JOSEP
VIVES
*
* * * *
1.
El Verbo y su generación.
Dios
era en el principio, y el Principio, según hemos recibido de
nuestra, tradición, es la potencia del Verbo. Porque el Señor del
universo, que es por sí mismo el mantenedor de todo, en cuanto que
la creación no había sido hecha todavía, estaba solo; pero en
cuanto que residía en él toda la potencia de las cosas visibles e
invisibles, sustentaba por sí mismo todas las cosas por medio de su
potencia racional. Por voluntad de su simplicidad procede el Verbo:
y este Verbo, que no salta al vacío, se convierte en la obra primogénita
del Padre.
Sabemos
que él es el principio del mundo, y se produjo por participación,
no por división. Porque lo que se divide de otro, queda separado de
ello; pero lo que es participado, distinguiéndose en cuanto a la
dispensación (o economía) no deja más pobre a aquello de donde se
toma. Porque así como de una sola antorcha se encienden muchos
fuegos, y la primera antorcha no queda disminuida en su luz por
haberse encendido de ella muchas antorchas, así también, el Logos
que procede de la potencia del Padre no dejó sin razón al que le
había engendrado. Yo mismo, ahora estoy hablando, y vosotros me
escucháis: y está claro que no porque mi palabra pase a vosotros
me quedo yo sin palabra al conversar, sino que al proferir yo mi voz
estoy poniendo orden en la materia desordenada que está en
vosotros. Y a la manera como el Verbo, engendrado en el principio,
engendró a su vez él mismo para sí nuestra creación, creando la
materia, así también yo, reengendrado a imitación del Verbo y
habiendo alcanzado la comprensión de la verdad, intento poner un
orden en la materia de la que yo mismo participo. Porque la materia
no está sin principio, como Dios, ni tiene un poder igual al de
Dios siendo sin principio, sino que ha sido creada. y no por otro ha
sido creada fuera del que la produjo como creador de todas las cosas(1).
II.
La
resurrección de los cuerpos y la inmortalidad del alma.
Creemos
que habrá la resurrección de los cuerpos después de la consumación
del universo, no como opinan los estoicos, según los cuales las
mismas cosas nacen y perecen de acuerdo con unos ciclos periódicos
sin ninguna utilidad, sino que una sola vez cuando hayan llegado a
su término los tiempos en que vivimos, se dará la perfecta
restauración de solos los hombres en orden al juicio. Y no nos
juzgarán Minos o Radamanto, antes de cuya muerte, según las fábulas,
ninguna de las almas era juzgada, sino que se constituirá en juez
el mismo Dios que nos ha creado. No nos importa que nos tengáis por
fabuladores o charlatanes, porque creamos esta doctrina. Porque así
como yo no existía antes de mi nacimiento y no sabía quién era,
sino que sólo existía la sustancia de mi materia carnal, pero una
vez nacido he venido a creer que existo en virtud de mi nacimiento,
aunque antes no existiera, así también, de la misma manera, yo,
que he existido, y que por la muerte dejaré de existir otra vez y
desapareceré de la vista, volveré a existir de nuevo, por un
proceso semejante a aquel por el que no existiendo antes comencé a
existir. Y aunque el fuego haga desaparecer mi carne, el universo
recibe la materia evaporada; y si soy consumido en los ríos o en
los mares, o soy devorado por las fieras, quedo depositado en los
depósitos del que es un rico señor. El pobre que no cree en Dios
no conoce estos depósitos; pero el Dios soberano, cuando quiera,
restablecerá en su condición original aquella sustancia que sólo
para él es visible(2).
Nuestra
alma, no es por sí misma inmortal, sino mortal. Pero es también
capaz de la inmortalidad. Si no conoce la verdad, muere y se
disuelve con el cuerpo, pero resucita luego juntamente con el cuerpo
en la consumación del mundo, para recibir como castigo una muerte
inmortal. Por el contrario, si ha alcanzado el conocimiento de Dios,
no muere por más que por el momento se disuelva (con el cuerpo). En
efecto, por sí misma el alma es tinieblas, y no hay nada luminoso
en ella, que es, sin duda, lo que significa aquello: «Las tinieblas
no aprehenden la luz» (Jn 1, 5). Porque no es el alma por sí misma
la que salva al espíritu, sino la que es salvada por él. Y la luz
aprehendió a las tinieblas, en el sentido de que el Verbo es la luz
de Dios, mientras que las tinieblas son el alma ignorante. Por esto,
cuando vive sola, se inclina hacia abajo hacia la materia y muere
con la carne; pero cuando alcanza la unión con el Espíritu de Dios
ya no se encuentra sin ayuda, sino que puede levantarse a las
regiones hacia donde le conduce el Espíritu. Porque la morada del
Espíritu está en lo alto, pero el origen del alma es de abajo. En
un principio, el Espíritu era compañero del alma: pero ésta no
quiso seguir al Espíritu, y éste la abandonó. Mas ella, que
conservaba, como un resplandor del poder del espíritu, y que
separada de él ya no podía contemplar lo perfecto, andaba en busca
de Dios, y se modeló extraviada muchos dioses, siguiendo a los
demonios embusteros. Por otra parte, el Espíritu de Dios no está
en todos los hombres, sino sólo con algunos que viven justamente,
en cuya alma se hace presente y con la cual se abraza y por cuyo
medio, con predicciones, anuncia a las demás almas lo que está
escondido. Las que obedecen a la sabiduría, atraen a sí mismas el
espíritu que les es congénito; pero las que no obedecen y rechazan
al que es servidor del Dios que ha subido, lejos de mostrarse como
religiosas se muestran más bien como almas que hacen la guerra a
Dios(3).
III.
Los cristianos y el emperador.
¿Por
qué os empeñáis, oh griegos, en que, como en lucha de pugilato,
choquen las instituciones del Estado contra nosotros? Si no quiero
seguir las costumbres de ciertas gentes, ¿por qué he de ser odiado
como el ser más abominable? El emperador manda pagar tributos, y yo
estoy dispuesto a hacerlo. Mi amo quiere que le esté sujeto y le
sirva, y yo reconozco esta servidumbre. Porque, en efecto, al hombre
se le ha de honrar humanamente, pero temer sólo se ha de temer a
Dios, que no es visible a los ojos humanos ni es por arte alguna
comprensible. Sólo si se me manda negar a Dios no estoy dispuesto a
obedecer, sino que antes sufriré la muerte, para no declararme
mentiroso y desagradecido(4).