28 de octubre
BEATOS PEDRO SANZ
y
COMPAÑEROS,(*) Mártires
En pleno siglo XX se ven aún llegar a España
unos hombres de barbas venerables, cansados de años y de fatigas; sobre
el hábito blanco llevan, a veces, cruces pectorales, símbolo de una vida
enteramente crucificada que ha sabido de renuncias más que de hono res.
Dijeron, desde la cubierta de un barco, adiós a su patria y a sus deudos,
mientras la mirada se les perdía en un horizonte sobre natural y difícil;
veinticinco años al hombro de su juventud contaban entonces, más o
menos; época dorada para empezar heroísmos; cuarenta o cincuenta han
gastado en países de Oriente, luminosos de sol y seda, ciegos de cielo,
sembrando el trigo de Dios, sembrando el Evangelio. Ahora retornan,
cumplida la tarea, a los lares para morir en paz. La aventura misional de
estos hombres, puro asombro y acicate del proselitismo abnegado del
catolicismo, no puede medirse por el rasero de lo humano, porque lo humano
ha sido trascendido. Hay que valorarla en la balanza de los heroísmos más
limpios. Esos heroísmos que son posibles para la manque dad eficiente del
hombre cuando la aúpa la gracia y le da cuerda la vocación apostólica.
Para la Iglesia de retaguardia, para la Iglesia de cada día, esos hombres que retornan con la vida gastada en la línea de combate, llenos de cicatrices físicas, el alma aún en primavera, son ejemplar lección. Pero no olvidemos a los que no volvieron, a los que cayeron en el campo de la misión. A los mártires. Su último acto de servicio, su última palabra, fue su misma sangre. Semilla y verdad, testimonio irrefutable de amor a Dios y a la Iglesia. Los cristianos debemos meditar un poco más, desde nuestro cómodo vivir la fe, ese vivir arriesgado, tenso, y ese morir envidiable de los misioneros. Hoy nos brinda la liturgia la lección de cinco mártires dominicos que encendieron con su sangre cinco estrellas en d vasto imperio de la China. Sus nombres pudieran ser muy bien los nuestros: Pedro Sanz, Francisco Serrano, Juan Alcover, Joaquín Royo y Francisco Díaz. Nombres y apellidos de auténtica cepa española. La misión dominicana de China fue siempre una misión zarandeada de contratiempos. Pero, como está regada con sangre gene rosa, es una misión que no puede morir. La sangre de los mártires germina siempre. En la primera mitad del siglo XVIII la misión atravesó uno de los períodos más espinosos. Y, también, más bellos. La milenaria cultura china es reacia a cualquier reeducación cultural o religiosa de procedencia extraña. Esta dificultad radical se vio aumentada con dolorosa frecuencia por los decretos imperiales que proscribían la labor evangelizadora de los misioneros. El 17 de diciembre de 1706 fue crucial para la misión: el emperador dictó un decreto por el que los misioneros quedaban en una disyuntiva: o aceptar el piao -admisión y enseñanza de los ritos sínicos- o salir del gran imperio. Lo primero era imposible, porque Roma había hablado de un modo categórico en el sentido de condena de tales ritos; lo segundo era lacerante, porque significaba abandonar el rebaño, privarlo de pastores. Sólo quedaba un res quicio o una salida: quedarse allí, a sombra de tejados, a correr la aventura de vivir "fuera de la ley" imperial y morir por la fe. La provincia dominicana de Filipinas comprendió que éste era el único camino para salvar una cristiandad que necesitaba ayuda y amparo en momentos tan cruciales. Las actas de los capítulos provinciales de 1712 y 1714 recogen esta inquietud y esta honda pena cristiana. El general de la Orden, reverendísimo padre Cloche, insta al padre provincial para que no se deje vencer por el desaliento: "La misión de China es la que en todos tiempos ha dado mayor lustre a la provincia, es la niña de sus ojos" misioneros. Por ese único y empinado camino, la misión iba a coronarse de gloria. Cinco españoles correrán la aventura hasta el final. Cinco mártires. Cinco santos. Medio siglo de historia misional se llenará casi exclusivamente con su gesta heroica; los otros misioneros dominicos cayeron antes en la brecha o se vieron precisados a dejar la misión. La ficha biográfica de estos cinco paladines es sencilla: Pedro Sanz nació el 3 de septiembre de 1680 en Ascó, villa del obispado de Tortosa; sus padres fueron Andrés Sanz y Catalina Jordá; de Ascó pasó a Lérida. bajo la férula de un tío suyo que era capellán catedralicio, y en Lérida tomó el hábito de dominico en 1697, ordenándose de sacerdote el 20 de septiembre de 1704; en 1708 fue destinado a San Ildefonso de Zaragoza y el 21 de julio de 1712 sale de Zaragoza camino de Cádiz, puerto de donde zarpaban todas las expediciones de misioneros dominicos para el Nuevo Mundo y para Oriente; el 16 de septiembre salió de Cádiz; el 2 de diciembre llega a Veracruz; e15 de abril de 1713 zarpa de Acapulco y arriba a Manila, vencido ya el verano de ese año; el 12 de junio de 1715 zarpa nuevamente rumbo a la China, llegando días después a sus riberas como un contrabandista con el divino contrabando del amor y del Evangelio. 28 de octubre Francisco Serrano nace en Huéneja, obispado de Guadix y provincia de Granada, el 4 de diciembre de 1695; lo bautizó su abuelo Pedro Frías, quien, habiendo enviudado, se hizo sacerdote; en 1713 tomó el hábito en Santa Cruz la Real de Granada; allí se hizo amigo de fray Juan Alcover, que le acompañará en la hora de la sangre: terminados los estudios con brillantez, fue nombrado lector de artes; artes y libros dejó zarpando de Cádiz el 13 de julio de 1725, con su amigo el padre Alcover, para Filipinas; casi tres años duró la travesía. Pronto emprendió otra más: zarpó para el gran imperio. En realidad, allí empezaba su aventura: la del mar tirio. 28 de octubre Juan Alcover vino al mundo el 21 de diciembre de 1694 en Granada, en la parroquia de la Virgen de las Angustias, patrona de la ciudad; en 1709 se hace dominico; la ordenación sacerdotal la recibe a fines de 1718; intentó irse a las misiones, pero fracasó el intento por causas ajenas a su intención; en el ínterin se dedicó a la predicación en Lorca y sus contornos; y, finalmente, zarpó de Cádiz el 15 de julio de 1725; naufragó la nave capitana y en ella el presidente de la misión; la elección de nuevo jefe recayó en el padre Alcover, quien la llevó hasta Manila. El 4 de octubre de 1728 sale de Manila para China, disfrazado de capitán, logrando incorporarse al grupo de los misioneros. 28 de octubre Joaquín Royo vio la luz en Hinojosa (Teruel) en el otoño de 1691; era hijo de Joaquín Royo y Mariana Pérez; el 24 de marzo de 1709 ingresó como novicio en Nuestra Señora del Pilar, de Valencia; empezó los estudios eclesiásticos en el convento de Predicadores; pero antes de terminarlos sintió la llamada de las misiones y allá se fue, embarcando en Cádiz el 16 de septiembre de 1712; en Puebla de los Ángeles se ordenó de subdiácono; pro siguió el viaje a Manila, y de allí a China, cuando tenía nada más que veintitrés años. 28 de octubre Francisco Díaz era natural de Ecija (Sevilla), donde nació el 2 de octubre de 1713; fueron sus padres Juan Díaz Fernández e Isabel María Rincón y Rico. El 11 de septiembre de 1730 tomó el hábito, y cinco años más tarde, a los veintidós de edad, zarpó de Cádiz a fines de noviembre de 1735: un año después estaba ya en Filipinas continuando los estudios. En 1739 arribó a la misión. Estos cinco intrépidos misioneros aguantaron el vendaval de las más crudas persecuciones. En contacto unos con otros, sin perder el temple de su fortaleza heroica, huyendo de villa en villa, con sagrados por entero a su labor apostólica, mantuvieron encendida la llama de la fe en la provincia de Fokién. Una y otra vez se embravecía la tormenta; pero ellos no conocían el miedo. Las relaciones que periódicamente enviaban a sus superiores y las cartas a sus amigos son un estupendo testimonio del espíritu con que evangelizaban, desafiando a la muerte con una alegría divina. La misión había sido fundada en 1556 por el padre Gaspar de la Cruz; las persecuciones la habían sacudido con furia diabólica; en 1643 se apuntaló espiritualmente con la muerte del protomártir de China: el Beato Franciscano Capillas. Pero nunca había atravesado una época de tanta hostilidad como en estos años del siglo XVIII. Según narra el Beato Alcover, era un milagro continuar viviendo; pero estaban todos embargados de gozo en medio de las tribulaciones. En 1735 falleció el emperador Yung-Ching y le sucedió Kien-Lung. La tregua de los días de la sucesión fue corta; los misioneros se distribuyeron entre Fogán, Focheu, Moyang y Kan-Kiapán. El padre Sanz había sido nombrado vicario apostólico y consagrado obispo titular de Mauricastro en 1730. Al padre Alcover le ofreció el padre provincial el cargo de procurador de las misiones, con residencia en la colonia portuguesa de Macao, pero renunció, rogando que le dejase en campaña; más tarde aceptó el nombra- miento de vicario provincial. El nuevo emperador prohibió la práctica de la religión católica en sus anchurosos dominios. El ministerio se complicó de tal manera que los misioneros tenían que salir de noche a ejercerlo y disfrazarse con trajes y oficios humildes y guarecerse en los montes para huir de la enconada búsqueda de los mandarines, que habían puesto a precio sus cabezas. Las escenas más emocionantes se suceden como en una novela de aventuras a lo divino. El padre Alcover cuenta que andaba de un lugar para otro con sólo el breviario y una estampa de la Virgen de las Angustias, sin poder decir misa casi nunca. No se veían unos a otros más que de año en año. Una noche se subió a un árbol en un bosque para huir de las alimañas, y tuvo que atarse para sostenerse; creyó que había llegado su hora y entonó el Miserere; con sorpresa oyó que le respondían a coro; era el padre Serrano que había hecho lo mismo; esperaron al alba por temor a las fieras, se abrazaron y volvieron a despedirse. Por fin, en 1746, el virrey de Focheu, Cheu-Kio-Kien, organizó la caza de los valerosos misioneros utilizando los informes de un apóstata. El 25 de junio, entre once y doce de la noche, cayó prisionero el padre Alcover; el 27, los padres Serrano y Díaz; el 2 de julio, el padre Sanz, y el 3, el padre Royo. El 5 de julio están ya los cinco en la cárcel de Fogán; custodiados de soldadesca, ello llegan a Focheu. El 19 empieza un primer proceso; los jueces dictan sentencia absolutoria, pero el virrey monta en ira, depone a los jueces y nombra un nuevo tribunal, que empieza a actuar el 27 de agosto. De antemano estaba dada la sentencia de muerte. Mientras Cheu-Kio-Kien es galardonado con el cargo de jefe de los virreyes en la corte imperial; le sucede Coc, tan Herodes como él. El 26 de mayo de 1747 la catana siega, en las afueras de la ciudad, la vida madura del padre Sanz; los otros cuatro esperan contentos que les llegue la hora; el padre Serrano es nombrado vicario apostólico y obispo titular de Tipasitania. No sueñan con honores, sino con martirios. Los cuatro son herrados en la cara con los caracteres Chan-Fan, es decir, "reo de muerte". Y el 28 de octubre de 1748, al atardecer, los cuatro prisioneros fueron degollados en sus respectivos calabozos. En el suelo, cuatro cadáveres; pero sus almas, con palmas recién estrenadas, se juntaron en la gloria con el coro de los testigos de la verdad. El ejemplo de aquellos campeones de la fe llenó de asombro y admiración a toda la Iglesia militante. El rey católico Fernando VI escribió al provincial de los dominicos a Manila manifestándole que era un gran " honor a estos mis dominios de España el que hayan sido de su misma nación los religiosos que ofrecieron gustosos sus vidas, rubricando con su sangre la infalible verdad de nuestra religión". El padre provincial envió al padre Juan de Santa María, natural de aquel país, a rescatar los restos de los mártires. Tras mil peripecias, logró recoger los huesos calcinados, que fueron objeto de un apoteósico recibimiento en Manila. Benedicto XIV, que había seguido con desvelo la aventura, en dos alocuciones a los cardenales encomió su fortaleza inconmovible; en la primera los llamó " mártires designados", cuando aún vivían en aquella tierra áspera de Focheu; después de su martirio, en la segunda alocución, los calificó de "mártires consumados", reservando a sus sucesores el que los declararan " mártires vindicados", o sea, que los elevasen a la gloria de los altares. El proceso canónico para la beatificación fue introducido en Roma en tiempo de Pío VI y se llevó a feliz término en el pontificado de León XIII, que quiso celebrar su jubileo episcopal bajo los auspicios de los protagonistas de aquella emocionante epopeya del cristianismo. El 14 de mayo de 1893 fueron inscritos en el catálogo de los bienaventurados. Fue relator de la causa el cardenal Zigliara, y entre los ilustres personajes que asistieron a la beatificación estaban el reverendísimo padre José María Larroca, general de los dominicos, y el embajador de España, señor Merry del Val. ALVARO HUERGA, O. P. |
* Año Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.