La Beata Clara era hija de Pedro Gambacorta, quien
llegó a ser prácticamente al amo de la República de Pisa. Clara nació en
1362; su hermano, el Beato Pedro de Pisa (17 de junio), era siete años mayor
que ella. Pensando en el futuro de su hijita, a la que la familia llamaba Dora,
apócope de Teodora, su padre la comprometió a casarse con Simón de Massa,
quien era un rico heredero, aunque la niña sólo tenía siete años. No
obstante su corta edad, Dora solía quitarse, durante la misa, el anillo de
esponsales y murmuraba: "Señor, Tú sabes que el único amor que yo quiero
es el tuyo". Cuando sus padres la enviaron, a los doce años de edad, a la
casa de su esposo, ya había empezado la joven su vida de mortificación. Su
suegra se mostró amable con ella; pero, cuando advirtió que era demasiado
generosa con los pobres, le prohibió la entrada en la despensa de la casa.
Deseosa de practicar de algún modo la caridad, Dora se unió a un grupo de señoras
que asistían a los enfermos y tomó a su cargo a una pobre mujer cancerosa. La
vida de matrimonio de Dora duró muy poco tiempo; tanto ella como su esposo
fueron víctimas de una epidemia, en la que su marido perdió la vida.
Como la beata era todavía muy joven, sus
parientes intentaron casarla de nuevo, pero ella se opuso con toda la energía de
sus quince años.
Una carta de Santa Catalina de Siena, a quien había conocido en Pisa, la
animó en su resolución.
Dora se cortó los cabellos y distribuyó entre los pobres sus ricos
vestidos, cosa que provocó la indignación de su suegra y de sus cuñadas.
Después, con la ayuda de una de sus criadas, se las arregló para tramitar
en secreto su entrada en la Orden de las Clarisas Pobres. Cuando todo estuvo
a punto, huyó de su casa al convento, donde recibió inmediatamente el hábito
y tomó el nombre de Clara. Al día siguiente, sus hermanos se presentaron
en el convento a buscarla; las religiosas, muy asustadas, la descolgaron por
el muro hasta los brazos de sus hermanos, los cuales la condujeron a su
casa. Ahí estuvo Clara prisionera durante seis meses, pero ni el hambre, ni
las amenazas consiguieron hacerla cambiar la resolución. Finalmente, Pedro
Gambacorta se dio por vencido y no sólo
permitió a su hija ingresar en el convento dominicano de la Santa Cruz,
sino que prometió construir un nuevo convento. Ahí conoció Clara a María
Mancini, que era también viuda e iba a alcanzar un día el honor de los
altares. Los escritos de Santa Catalina de Siena ejercieron profunda
influencia en las dos religiosas, las cuales, en el nuevo convento, fundado
por Gambacorta en 1382, consiguieron establecer la regla en todo el fervor
de la primitiva observancia. La Beata Clara fue primero subpriora y luego
priora del convento, del que partieron en lo sucesivo muchas de las santas
religiosas destinadas a difundir el movimiento de reforma en otras ciudades
de Italia. Hasta el día de hoy, se llama en Italia a las religiosas de
clausura de Santo Domingo "Las hermanas de Pisa". En el convento
de la beata reinaban la oración, el trabajo manual y el estudio.
El director espiritual de Clara solía repetir a las religiosas: "No
olvidéis nunca que en nuestra orden hay muy pocos santos que no hayan sido
también sabios" Clara tuvo que hacer frente, durante toda su vida, a las dificultades económicas,
pues el convento exigía constantemente alteraciones y nuevos edificios. A
pesar de ello, en una ocasión en que llegó a sus manos una cuantiosa suma
que hubiese podido emplear en el convento, prefirió regalar para la fundación
de un hospital. Pero las virtudes en que más se distinguió fueron, sin
duda, el sentido del deber y el espíritu de perdón, que practicó en grado
heroico. Giacomo Appiano, a quien Gambacorta había ayudado siempre y en
quien había puesto toda su confianza, le asesinó a traición, cuando éste
se esforzaba por mantener la paz en la ciudad. Dos de sus hijos murieron
también a manos de los partidarios del traidor. Otro de los hermanos de
Clara, que consiguió escapar, llegó a pedir refugio
en el convento de la beata, seguido de cerca por el enemigo; pero Clara,
consciente de que su primer deber consistía en proteger a sus hijas contra la
turba, se negó a introducirle en la clausura. Su hermano murió asesinado
frente a la puerta del convento, y la impresión hizo que Clara enfermase
gravemente. Sin embargo, la beata perdonó tan de corazón a Appiano, que le
pidió que le enviase un plato a su mesa para sellar el perdón, compartiendo
su comida. Años más tarde, cuando la viuda y las hijas de Appiano se
hallaban en la miseria, Clara las recibió en el convento.
La beata sufrió mucho hacia el fin de su vida. Recostada en su lecho de
muerte, con los brazos extendidos, murmuraba: "Jesús mío, heme aquí
en la cruz". Poco antes de morir, una radiante sonrisa iluminó su
rostro, y la beata bendijo a sus hijas presentes y ausentes. Tenía, al
morir, cincuenta y siete años. Su culto fue confirmado en 1830.
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