San
Alejandro, patriarca de Alejandría, tiene una especial significación en
la historia de la Iglesia a principios del siglo IV, por haber sido el primero
en descubrir y condenar la herejía de Arrio y haber iniciado la campaña contra
esta herejía, que tanto preocupó a la Iglesia durante aquel siglo. A él cabe
también la gloria de haber formado y asociado en el gobierno de la Iglesia
alejandrina a San Atanasio, preparándose de este modo un digno sucesor, que debía
ser el portavoz de la ortodoxia católica en las luchas contra el arrianismo.
Nacido Alejandro hacia el año
250, ya durante el gobierno de Pedro de Alejandría se distinguió de un modo
especial en aquella Iglesia. Los pocos datos que poseemos sobre sus primeras
actividades nos han sido transmitidos por los historiadores Sócrates, Sozomeno
y Teodoreto de Ciro, a los que debemos añadir la interesante información de
San Atanasio. Así, pues, en general, podemos afirmar que las fuentes son
relativamente seguras.
El primer rasgo de su vida, en
el que convienen todos los historiadores, nos lo presenta como un hombre de carácter
dulce y afable, lleno siempre de un entrañable amor y caridad para con sus
hermanos y en particular para con los pobres. Esta caridad, unida con un espíritu
de conciliaci6n, tan conforme con los rasgos característicos de la primitiva
Iglesia, proyectan una luz muy especial sobre la figura de San
Alejandro de Alejandría, que conviene tener muy presente en medio de las
persistentes luchas que tuvo que mantener más tarde contra la herejía; pues,
viéndolo envuelto en las más duras batallas contra el arrianismo, pudiera
creerse que era de carácter belicoso, intransigente y acometedor. En realidad, San
Alejandro era, por inclinación natural, todo lo contrario; pero poseía
juntamente una profunda estima y un claro conocimiento de la verdadera
ortodoxia, unidos con un abrasado celo por la gloria de Dios y la defensa de la
Iglesia, lo cual lo obligaba a sobreponerse constantemente a su carácter
afable, bondadoso y caritativo, y a emprender las más duras batallas contra la
herejía.
De este espíritu de caridad y
conciliación, que constituyen la base fundamental de su carácter, dio bien
pronto claras pruebas en su primer encuentro con Arrio. Este comenzó a
manifestar su espíritu inquieto y rebelde, afiliándose al partido de los
melecianos, constituido por los partidarios del obispo Melecio de Lycópolis,
que mantenía un verdadero cisma frente al legítimo obispo Pedro de Alejandría.
Por este motivo Arrio había sido arrojado por su obispo de la diócesis de
Alejandría. Alejandro, pues, se interpuso con todo el peso de su autoridad y
prestigio, y obtuvo, no sólo su readmisión en la diócesis, sino su ordenación
sacerdotal por Aquillas, sucesor de Pedro en la sede de Alejandría.
Muerto, pues, prematuramente
Aquillas el año 313, sucedióle el mismo Alejandro, y por cierto son curiosas
algunas circunstancias que sobre esta elección nos transmiten sus biógrafos.
Filostorgo asegura que Arrio, al frente entonces de la iglesia de Baucalis, apoyó
decididamente esta elección, lo cual se hace muy verosímil si tenemos presente
la conducta observada con él por Alejandro. Mas, por otra parte, Teodoreto
atestigua que Arrio había presentado su propia candidatura a Alejandría frente
a Alejandro, y que, precisamente por haber sido éste preferido, concibió desde
entonces contra él una verdadera aversión y una marcada enemistad.
Sea de eso lo que se quiera,
Arrio mantuvo durante los primeros años las más cordiales relaciones con su
obispo, el nuevo patriarca de Alejandría,San
Alejandro. Este desarrolló entre tanto una intensa labor apostólica y
caritativa en consonancia con sus inclinaciones naturales y con su carácter
afable y bondadoso. Uno de los rasgos que hacen resaltar los historiadores en
esta etapa de su vida, es su predilección por los cristianos que se retiraban
del mundo y se entregaban al servicio de Dios en la soledad. Precisamente en
este tiempo comenzaban a poblarse los desiertos de Egipto de aquellos anacoretas
que, siguiendo los ejemplos de San Pablo, primer ermitaño, de San Antonio y
otros maestros de la vida solitaria, daban el más sublime ejemplo de la
perfecta entrega y consagración a Dios. Estimando, pues, en su justo valor la
virtud de algunos entre ellos, púsoles al frente de algunas iglesias, y
atestiguan sus biógrafos que fue feliz en la elección de estos prelados.
Por otra parte se refiere que
hizo levantar la iglesia dedicada a San Teonás, que fue la más grandiosa de
las construidas hasta entonces en Alejandría. Al mismo tiempo consiguió
mantener la paz y tranquilidad de las iglesias de Egipto, a pesar de la oposición
que ofrecieron algunos en la cuestión sobre el día de la celebración de la
Pascua y, sobre todo, de las dificultades promovidas por los melecianos, que
persistían en el cisma, negando la obediencia al obispo legítimo. Pero lo más
digno de notarse es su intervención en la cuestión ocasionada por Atanasio en
sus primeros años. En efecto, niño todavía, había procedido Atanasio a
bautizar a algunos de sus camaradas, dando origen a la discusión sobre la
validez de este bautismo. San
Alejandro resolvió favorablemente la controversia, constituyéndose
desde entonces en protector y promoviendo la esmerada formación de aquel niño,
que debía ser su sucesor y el paladín de la causa católica.
Pero la verdadera significación
de San Alejandro
de Alejandría fue su acertada intervención en todo el asunto de Arrio y del
arrianismo, y su decidida defensa de la ortodoxia católica. En efecto, ya antes
del año 318, comenzó a manifestar Arrio una marcada oposición al patriarca
Alejandro de Alejandría. Esta se vio de un modo especial en la doctrina, pues
mientras Alejandro insistía claramente en la divinidad del Hijo y su igualdad
perfecta con el Padre, Arrio comenzó a esparcir la doctrina de que no existe más
que un solo Dios, que es el Padre, eterno, perfectísimo e inmutable, y, por
consiguiente, el Hijo o el Verbo no es eterno, sino que tiene principio, ni es
de la misma naturaleza del Padre, sino pura criatura. La tendencia general era
rebajar la significación del Verbo, al que se concebía como inferior y
subordinado al Padre. Es lo que se designaba como subordinacianismo,
verdadero racionalismo, que trataba de evitar el misterio de la Trinidad y de la
distinción de personas divinas. Mas, por otra parte, como los racionalistas
modernos, para evitar el escándalo de los simples fieles, ponderaban las
excelencias del Verbo, si bien éstas no lo elevaban más allá del nivel de
pura criatura.
En un principio, Atrio esparció
estas ideas con la mayor reserva y solamente entre los círculos más íntimos.
Mas como encontrara buena acogida en muchos elementos procedentes del paganismo,
acostumbrados a la idea del Dios supremo y los dioses subordinados, e
incluso en algunos círculos cristianos, a quienes les parecía la mejor manera
de impugnar el mayor enemigo de entonces, que era el sabelianismo,
procedió ya con menos cuidado y fue conquistando muchos adeptos entre los clérigos
y laicos de Alejandría y otras diócesis de Egipto. Bien pronto, pues, se dio
cuenta el patriarca Alejandro de la nueva herejía e inmediatamente se hizo
cargo de sus gravísimas consecuencias en la doctrina cristiana, pues si se
negaba la divinidad del Hijo, se destruía el valor infinito de la Redención.
Por esto reconoció inmediatamente como su deber sagrado el parar los pasos a
tan destructora doctrina. Para ello tuvo, ante todo, conversaciones privadas con
Arrio; dirigióle paternales amonestaciones, tan conformes con su propio carácter
conciliador y caritativo; en una palabra, probó toda clase de medios para
convencer a buenas a Arrio de la falsedad de su concepción.
Mas todo fue inútil. Arrio no
sólo no se convencía de su error, sino que continuaba con más descaro su
propaganda, haciendo cada día más adeptos, sobre todo entre los clérigos.
Entonces, pues, juzgó San
Alejandro necesario proceder con rigor contra el obstinado hereje, sin
guardar ya el secreto de la persona. Así, reunió un sínodo en Alejandría el
año, 320, en el que tomaron parte un centenar de obispos, e invitó a Arrio a
presentarse y dar cuenta de sus nuevas ideas. Presentóse él, en efecto, ante
el sínodo, y propuso claramente su concepción, por lo cual fue condenado por
unanimidad por toda la asamblea.
Tal fue el primer acto solemne
realizado por San
Alejandro contra Arrio y su doctrina. En unión con los cien obispos de
Egipto y de Libia lanzó el anatema contra el arrianismo. Pero Arrio, lejos de
someterse, salió de Egipto y se dirigió a Palestina y luego a Nicomedia, donde
trató de denigrar a Alejandro de Alejandría y presentarse a si mismo como
inocente perseguido. Al mismo tiempo propagó con el mayor disimulo sus ideas e
hizo notables conquistas, particularmente la de Eusebio de Nicomedia.
Entre tanto, continuaba San
Alejandro la iniciada campaña contra el arrianismo. Aunque de natural
suave, caritativo, paternal y amigo de conciliación, viendo, la pertinacia del
hereje y el gran peligro de su ideología, sintió arder en su interior el fuego
del celo por la defensa de la verdad y de la responsabilidad que sobre él recaía,
y continuó luchando con toda decisión y sin arredrarse por ninguna clase de
dificultades. Escribió, pues, entonces algunas cartas, de las que se nos han
conservado dos, de las que se deduce el verdadero carácter de este gran obispo,
por un lado lleno de dulzura y suavidad, mas por otro, firme y decidido en
defensa de la verdadera fe cristiana.
Por su parte, Arrio y sus
adeptos continuaron insistiendo cada vez más en su propaganda. Eusebio de
Nicomedia y Eusebio de Cesarea trabajaban en su favor en la corte de
Constantino. Se trataba de restablecer a Arrio en Alejandría y hacer retirar el
anatema lanzado contra él. Pero San
Alejandro, consciente de su responsabilidad, ponía como condición
indispensable la retractación pública de su doctrina, y entonces fue cuando
compuso una excelente síntesis de la herejía arriana, donde aparece ésta con
todas sus fatales consecuencias.
Por su parte, el emperador
Constantino, influido sin duda por los dos Eusebios, inició su intervención
directa en la controversia. Ante todo, envió sendas cartas a Arrio y a
Alejandro, donde, en la suposición de que se trataba de cuestiones de palabras
y deseando a todo trance la unión religiosa, los exhortaba a renunciar cada uno
a sus puntos de vista en bien de la paz. El gran obispo Osio de Córdoba,
confesor de la fe y consejero religioso de Constantino, fue el encargado de
entregar la carta a San Alejandro y juntamente de procurar la paz entre los diversos partidos.
Entre tanto Arrio había vuelto a Egipto, donde difundía ocultamente sus ideas
y por medio de cantos populares y, sobre todo, con el célebre poema Thalia
trataba de extenderlas entre el pueblo cristiano.
Llegado, pues, Osio a Egipto,
tan pronto como se puso en contacto con el patriarca Alejandro y conoció la
realidad de las cosas, se convenció rápidamente de la inutilidad de todos sus
esfuerzos. Así se confirmó plenamente en un concilio celebrado por él en
Alejandría. Sólo con un concilio universal o ecuménico se podía poner término
a tan violenta situación. Vuelto, pues, a Nicomedia, donde se hallaba el
emperador Constantino, aconsejóle decididamente esta solución. Lo mismo le
propuso el patriarca Alejandro de Alejandría. Tal fue la verdadera génesis del
primer concilio ecuménico, reunido en Nicea el año 325.
No obstante su avanzada edad y
los efectos que había producido en su cuerpo tan continua y enconada lucha, San
Alejandro acudió al concilio de Nicea acompañado de su secretario, el
diácono San Atanasio. Desde un principio fue hecho objeto de los mayores
elogios de parte de Constantino y de la mayor parte de los obispos, ya que él
era quien había descubierto el virus de aquella herejía y aparecía ante todos
como el héroe de la causa por Dios. Como tal tuvo la mayor satisfacción al ver
condenada solemnemente la herejía arriana en aquel concilio, que representaba a
toda la Iglesia y estaba presidido por los legados del Papa.
Vuelto San
Alejandro a su sede de Alejandría, sacando fuerzas de flaqueza, trabajó
lo indecible durante el año siguiente en remediar los daños causados por la
herejía. Su misión en este mundo podía darse por cumplida. Como pastor,
colocado por Dios en una de las sedes más importantes de la Iglesia, había
derrochado en ella los tesoros de su caridad y de la más delicada solicitud
pastoral, y habiendo descubierto la más solapada y perniciosa herejía, la había
condenado en su diócesis y había conseguido fuera condenada solemnemente por
toda la Iglesia en Nicea. Es cierto que la lucha entre la ortodoxia y arrianismo
no terminó con la decisión de este concilio, sino que continuó cada vez más
intensa durante gran parte del siglo IV. Pero San
Alejandro había desempeñado bien su papel y dejaba tras sí a su
sucesor en la misma sede de Alejandría, San Atanasio, quien recogía plenamente
su herencia de adalid de la causa católica.
Según todos los indicios, murió
San Alejandro el
año 326, probablemente el 26 de febrero, si bien otros indican el 17 de abril.
En Oriente su nombre fue pronto incluido en el martirologio. En el Occidente no
lo fue hasta el siglo IX.
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