar que la reina Isabel no tenía en la tierra ningún superior, ni en lo
humano ni en lo divino, y por consiguiente, obedeciendo él al Papa, se rebelaba
contra su legítima soberana, y, para probar su afirmación, aducía el texto
"dad al Cesar lo que es del Cesar". Siguiéronse violentos altercados,
pues no permitían al P. Southwell que tomara la palabra por temor de que se
soliviantaran en su favor los espectadores. Al fin, pudo el reo responder con
toda solemnidad: "Ni yo ni ningún católico negamos a la reina lo que se
debe a un príncipe temporal. Pero damos al Papa, como representante de Dios, lo
que es de Dios. Por esto el texto entero dice: "Dad al Cesar lo que es del
Cesar, y a Dios lo que es de Dios". ¿En dónde consta que Cristo haya dado
su representación en lo espiritual y el poder de las llaves del cielo a otro
que no sea Pedro y en él a sus sucesores?"
Con todo esto llegó al punto
culminante el apasionamiento de los jueces. Trataron todavía de confundirlo con
otro género de acusaciones y falacias, sobre todo por medio de la supuesta
inmoralidad de la restricción mental. Respondió él de nuevo con tanto
ingenio, que los dejó a todos sin palabra, por lo cual, ciegos por la pasión
y por la ira, le impusieron violentamente silencio y dictaron con toda
solemnidad la sentencia de muerte, por ser sacerdote católico, por haber
predicado la doctrina católica en Inglaterra y por anteponer la autoridad del
Papa a la de la reina, con todo lo cual se había declarado en rebelión
contra las leyes del Estado y hecho reo de lesa majestad.
Lejos de inmutarse el P. Southwell al escuchar sentencia de muerte, dio las
gracias al carcelero diciéndole que le había dado la mejor noticia del
mundo. Al llegar al lugar de la ejecución, contempló por unos momentos la
horca en ademán de satisfacción; subió luego al carro, que estaba debajo de
la horca, y dirigiéndose al público, dio testimonio solemne de su fe
católica, de su condición de sacerdote y jesuita, de su respeto a la reina,
y de su disposición de sufrir mil muertes por cualquier punto de la doctrina
católica. Luego separóse rápidamente el carro, y el nuevo mártir quedó
suspenso, en el aire y entregó, momentos después, su alma a Dios. Su
cadáver, descuartizado, según la costumbre inglesa, fue levantado sobre un
palo, donde estuvo expuesto algunos días.
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