31 de octubre
SANTA MARGARITA de HUNGRÍA,
Viuda
Es el año 1241. En este año la primavera se presentó excepcionalmente temprano y las hojas de los árboles de los bosques de los Cárpatos empezaron a tomar un color verde pálido. Los valles transmitían los ecos de los cortes de hacha en seis puertos carpatienses; 15.000 hombres cortaban el bosque y removían las barricadas fronterizas para abrir el camino delante de los ejércitos tártaros del kan Batu. Como una corriente gigantesca, sucia, que atraviesa los diques, se echaron estos ejércitos en cuatro columnas, sobre la desgraciada Hungría, para encontrarse sobre su cadáver con el quinto ejército, que tenía por objeto atacar a Hungría desde el Noroeste, después de avasallar a Polonia y así completar su cerco estratégico. Este último ejército incendió Cracovia, magnífica ciudad polaca; el 9 de abril, en una batalla en extremo sangrienta, batió cerca de Liegnitz al ejército de Enrique II, príncipe de Silesia, entonces uno de los monarcas más poderosos de Polonia, y de allí se dirigió hacia Hungría. El objetivo más importante fue la conquista de esta nación, el Estado más poderoso de Europa oriental y llave de toda Europa, a esta invasión debía seguir el año próximo la conquista de Alemania, lo mismo que de los demás Estados de Europa, según la idea de conquista universal del gran kan Ogotaj, hijo de Dsingis Khan. Detrás de este ejército, como reserva inmensa, había un Imperio gigantesco, hasta entonces nunca visto, cuyas fronteras se extendían en 1241 del Océano Pacífico a los Cárpatos y al río Vístula, y de la zona glacial ártica al mar Negro, al golfo Pérsico y al Océano Indico. Este territorio inmenso lo forjó un hombre, el genio organizador y militar de Dsingis Khan, para convertirlo en un Imperio militar para la conquista del mundo, y de él lo tomó en herencia su hijo, el gran kan Ogotaj, con todos sus objetivos. Occidente ignoraba todos estos acontecimientos, y durante mucho tiempo, al parecer, tampoco quiso enterarse de ellos. Durante ciento cuarenta años Europa no conoció otro enemigo que los turcos, poseedores de Tierra Santa, y no vió otro problema, aparte de la lucha por el poderío mundial del Papado con los dos grandes Imperios. Europa seguía en su camino, y el asalto del poder mundial tártaro tuvieron que soportarlo dos países solos: Polonia y Hungría. Dos dias después de la derrota de los polacos en Liegnitz, el 11 de abril de 1241, al lado del río Sajó, se desangró la Hungría del rey Bela IV, para cuya ayuda no se movió un brazo de parte de la Europa cristiana Al mediodía la tragedia húngara estaba terminada y el campo de batalla al lado del río Sajó lo cubrían 32.000 muertos. Pereció la crema de la clase histórica húngara y al frente de la misma—para su gloria imperecedera—, casi en número completo, los príncipes de la Iglesia católica. Ugrin, el arzobispo heroico de Kalocsa, descendiente del príncipe Szabolcs, que ya previamente se distinguió en las luchas de Tierra Santa, tres veces rechazó el ataque concéntrico de los tártaros, hasta que, finalmente, fue destrozado por fuerzas superiores. Aparte de él, cayeron el primado del país, otros cinco obispos, siete prebostes, cuatro abades, lo mismo que los caballeros templarios de Vrana hasta su último hombre, conducidos por su maestre, de origen francés. De los altos cargos seculares casi ninguno quedó con vida; el príncipe Kolomán—hermano menor del rey, rey de Croacia y Eslavonia,—huyó con herida mortal. El condestable, el juez supremo, el tesorero, el virrey de Croacia, quedaron muertos en el campo de batalla. Porque morir supo siempre el húngaro, tanto en 1241 como en 1526, cuando contra los poderosos ejércitos de Solimán II volvió a conducir 28.000 húngaros a muerte gloriosa el arzobispo de Kalocsa. El kan Batu, a pesar de la gran victoria, no quedó contento con el resultado. Quiso de todos modos prender al rey, para disponer del país, según su antejo, a través de su persona. Pero el rey fue estrechamente rodeado de valientes dispuestos al sacrificio, fue defendido contra los golpes mortales y, pudiendo atravesar con éxito el circulo cada vez más estrecho de los tártaros, le pudieron salvar del poderio de sus enemigos. El rey se pudo escapar y se encaminó a la costa dálmata del mar Adriático, adonde, con mucha antelación, envió a su mujer, que estaba encinta, y a sus hijos. Aquí vino al mundo, en el castillo rocoso Klissa de la costa, al principio de la primavera del año 1242, Santa Margarita de la casa de Arpad, y desde este momento se vincula la historia de su vida inseparable y orgánicamente con la historia de su patria desgraciada. Santa Margarita -décima hija de sus reales padres- vino al mundo en un periodo en que la tragedia húngara estaba en su culminación, y se pudo considerar como hecho consumado el aniquilamiento completo y perfecto de Hungría. Después del asesinato de un tercio de la población total de su reino y de la mayoría de los hombres que podían tomar las armas, ya no pudo pensar en una resistencia eficaz, y solamente aquí, en los castillos rocosos de la costa dálmata, pudo tratarse de salvar la vida de aquellos que, cuando todo estaba perdido, rodearon a la familia real. El castillo de Klissa no pudo acoger el crecido acompañamiento real y el tropel de mujeres refugiadas. Por esto la familia real trasladó su residencia a la isla cercana de Trau, dispuesta a seguir su huida si los tártaros, acercándose, hubieran conseguido asediar la isla. La ceremonia del bautizo la efectuó al aire libre, en presencia de todos los refugiados, el obispo de Pécs, Bartolomé. Este fue uno de los pocos jerarcas eclesiásticos húngaros que sobrevivieron. Se libró de la muerte debido al hecho de acudir desde gran distancia, llegando tarde a la batalla que se desarrolló al lado del Sajó, y sí pudo alcanzar al cortejo del rey en la isla de Trau. La multitud, dispuesta a morir, cayó de rodillas en oración; solamente el rey y el obispo quedaron de pie. Y entonces Bela IV, elevando sus ojos al cielo, abriendo los brazos y con la cabeza descubierta, hizo un voto. Repitió aquel voto formulado por el matrimonio real antes del nacimiento de la niña, a la cual, recién nacida, ofrecen a Dios y la consagran a su servicio. "Señor Jesús, te consagro esta niña; haz, Señor, que vuelva a existir Hungría; vuelve a ser misericordioso y salva a tu pueblo, y jamás nuestros labios y nuestro corazón dejarán de darte las gracias." Así suplicó el rey, completamente abatido, y la multitud sollozaba. Pero después todo el mundo se fue para armarse, seguros de que los tártaros vendrían a atacar bajo el velo de la noche. Así se desarrolló el bautizo dramático que imprimió su sello a toda la vida de esta niña sacrificada. Vino la noche y, en espera ansiosa, la medianoche, y después la aurora. Pero. con la mayor sorpresa de los habitantes de la isla, el ataque esperado no se presentó; al contrario, en la costa marítima opuesta el silencio percistió de hora en hora. Los defensores de la isla sospecharon algún ardid y pasaron días hasta que el enigma se aclaró y se conoció la retirada de los tártaros, porque en los primeros dias de abril de 1242 la mano de Dios barrió definitivamente de la Hungría huérfana las huestes del kan Batu. Los tártaros, lo mismo que llegaron como una tormenta, se volvieron de repente en pocos dias, dejando atrás un país ensangrentado con miles de cadáveres sin enterrar. El rey Bela y su esposa, de origen griego, María Laszkaris, muy piadosa, hija del emperador Teodoro Laszkaris, de Nikea, no se olvidaron del voto formulado en los días de ansiedad y desgracia, y enviaron el año 1246 a Margarita, niña de cuatro años, a las monjas dominicas El matrimonio real obró así por consejo de sus confesores dominicos, los que obtuvieron de este modo para su Orden la gloria de la educación y dirección espiritual de la niña. Desde Veszprem se trasladó Margarita, en 1252, teniendo diez años de edad, al monasterio fundado y construido en la isla del Danubio por su padre, fiel a su voto, para acoger a la comunidad, a la que ayudó también abundantemente con donativos. En la isla que entre los dos brazos del Danubio está situada, por decirlo así, en el corazón de la capital húngara, al mismo tiempo se construyó un castillo real para que los reyes pudieran estar lo más cerca posible de su querida hija menor. Así se convirtió la llamada "isla de las liebres"—la cual, con un edificio para la caza, solamente sirvió antes para distracción de los cazadores—en la isla de Santa Margarita, lugar sagrado y aún notable desde el punto de vista histórico, donde en los años del porvenir se desarrollaron no pocas veces acontecimientos y se adoptaron decisiones graves. Margarita fue una figura histórica, en cuya persona se concentraba toda la confianza y esperanza de la Hungría aterrada bajo los horrores del paso de los tártaros, a quienes aún temía, y que sintió y cumplió esta misión con absoluta conciencia. Aún en el texto del documento fundacional del convento se transparente el temor del rey fundador por los horrores de una nueva invasión. Pero aquí está Margarita, la fiadora ofrecida a Dios: en ella se confía el país y también sus propios padres, y no se puede arrebatar al pueblo húngaro la creencia de que la santidad de su vida y sus oraciones son la fuerza que aleja a los tártaros. Y ella acepta esta misión: se ofrece decidida, con pleno conocimiento, a Dios en holocausto de su pueblo sufrido, ensangrentado y menguado, y por su padre, que se enfrenta con la tarea titánica de una nueva fundación de la patria. Esta aceptación voluntaria, este ofrecimiento a Dios es el fundamento y el sentido de su vida. Bajo este aspecto tenemos que juzgar su santidad, y todas las fases de su existencia y sus actos son únicamente función y consecuencia lógica de esta vocación suya al servicio constante del gran objetivo. El temor por la suerte de su país, de su pueblo, eleva la causa húngara a ser causa de la cristiandad universal: "Pido a Dios en interés de los cristianos para que no vengan los tártaros." Así reza, pero no teme por causa suya a los tártaros; todo lo contrario, no tendría otro deseo más ferviente que morir mártir por Cristo si esto no perjudicara la gran finalidad de su vida, que consistía en la salvación de su pueblo. Para que su súplica fuese escuchada por Dios, Margarita procura llegar en el camino de la santidad hasta la eficiencia máxima. Por eso disciplina su débil cuerpo "hasta que alrededor suyo brilla la habitación". Por eso reza hasta que su meditación, su unión con Dios, se convierte en un estado de éxtasis Y por eso lleva la humildad hasta tales extremos que inclusive a la superiora de la Orden le parece excesiva y quiere prohibir a Margarita los más humildes y ásperos trabajos serviles. Merece un juicio y mención muy especial la manera de orar de Margarita, que no lo hace según textos fijados de antemano, sino que es un aleteo del alma hacia la Divinidad infinita; unión con Cristo ya en esta vida terrena. Semejante oración es éxtasis; es un desprenderse de la vida terrena, incluyendo nuestro cuerpo: un separarse de todo lo que nos rodea, y no repite un texto en forma fija y determinada. Es a modo de una disolución de todo nuestro ser en la Divinidad, que no está y no puede encerrarse en la cárcel de las palabras. El alma como una nube amorfa, de color rosa, sobrepasando todos los records de velocidad, según el concepto terreno, en segundos se sitúa a los pies del Hacedor, produciendo un aturdimiento dulce a la persona afortunada y feliz a quien se ha concedido la gracia de semejante estado de delicia espiritual. ¿Quien pudiera describirlo? ¿Con qué palabras expresarlo? Asi aconteció a Margarita. No podía explicar a los que la interrogaban, cómo eran sus oraciones y aún mucho menos lo que sentía cuando oraba. Sus actos de devoción los acompaña, según las indicaciones de los hijos de Santo Domingo, con oración activa: genuflexión, venia y postración con los brazos extendidos, aumentando así la intensidad de la devoción. El convento de las dominicas de la "isla de las liebres", después de su terminación en 1252, fue objetivo del interés del pueblo y un lugar de peregrinación. Desde comarcas lejanas del país venían para ver a la Margarita de diez años pobres y ricos, siervos y nobles, y aquí residían con el mayor gusto, cerca de su querida hija y en su castillo construido, el rey Bela y su mujer. Aquí descansaban de los trabajos y preocupaciones por la reconstrucción de un país en ruinas y se reponían de tantos dolores y amarguras como sufrieron durante su reinado de treinta y cinco años. A su vez Margarita, a medida que progresaba en edad, avanza en sabiduría, y paulatinamente se convierte en autoridad, cuya opinión se pide, y los asuntos litigiosos se someten a su juicio. Y la isla y el convento dominicano es el lugar donde buscan y encuentran, el justo y el pecador, fuerza, salud, descanso, lenitivo, corrección y consejo. Tenía dieciséis años Margarita cuando hizo sus votos y entró definitivamente en la Orden de las monjas dominicas. Esto sucedió -independientemente de las instituciones de la Orden- siguiendo los deseos de sus reales padres y con una motivación muy profunda. En parte, porque los miembros de la familia real -según costumbre jurídica plurisecular- se consideraban siempre mayores de edad desde los dieciséis años y sólo se exceptuaban de esta norma aquellos miembros femeninos que se habían casado antes de llegar a este limite de edad. Pero también jugó un papel en la decisión real otra razón diferente, mucho mas grave. Los reales padres querían mitigar su grave responsabilidad moral y deseaban hacer posible que Margarita, ya adulta y con juicio maduro, decidiera por sí sobre su destino y porvenir. Para que no se considerase forzada e influida, el arzobispo de Esztergom. Felipe, primado del país, no demoró la comunicación a Margarita de que tenía autorización del papa Alejandro III de relevarla del voto hecho por sus padres en la isla de Trau, si esto convenia a los intereses del país o bien si Margarita no sentía vocación. Toda esta preocupación se mostró superflua y quebró en la decisión firme de Margarita. "Nunca seré novia sino de Cristo", dijo, e hizo suyo el voto hecho en su día por sus padres, y así quedó ahora ya definitivamente habitando el claustro insular y siendo su flor más bella. Es comprensible y natural que la fama de esta flor hermosísima atravesara las fronteras del país y llegara muy lejos al extranjero. Tantas cualidades excelsas: santidad de vida, sabiduría y belleza excepcional, no pudo quedarse en secreto, y la fama llegó a los oídos de Ottokar II, rey de Bohemia y Moravia. Al principio de la primavera de 1261 se presentó una embajada brillante en la isla y pidió la mano de la virgen real para el rey, en la cumbre de su poderío. Los reales padres y el primado del país no pusieron obstáculos. Como tres años antes, así también entonces confiaron a Dios y a Margarita la decisión. El primado se contentó con repetir delante de Margarita el punto de vista inalterable de la Sede Apostólica, regentada ya entonces por el Papa Urbano IV, que le abrió vía libre para elegir su carrera futura. El encuentro histórico, el gran acto de petición de mano, tuvo lugar en el castillo real de la isla. Una espera tensa y atenta llenaba la sala del palacio real cuando entró allí Margarita, acompañada de la priora del convento. Con la cabeza inclinada escuchó hasta el final las palabras de homenaje de Ottokar, que avanzó hacia ella e hizo su petición de mano profundamente inclinado, con la mano puesta en el corazón. Después con noble sencillez contestó tranquilamente así: "Me honras mucho, rey valiente y poderoso, al desear que sea tu mujer, y está muy lejos de mí despreciar la vocación de esposa. ¿Cómo pudiera hacerlo, teniendo presente el ejemplo de la bienaventurada Virgen Madre, como también de mi propia madre querida, de quien soy décima hija? Pero yo no he nacido para ser esposa y madre. Mi tarea es completamente diferente. Por eso te pido que te vayas en paz y sin enojarte, y busca para ti una esposa que pueda hacerte dichoso. Yo, rey, no podría hacerte feliz". Ottokar, a su vez, quedó pesaroso y aún dos veces más intentó, por medio de embajadores, convencer a Margarita, pero en vano. También Carlos de Anjou, que buscaba a través de Hungría el camino de la realización de sus proyectos, para lo cual consideraba lo más a propósito el casarse con la hija del rey de los húngaros, envió una embajada en 1269 a la corte del anciano rey Bela y le pidió para su señor la mano de la princesa Margarita. Tampoco se realizó este matrimonio. Uno de los hijos de Carlos de Anjou, Carlos el Cojo, príncipe de Salerno, se comprometió con la princesa María, e Isabel con el príncipe, que después se convirtió en Ladislao IV, rey de Hungria, enderezando así el camino para el próximo y brillante reinado de la familia de Anjou en Hungría, familia que convirtió a dicho país en uno de los Estados más poderosos de la Europa oriental de entonces. Mientras todo esto ocurría se marchitaban las rosas en el semblante de la bella Margarita. El ascetismo exagerado, el disciplinar su cuerpo, los azotes, los ayunos, la oración prolongada durante horas, hasta perder el conocimiento, la quebrantaron la salud. En el momento de la segunda petición de mano ya fue una persona envejecida prematuramente, encogida, pequeña, dispuesta para la muerte, sobre cuya cabeza ya brillaba hacía tiempo la gloría ultraterrena. Contribuyeron a su muerte prematura el sufrimiento y las luchas de su patria y su familia, todo lo cual supo sentir y sufrir, centuplicado, el corazón de tan gran patriota y buena hija. Porque fue ella húngara con todas las gotas de su sangre; digna hija del gran rey que sentía con su pueblo y reconstruyó su país. En 1301 se extinguió esta dinastía noble, llena de buenas cualidades, grande y nacional. Fue un gran golpe y una pérdida irreparable para el pueblo húngaro, y la bella Margarita -casi al mismo tiempo que sus padres- dejó los espacios terrenos, lugar de su vida sacrificada y de renunciación, el día de Santa Prisca, 18 de enero de 1270. Cumplió su gran cometido, de acuerdo con la convicción firmísima de todo el pueblo húngaro, y salvó a su patria. Subió a su Esposo divino, por cuya gracia rechazó el homenaje de brillantes y poderosos reyes de esta tierra. Santa Margarita de los Apád, te pedimos sollozando, ya que eres quizá entre nuestros santos húngaros la más grande y la más húngara, que sigas haciendo tú lo que no has dejado de hacer aquí abajo; ruega por tu patria pisoteada, aplastada y ensangrentada. Tu pueblo húngaro sufre hoy de la misma manera que entonces en tu tiempo. Sangra de la misma manera por el Occidente ingrato, abandonada, sin ayuda, como hace setecientos años. GABRIEL DE BORNEMISZA |
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