Volver al
Observatorio de Conflictos
LA REVOLUCIÓN MEIJI ¿FUE UNA VERDADERA REVOLUCIÓN?
Por Irina Polastrelli
Observatorio de Conflictos, Argentina
La Restauración Meiji ("gobierno de
las luces"), iniciada a partir de 1866, fue presentada como un proceso
económico, político y social cuyos esfuerzos se concentraron en lograr la
modernización del aparato del Estado, la unidad nacional y la introducción del
capitalismo en la sociedad japonesa. A fin de cumplir con tales objetivos, los
dirigentes se abocaron a acabar por completo con el régimen feudal, liquidando
el sistema de feudos y el orden de los cuatro estamentos y declarando la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Se persiguió la creación un
mercado unificado, la industrialización y la expansión militar. Se buscó,
además ampliar las bases económicas para fortalecer a Japón frente a las
expansivas potencias occidentales. El resultado de este proceso fue el
surgimiento de una economía y un sistema político capitalista.
Sin embargo, y pese a la imagen innovadora
que dicha restauración proyecta, surge una duda en cuanto a la verdadera
naturaleza del problema. ¿Fue una verdadera revolución, en la cual las antiguas
clases dirigentes fueron relevadas por unas nuevas?¿Constituyó el Estado Meiji
el resultado de una reorganización de la sociedad sobre fundamentos
diferentes?¿Qué importancia tuvieron en tal desenlace las influencias y
presiones externas?¿Se produjo la abolición real de las relaciones feudales de
producción?
Es necesario, entonces, para esclarecer el
problema, intentar definir el concepto de revolución. Tomado en sentido
estricto, el término revolución alude a la tentativa acompañada del uso de la
violencia de derribar a las autoridades políticas existentes y de sustituirlas
con el fin de efectuar profundos cambios en las relaciones políticas, en el
ordenamiento jurídico-constitucional y en la esfera socioeconómica.(1)
En este sentido, la restauración Meiji no
se parece en nada a una revolución en masa, con elevada participación popular y
cuya meta es trastocar profundamente las esferas política, social y económica.
¿Podría entonces pensársela más como un golpe de estado reformista o como un
golpe de estado palaciego? La primera de estas subcategorías puede
caracterizarse como un movimiento en el cual los insurrectos se fijan
previamente cambios más o menos importantes en la autoridad política y
transformaciones socioeconómicas limitadas, y donde la participación popular es
escasa; mientras que en la segunda sólo responde al objetivo de sustituir los
líderes políticos.(2)
Una vez clarificada la cuestión teórica,
es preciso analizar la Restauración Meiji como caso particular, a fin de
comprender si, en definitiva, puede ser categorizada como revolución, y en caso
afirmativo, a cual de estos subtipos se asemeja más. Un elemento importante a
tener en cuenta para esclarecer dichos problemas es considerar la importancia
del campesinado japonés. Para dar un panorama de su situación y evolución es
necesario retrotraerse al sistema
feudal del shogunado de los Tokugawa (siglos XVI-XIX).
En la base de todo el sistema, el
campesinado se encontraba atado jurídicamente al suelo, privado de armas y
legalmente obligado a entregar los dos tercios
de su producción a su señor. Estas cargas eran afrontadas en forma
colectiva por las aldeas y se pagaban en especie. Sin embargo, el campesinado
japonés no constituyó un grupo
homogéneo y de idénticas condiciones económicas. Pero puede apreciarse un rasgo
constante: la renta en especie que le era arrebatada, absorbía todo su
excedente de producción, e incluso, no en pocas ocasiones, parte de lo
necesario para la subsistencia. Las restricciones jurídicas reflejaban los
mecanismos extraeconómicos utilizados para captar la renta feudal: el campesino
japonés no podía escoger a su amo, ni abandonar su tierra, le estaba prohibida
la compraventa y la parcelación de tierras. Estas limitaciones legales ponían
de manifiesto la condición del campesinado, que podía calificarse de
servidumbre.
Entre finales del siglo XVII y principios
del XVIII el sistema feudal experimentó cambios en su estructura interna. La
expansión del comercio y del capital mercantil propiciaron la aparición de
nuevas relaciones entre "campesinos propietarios" no agricultores
(jinushi) y pequeños "campesinos arrendatarios" dependientes
(kosaku). Pese a esta diferenciación del campesinado y la expansión del capital
mercantil (sobre todo en las ciudades), no tuvo lugar la formación de un nuevo
modo de producción. Si bien las reformas agrarias llevadas adelante por el
Estado Meiji acabaron con la organización feudal de la propiedad de la tierra,
no hicieron lo mismo en cuanto a las relaciones de producción. Jurídicamente,
los campesinos pasaron de arrendatarios feudales a propietarios libres, pero
económicamente su propiedad territorial siguió bajo la tutela feudal de los
jinushi. Por lo tanto, lejos de suprimirse, estas relaciones de carácter
semi-feudal surgidas y desarrolladas durante la época del bakufu shogunal, fueron reorganizadas e introducidas en la
nueva sociedad.
Fue el Estado el que pasó a garantizar las
relaciones de dominio y dependencia, constituyendo de esta manera, la presión
extraeconómica necesaria para el mantenimiento del pago de las rentas del suelo
y su reproducción. De este modo, la agricultura japonesa y su forma de
propiedad territorial se mantuvieron como tales hasta la Segunda Guerra
Mundial. Su base social continuó siendo precapitalista, enmarcada en la pequeña
explotación individual. La revolución Meiji no fue, por lo tanto, una
revolución campesina que modificó la esfera socioeconómica en su totalidad,
sino que sólo emancipó a los propietarios jinushianos.
Debido a este desarrollo, Japón se vio
afectado por desequilibrios entre la economía rural y la industria, la banca y
el comercio, hecho que lo diferenció de los países capitalistas europeos. Los
sectores modernos de la economía no disponían de la reserva que habrían podido
representar los campos: ni en mercados ni en recursos financieros. Las
necesidades de la guerra obligaron al capitalismo japonés a buscar en el
exterior los mercados y los fondos necesarios para expandirse. Esta situación
dejaba al descubierto el carácter débil, desordenado e inconcluso del
capitalismo nipón hasta antes de la Segunda Guerra Mundial; debido a la
insuficiencia de fuentes de energía y de materias primas, el bajo nivel
tecnológico, la dependencia del mercado colonial y la debilidad del mercado
interior, su mantenimiento obedecía casi exclusivamente a la expansión militar.
Con respecto al nuevo orden japonés,
Chesneaux sostiene que fue establecido por los mismos que participaron, en
cierta medida, de los beneficios del antiguo régimen.(3) La nueva clase dirigente, que gobernaba a
través de los "oligarcas" y los Genro (grupo de consejeros del joven
emperador), sólo se desmarcó de las antiguas estructuras para otorgarle nuevos
cimientos a su poder y ser capaz de responder a un mundo moderno. Aunque las
reformas Meiji supusieron la desaparición de los samurai como clase
privilegiada (al decretar el servicio militar obligatorio, entre otras
disposiciones), éstos intentaron adaptarse a las nuevas condiciones. Los daimio
y los samurai -especialmente los de Satsuma y Choshu- se reconvirtieron en
funcionarios del Estado, pese a que su nostalgia por el pasado los llevase en
ocasiones a revueltas inútiles.
El Estado Meiji aparece, entonces, como
instrumento de dominación de las clases dirigentes: antiguos daimios y samurai,
y firmas comerciales. Por lo tanto, la "revolución" no transformó las
bases sociales, sino que amplió los grupos participantes en el sistema político.
Los antiguos señores feudales que permanecieron en el poder, protegieron
a sus firmas comerciales, sofocadas hasta entonces por el régimen del bakufu, y
a quienes las reformas de 1868 ofrecían perspectivas de expansión económica
(sobre todo, por la abolición de las aduanas interiores y los monopolios
económicos de los feudos, y por el reconocimiento de la libertad de iniciativa
comercial e industrial)
Los intereses privados se ejercieron por
mediación del Estado, con el fin de crear las costosas bases de una economía
moderna. El esfuerzo estatal se dirigió, en un principio, a la construcción de
ferrocarriles y fábricas. Los gastos de estos emprendimientos fueron
solventados por la fiscalía, es decir, por el campesinado, gravado por el
pesado impuesto a la tierra. A este recurso se sumaban la confiscación de los
bienes de los Tokugawa, el empréstito exterior e interior y la inflación (que acompañó
el tránsito de la vieja moneda al yen) Cuando esas nuevas empresas se hicieron
rentables, fueron transferidas al sector privado en condiciones muy ventajosas,
demostrando claramente el carácter instrumental del Estado.
La abolición del sistema de niveles sociales junto con las restricciones
asociadas al mismo, por ejemplo con respecto a la vestimenta, al estilo de vida
y a la migración interna, no significó una igualdad de derechos. Aunque se
alentaba a todos los individuos a considerarse japoneses y miembros de un
estado nación al que debían lealtad, la noción de ciudadanía se introdujo de
manera restringida; redefiniéndose los patrones de inclusión y de exclusión.(4)
La nueva estratificación instaurada
dependía, entonces, de los efectos de dominación política, de las distinciones
entre dominados y dominadores, que complicaron el juego de las fuerzas
socioeconómicas. Para justificar el nuevo orden, con su acento tanto en la
solidaridad como en la desigualdad, los dirigentes recurrieron a diferentes
imágenes, entre ellas a la familia, presentando al emperador como padre de la
nación.
Takahashi introduce otra cuestión cuando afirma que "la
defensa de la independencia frente a la presión de las potencias extranjeras
imponía la necesidad de una transformación rápida y artificial del régimen
señorial y shogunal"(5) Se pone
aquí en juego la influencia de las causas externas en el proceso
revolucionario. La apertura del país aceleró sin duda el proceso de crisis, sin
esperar a que maduraran las condiciones socioeconómicas internas necesarias
para la revolución burguesa. Las ventajas concedidas por el gobierno del Shogun
a los comerciantes occidentales fue criticada agudamente por los adversarios
tradicionales de los Tokugawa, especialmente por los grandes daimios del sur.
El abandono de la tradicional política de aislamiento que había caracterizado
al shogunado desde 1618, desencadenó, entonces, la formación de un frente
anti-extranjero, cuya xenofobia inicial, se dirigió luego contra el propio
bakufu.
Para Anderson, el impacto exógeno del
imperialismo occidental condensó las contradicciones latentes del estado
shogunal.(6) Entre éstas, la más
importante consistía, en que la economía mercantil, a principios del XIX, había
erosionado la estabilidad de la vieja
estructura pero no había generado los elementos para una solución. Para llevar adelante esta tarea de
modernización nacional, se precisaron numerosos recursos económicos, con el
objeto de dominar los daimios resistentes, reprimir las revueltas provinciales
y las agitaciones campesinas, indemnizar a los propietarios señoriales,
proteger y potenciar la industria e instalar las manufacturas estatales. Por lo
tanto, el Estado Meiji debió llevar adelante una revolución industrial desde
arriba o basada en la "necesidad política".(7)
Puede observarse de este modo, y siguiendo
la hipótesis de Takahashi, que una confluencia de evolución interior
(producción capitalista ya en gestación) e influencias externas (presión de sus
potencias occidentales), fue la desencadenante de la caída del shogunado, y por
lo tanto, del feudalismo japonés. Dicho autor sostiene que por sí solas y
cualquiera que fuese el carácter de las presiones externas, éstas no habrían
sido suficientes para modernizar la sociedad, si la evolución económica interna
no hubiese tendido al mismo resultado.(8) "La revolución Meiji y sus
reformas fueron incapaces de concluir la tarea histórica de la revolución
burguesa, suprimiendo las relaciones económicas y sociales feudales, papel
histórico que tuvo que asumir una última reforma agraria durante la
posguerra".(9)
La nueva oligarquía Choshu-Satsuma,
entonces, impuso cambios desde arriba en el sistema político y no fueron el
resultado de las demandas políticas del pueblo. El campesinado continuó
sufriendo el peso de las rentas (ahora transformadas en gravosos impuestos
estatales sobre la tierra) y las revueltas continuaron en el siglo XX. Las
reformas políticas, como la abolición de la distinción entre los cuatro
"estados" (daimio, samurai, comerciantes y campesinos) y la
transformación de los feudos en prefecturas del gobierno central, intentaron
crear un régimen constitucional que reforzara el país y mejorara su situación
general.
En la nueva Constitución, promulgada en
1889, se salvaguardaron cuidadosamente los poderes del emperador, al que se le
permitía promulgar decretos de ley,
tener la potestad para declarar la guerra o alcanzar la paz y disolver o
suspender la actividad de las cámaras. La Constitución ofrecía más libertad y
seguridad a los propietarios que el sistema Tokugawa, pero de ningún modo
introdujo cambios fundamentales en las relaciones de producción rurales,
modificando poco y nada la estructura socioeconómica. De este modo las
relaciones precapitalistas en la agricultura se prolongaron en la moderna
sociedad japonesa.
Puede concluirse que la Restauración Meiji
no fue para nada una revolución de masas, porque fue conducida por aquellos que
de algún modo constituían las clases privilegiadas en el antiguo régimen. La
participación popular fue prácticamente nula y las reformas, que fueron emprendidas "desde arriba",
respondieron sobretodo a necesidades políticas, y no tanto a cuestiones
socioeconómicas. En este sentido, puede sostenerse que la restauración Meiji
fue el resultado de luchas intestinas entre grupos elitistas por el poder
político (una especie de golpe de estado reformista, en el sentido expuesto
anteriormente), pero que una vez conseguido, no aportaron cambios
socioeconómicos de gran alcance, ya que éstos se limitaron a fortalecer el
dominio y favorecer la expansión económica de las clases dirigentes.
NOTAS:
1) PASQUINO, Gianfranco.
"Revolución", en BOBBIO, Norberto y MATTEUCI, Nicola. Diccionario de
política. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1979, Pág 1458
2) PASQUINO, Gianfranco. Op. cit. Pág. 1459
3) CHESNEAUX,
Jean. Asia
oriental. Editorial Labor, Barcelona, 1976. Cap. IV. Pág 44
4) MORRIS-SUZUKI,
Tessa. Cultura,
etnicidad y globalización. La experiencia japonesa.. Editorial Siglo XXI. 1983.
Cap. V. Pág. 95
5) TAKAHASHI,
Kohachiro. Del
feudalismo al capitalismo. Problemas de la transición. Editoral Crítica,1980.
Cap. II. Pág. 87
6) ANDERSON, Perry. El Estado
Absolutista.. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1985, Cap. "El feudalismo
japonés". Pág. 471-472
7)
TAKAHASHI, Kohachiro. Op. cit . Cap. II. Pág. 87
8) TAKAHASHI,
Kohachiro. Op. cit. Cap. II. Pág. 61
9) TAKAHASHI,
Kohachiro. Op. cit. Cap. II. Pág. 114-115