Los esfuerzos de San Alberico por encontrar un instituto
religioso que correspondiese a sus aspiraciones de gran perfección arrojan
una luz que nos hace temblar, sobre el temperamento de acero de los monjes
del siglo XII. No sabemos nada de la niñez de Alberico. Cuando oímos hablar de
él por primera vez, for maba parte de un grupo de siete ermitaños que vivían
en el bosque de Collan, no lejos de Chatillon-sur-Seine. Ahí habitaba cierto
abad Roberto, hombre de buena familia y muy reputado por su virtud. A pesar de
que había fracasado anteriormente en el gobierno de una comunidad de monjes
revoltosos, los ermitaños lograron con cierta dificultad que Roberto aceptase
ser su supe rior, y en 1075, emigraron a las cercanías de Molesmes, donde
construyeron un monasterio. Roberto era el abad y Alberico el prior. Pronto
empezaron a llover regalos al monasterio; la comunidad aumentó, pero el fervor
decayó. Durante cierta época, un grupo de monjes se rebeló contra la
disciplina reli giosa. Roberto, desalentado, se retiró del monasterio.
Alberico ocupó su lugar e intentó restablecer el orden; pero los monjes le
golpearon y le encerraron finalmente. Alberico y un inglés llamado Esteban
Harding, no pudiendo ya soportar tal estado de cosas, abandonaron también el
monasterio. Probablemen te cuando el pueblo se enteró de la rebelión, las
limosnas empezaron a escasear y entonces los rebeldes prometieron enmienda.
Roberto, Alberico y Esteban re tornaron al monasterio. Pero pronto
reaparecieron los síntomas de la relajación, y Alberico parece haber lanzado
la idea de partir con un grupo de los más fervorosos a fundar aparte una
comunidad más observante.
Así se hizo y, en 1098, veintiún monjes se
establecieron en Cister, un poco al sur de Dijón, a unos cien kilómetros de
Molesmes. Tales fueron los princi pios de la gran Orden Cisterciense. Roberto,
Alberico y Esteban fueron elegidos abad, prior, y subprior, respectivamente.
Pero poco después, San Roberto retornó a la comunidad de Molesmes, y Alberico
le sucedió en el cargo de abad, de manera que a él deben atribuirse con toda
probabilidad, algunas de las principales características de la reforma
cisterciense. Se trataba de una restau ración de la primitiva observancia
benedictina, pero con mucho más austeridad. Una de las manifestaciones externas
del cambio fue la adopción del hábito blanco, con escapulario negro y capucha,
para los monjes de coro. Según la leyenda, este cambio se debió a un deseo que
comunicó la Santisima Virgen a San A1berico en una aparición. Una modificación
más profunda fue la institu ción de una clase especial de "fratres
conversi" o hermanos legos, a los que se confió el trabajo casero y, sobre
todo, la explotación de las granjas distantes del convento. Sin embargo, todos
los monjes estaban obligados en alguna forma al trabajo manual. El coro fue
simplificado y abreviado; y se dejó más tiempo para la oración privada.
Alberico no gobernó durante mucho tiempo, y
probablemente muchos de los rasgos característicos en la organización
definitiva del Cister se deben a su sucesor, San Esteban. Fue él quien nos dejó
la noticia más personal sobre San Alberico, en una exhortación que pronunció
con motivo de la muerte de éste, ocurrida el 26 de enero de 1109: "A todos
nos afecta igualmente esta gran pérdida -dijo-, y difícilmente podré
consolaros yo, que necesito de consuelo tanto como vosotros. Vosotros habéis
perdido a un padre y a un director de vuestras almas; yo no sólo he perdido a
un padre y un guía, sino también a un amigo, a un compañero de armas, a un
valiente soldado del Señor, a quien nuestro venerable padre Roberto había
educado con ciencia y piedad admira bles, desde los primeros días de nuestro
instituto monástico... Ha quedado entre nosotros el cuerpo de nuestro amado
padre como una forma de su presen cia, y él nos ha llevado consigo al cielo en
su corazón... El guerrero ha triunfado, el atleta ha recibido el premio
merecido, el vencedor ha ganado su corona; dueño ya del triunfo, pide que también
a nosotros no sea concedida la palma de los vencedores... No lloremos por el
soldado que descansa ya; lloremos más bien por nosotros que seguimos en el
frente de batalla, y trans formemos en oraciones nuestras palabras de tristeza,
rogando a nuestro padre triunfante que no permita que el león rugiente y el
feroz enemigo nos derroten".
Ver Acta Sanctorum, 26 de enero; J. B.
Delgaitns, Lile 01 St Stephen Harding; cf. otras obras en nuestro artículo
sobre San Esteban, 17 de abril.
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