1 de octubre
SAN VIRILA,

Abad

   El incrédulo le pidió a San Virila que hiciera algún milagro para poder creer.

  San Virila se resistía un poco: él no creía en los incrédulos. Pero tanto insistió el escéptico que el santo cedió al fin. Hizo un movimiento con su mano y la aldea entera se elevó por el aire hasta quedar flotando como una nube sobre el valle.

  Aquello, claro, fue un gran desbarajuste. Y no es de extrañar: los santos suelen causar grandes desbarajustes. La gente ya no salía de sus casas, temerosa de caer en el vacío: los huevos que ponían las gallinas rodaban por la calle y se perdían. En fin, un verdadero caos.

  ¿Qué clase de milagro es éste? –clamaba el incrédulo con desesperación-.

  Es un milagro necio -le dijo  San Virila-. Para un escéptico necio, un milagro necio. Ojalá te aproveche la lección: el milagro que uno pida sólo será milagro si no hace daño a nadie.

   San Virila salió de su convento muy temprano y tomó el camino de la aldea. El campo estaba lleno de flores; brillaba el sol; las muchachas lavaban sus largas cabelleras en el río. A lo lejos se oían los gritos y risas de los niños que iban a la escuela.
   En eso se desprendió una enorme piedra de lo alto del monte. Iba a aplastar a una mujer que caminaba con su pequeño hijo, pero San Virila hizo un movimiento de su mano y la gran roca se detuvo en el aire, y luego descendió muy lentamente hasta posarse en tierra sin hacer daño a nadie.

   -¡Gracias, padre! -clamó la mujer-. ¡Qué gran milagro has hecho!

   San Virila volvió la vista al valle; miró las flores, el sol y las muchachas; oyó otra vez las voces de los niños.

   -El Señor hace milagros -dijo-. Yo nada más hago trucos.

    San Virila salió de su convento muy temprano y echó a andar por el camino que conducía a la aldea. Apenas empezaba a amanecer: la primera luz del alba iluminaba con tenue resplandor el lejano perfil de la montaña.

   Al acercarse al pueblo alcanzó a un hombre. Este lo reconoció y le pidió un milagro. Todos le pedían un milagro a  San Virila.

   -¿Cuántas horas va a tener este día? -le preguntó el santo-.

   Respondió el hombre:

   -Tendrá 24 horas, como todos.

   -Ahí tienes 24 milagros -le dijo entonces  San Virila apresurando el paso-. No los desperdicies.

   El hombre, que no era tonto, supo que el santo le había dicho la verdad. Se entristeció por todos los milagros que había desperdiciado a lo largo de su vida, pero se alegró también por los milagros que aún tenía frente a sí.

   -Como los habitantes de Marburgo se negabann a creer,  San Virila hizo un milagro: alzó su mano y las aguas del río comenzaron a fluir hacia arriba. Entonces los habitantes de Marburgo se convirtieron a la religión.

   Días después, San Virila visitó la impía ciudad de Glazinger, cuyos pobladores se revolcaban en el fango de la depravación. Largos días les predicó, para iluminar las caliginosas tinieblas de sus almas con la luz salvadora de la fe. Pero ellos lo oían como quien oye no llover. Desesperado,  San Virila hizo un ademán y el sol detuvo su curso en las alturas. Viendo aquel prodigio los pecadores cayeron de rodillas y a grito abierto imploraron el bautismo de la salvación.

  -Grandes milagros haces, maestro bueno -decían a  San Virila sus discípulos-. Pero él les respondía con tristeza:

  -Jamás podré hacer el milagro mayor: que los hombres crean en Dios sin necesidad de ver milagros.

   El incrédulo le pidió a  San Virila algún milagro para poder creer.

    San Virila hizo un movimiento con su mano y al incrédulo se le cayeron los pantalones. Toda la gente se rió de él.

   -Ese no es un milagro -dijo mohíno el hombre al tiempo que se levantaba los pantalones.

   -¿Ah no? -sonrió el santo-. ¿Qué es un milagro?

   Contestó el hombre, atufado:

   -Milagro es, por ejemplo, mover una montaña.

   Le replicó San Virila:

   -No hay diferencia alguna entre mover milagrosamente una montaña y mover milagrosamente un pantalón. Milagros son milagros. Si no quieres de unos no pidas de otros.

   Camino de su convento iba San Virila. El día era de los más crudos del invierno; soplaba un viento frío y parecía el cielo una sólida plancha de congelado plomo.

    Temblaba San Virila al caminar, envuelto sólo en la delgada tela de su hábito de monje. En eso vio a una niña que iba también por el camino. Sus pies descalzos se hundían en la nieve. Hizo  San Virila un ademán y del cielo bajó un rayito de sol que cubrió a la pequeña y le dio su luz y su calor. Conforme la niña iba avanzando aquel rayo de sol derretía la nieve y ponía en el camino un mullido césped como alfombra para los pies de la niñita.

   Vieron aquel milagro lo aldeanos y preguntaron con asombro a  San Virila:

   -¿Por qué no traes otro rayo de sol para ti, y otro para cada uno de nosotros?

   Y respondió  San Virila:

   -Un milagro, si se repite mucho, deja de ser milagro

    El incrédulo le pidió a San Virila que hiciera un milagro para poder creer.

  -¿Qué clase de milagro quieres?- le preguntó el santo.

  -El que sea -respondió con desafiante voz el hombre-. Basta que sea un milagro.

   San Virila hizo un ademán y el escéptico quedó convertido en mosca. Rió la gente, y  San Virila se sonrió también viendo a la mosca que revolaba en torno suyo. Entonces hizo otro ademán y el hombre volvió a su ser normal.

  -Una cosa has aprendido -le dijo  San Virila-. Antes de pedir un milagro debemos pensar muy bien el milagro que vamos a pedir.

  El hombre cambió. No se volvió creyente, pero sí se hizo un poco menos tonto. Y eso, tratándose de cualquiera, es un milagro.  

  Iba  San Virila por una calle de la aldea cuando vio a un gatito sin dueño que tiritaba de frío entre la nieve. Se conmovió el santo con el sufrimiento de aquella bestezuela. Dijo en silencio una oración y del cielo bajó un rayito de sol que calentó al minino.

  Continuó su camino  San Virila. El también tiritaba: sus hábitos de pobre no le daban calor ni lo cubrían. Le preguntó una anciana:

  -¿Por qué no haces el milagro de que otro rayo de sol baje para ti?

   Respondió  San Virila:

  -Cuando el milagro lo haces para ti ya no es milagro.

    San Virila no podía convencer a los incrédulos. Le dijeron:

  -Haz un milagro y creeremos.

  Se alejó el santo con tristeza: aquellos hombres no querían fe, querían circo. Entonces uno de la turba tomó una piedra y se la arrojó. Le iba a pegar en la cabeza, pero poco antes de llegar la piedra se convirtió en un pájaro que se posó en el hombro del buen fraile.  San Virila lo tomó en su mano, le acarició las plumas de la cabecita y lo puso después sobre la tierra. Ahí el pájaro fue piedra otra vez.

  -Es un milagro el pájaro y es un milagro la piedra -les dijo San Virila a los incrédulos-. Toda criatura del mundo y toda cosa son fruto de un gran milagro que cada día se renueva. Los que quieren ver más prodigios a más de ése son ciegos que nada pueden ver.

  Los incrédulos le pidieron a San Virila un milagro para poder creer. El santo hizo un movimiento con su mano y las tinieblas de la noche apagaron el esplendor del día.

  Los escépticos cayeron de rodillas y le pidieron entre lágrimas que les volviera otra vez la luz del sol.

  Hizo él un segundo movimiento, y de nuevo brilló la claridad.

  -Estos que ustedes llaman milagros -dijo a la multitud- son cosas que vemos cotidianamente. A la luz del día suceden las sombras de la noche. Todo lo que sucede en torno nuestro es un milagro que ni siquiera vemos. El mayor milagro sería que aprendiéramos a ver los milagros que nos rodean.

   Se volvió San Virila a su convento. Iba muy triste, pues todos los que habían creído cuando llegaron las tinieblas dejaron de creer cuando otra vez vieron la luz.

  Los incrédulos le pidieron a San Virila que hiciera algún milagro para poder creer.

  -¿Qué clase de milagro quieren? -les preguntó San Virila

  -Uno muy grande -respondieron ellos.

  -Todos los milagros son grandes -les dijo  San Virila-, aun los más pequeños. Haré, entonces, un gran milagro pequeño.

  Tomó un poco de barro en su mano, le dio la forma de un gusanito y luego sopló sobre él. Cobró vida el barro, y trepó el gusanito por el brazo de  San Virila para esconderse bajo la manga de su hábito.

  -Demasiado pequeño es el milagro -habló, burlón, uno de los escépticos-. Nuestra fe, por lo tanto, será también pequeña.

    San Virila le contestó:

  -La fe no es del tamaño del milagro. La fe es del tamaño del corazón de quien la tiene. Y cuando la fe se lleva en el corazón ni siquiera necesita de milagros.

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