Cuando, tres días antes de la
gran fiesta de Pascua, el Jueves Santo, la Iglesia conmemora la
institución del Santísimo Sacramento del Altar, la proximidad del
Viernes Santo arroja triste sombras sobre dicha solemnidad y sólo
permite una alegría reprimida. Y como este sacramento es tan excelso
y digno de alabanza, era muy conforme al anhelo de todos los fieles el
que la Iglesia instituyera una festividad especial, en un tiempo libre
de recuerdos dolorosos, para dedicarla únicamente a ensalzarlo: la
fiesta del Corpus, la cual fue introducida por sugerencia de Santa
Juliana. La leyenda nos lo refiere así:
Juliana nació en 1193 en la región de Lieja, en lo que hoy día
es Bélgica. A los cinco años se quedó huérfana de padre y madre.
La huerfanita fue recogida por unas religiosas muy pobres, que
apenas tenían ellas mismas para comer; muy pronto tuvo que poner
manos a la obra en las faenas domésticas, y ayudar en el establo al
cuidado de las vacas, los cerdos y las gallinas. Además, iba
aprendiendo alguna que otra cosa, incluso la lengua latina, que
pronto llegó a hablar con la misma perfección que la suya materna.
Cuando iba a echar de comer a las gallinas, les decía: Pulle, pulle,
veni, veni cito, comede, comede! Lo cual significa: "Pollito,
pollito, ven, corre, te traigo que comer". Cuando Juliana decía estas palabras, acudían cacareando de todas
partes los gallos y las gallinas, como si entendieran el latín. Como
era muy buena, las religiosas la admitieron en su comunidad a la edad
de quince años, y llegó a ser una excelente monja, especialmente
devota del Santísimo Sacramento del Altar. Siempre que se lo permitía
su labor en el establo, marchaba a la capilla del convento para adorar
al Salvador en la blanca Hostia, y en los días de comunión interrumpía
el sueño a hora muy temprana, a fin de prepararse dignamente a la
recepción de la Eucaristía. Después de comulgar, hacía una
fervorosa acción de gracias. Un día, hallándose arrodillada ante el Santísimo Sacramento, tuvo
una visión: En una noche oscura le pareció ver brillar con dulce
resplandor la luna llena. Pero aquel disco luminoso tenía en un lado
un entrante sin luz. Ante esta visión, se encogió de hombros y miró
a otro lado, pues pensó que bien podía ser un fantasma del diablo.
Sin embargo, la visión fue repitiéndose todos los días, no la
dejaba en paz y la desasosegaba. Por eso la santa se dirigió a su
confesor, a fin de que le explicase aquello. Pero su confesor no supo
darle razón. Entonces Juliana no tuvo más remedio que volverse a
Dios Nuestro Señor y suplicarle que le interpretase aquélla visión.
En seguida recibió la interpretación deseada. Era hermosa,
verdaderamente, aquélla imagen. El disco lunar, así oyó la
vidente, era el año litúrgico, y así como la luna verdadera recibe
en la noche su brillo del resplandor del sol, así también el año
litúrgico lo recibe de Cristo, que es el Sol de justicia.
El trozo que faltaba en el disco lunar quería significar que en el
ciclo litúrgico faltaba todavía una fiesta una fiesta dedicada
especialmente a ensalzar el Santísimo
Sacramento del Altar, porque el día de Jueves Santo estaba demasiado
enlutado por la proximidad del drama del Viernes Santo.
Esta fue la interpretación de aquélla visión, y la hermana
Juliana comunicó la sugerencia divina. No fue cosa fácil conseguir
la introducción de la fiesta, porque muchos al principio no querían
oír hablar de tal cosa. Pero al fin las cosas
de Dios tal era la visión de Santa Juliana llegan a salir victoriosas a pesar de todas las resistencias.
Cincuenta años más tarde el Papa ordenó que en toda la Iglesia se
celebrara la fiesta deseada por el Señor, a la que denominó Corpus
Christi. Hemos de dar gracias a Dios que así ocurriera, pues esta
festividad, con su procesión, sus cánticos, sus guirnaldas de flores
y su homenaje al Santísimo Sacramento, es una de las más hermosas
del año litúrgico.
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