San
Siricio nació en Roma en 384. Fue diácono con Liberio y Dámaso.
Elegido por aclamación, fue el primero en asumir el apelativo de Papa,
que en griego significa padre. Gozó de la estima y de la simpatía del
emperador Valentiniano II, pero no de la de San Jerónimo, a quien además
no todo el clero romano le gustaba.
Siguió la línea rigurosa y "monárquica" de Dámaso,
reafirmando la supremacía del obispo de Roma y reivindicando para éste
las decisiones más importantes en tema de disciplina y de derecho eclesiástico.
Sus escritos tienen la fuerza decretalia (decretos) a la manera imperial,
donde una afirmación no tiene fundamento en una base de derecho, sino que
tiene su justificación en sí misma. Siricio no exhorta y no amonesta
como lo hicieran sus antecesores, sino que manda y prohíbe.
Celebró en Roma un sínodo, en el que se afirmó la superioridad de la
Iglesia de Roma sobre todas las demás. Se prescribió el celibato a los
sacerdotes y a los diáconos, y se dispuso que sólo los obispos podían
ordenar a los sacerdotes y que también los monjes podían ser obispos.
Es datable en aquellos años la conversión de San Agustín. Fue hombre enérgico,
capaz de hacerse respetar por todos y en cualquier circunstancia. El
emperador Teodosio, por ejemplo, era culpable de un grave delito: había
destruido la ciudad de Tesalónica, que se le había rebelado, matando a más
de 7.000 personas. Arrepentido, pidió que fuera readmitido en el seno de
la Iglesia, El Papa Siricio le otorgó el perdón, pero pretendió una pública
enmienda y humillación.
Otro ejemplo de su severidad y potestad: condenó por hereje y expulsó de
la Iglesia al monje Joviniano que, tras una vida de ayunos y
mortificaciones, llegó a teorizar la completa igualdad entre pureza y
pecado carnal. Un cristiano, decía, una vez que haya "asimilado
profundamente el sentido del bautismo" ya no puede pecar. Una
doctrina que permitía cualquier libertinaje. Se le opuso fuertemente
también San Jerónimo y San Ambrosio.
Siricio está enterrado en la iglesia de Santa Práxedes en Roma.
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