Los
griegos llaman a Santa Eufrosina "nuestra
madre" y la tienen en gran honor. Sin embargo, no
poseemos ninguna narración auténtica de su vida. Lo
que ha llegado hasta nosotros, como "su
historia", es una simple réplica de la vida de
Santa Pelagia, tal como aparece, para uso de los
lectores occidentales, en las "Vitae Patruum"
y en la "Leyenda Dorada". Ahora bien, esa vida
de Santa Pelagia es un cuento creado por la imaginación
popular que, con ligeras variantes, pasó a embellecer
las historias de Santa Marina, Santa Alinaria, Santa
Teodora, etc.
Según esa fábula, Santa Eufrosina o
Eufrosine fue hija de Pafnucio, rico y piadoso ciudadano
de Alejandría. Pafnucio y su mujer no tuvieron
descendencia durante largo tiempo; Eufrosina vino
finalmente a alegrar su vida, gracias a las oraciones de
un santo monje a cuya intercesión se habían
encomendado. La niña era extraordinariamente bella y
sus padres le dieron ese nombre para conmemorar el gozo
que su nacimiento les había producido. La madre murió
cuando Eufrosina tenía once años. Su padre se dedicó
a buscarle marido y la prometió a un joven muy rico.
Eufrosina no parece haber puesto ningún reparo al
principio; pero, a raíz de una entrevista con el santo
monje que había orado antes de su nacimiento, empezó a
sentir el llamamiento hacia una vida más alta y la
despreocupación por las cosas de este mundo. En señal
de ello, Eufrosina se desprendió de sus joyas y las
regaló a los pobres cesó, además, de tratar con jóvenes
de su edad y frecuentaba únicamente a ancianas de
piedad reconocida; finalmente, se dice que para perder
su atractivo dejó de lavarse el rostro "aun con
agua fría". Todo ello no pareció haber
impresionado gran cosa a su padre, que, sin preocuparse
de la hija, partió a un retiro de tres días en honor
del santo fundador de un monasterio del que él era
bienhechor. En cuanto el padre se alejó, Eufrosina envió
a una sirvienta de confianza a pedir una entrevista al
santo monje. Cuando Eufrosina confió a éste el
llamamiento divino que sentía en su alma, el monje
respondió con las palabras del Señor: "Quien no
es capaz de dejar a su padre, a su madre, a sus hermanos
y todas las cosas por el Reino de los Cielos, no es mi
discípulo". Eufrosina manifestó al monje que temía
despertar la cólera de su padre y que ella era la única
heredera de su fortuna, a lo que el monje replicó que
su padre encontraría entre los pobres y los enfermos
numerosos herederos. Vencida su resistencia, Eufrosina
pidió al monje que la admitiera en religión, cosa que
éste hizo inmediatamente.
Cuando terminó la entrevista y Eufrosina
empezó a reflexionar, llegó a la conclusión de que no
podría librarse de la ira de su padre en ningún
convento de la región, porque éste la descubriría
seguramente y la llevaría a casa por fuerza. Así pues,
Eufrosina se disfrazó de hombre y huyó de noche, en
tanto que su padre se hallaba todavía ausente. Sin
saberlo, Eufrosina llamó a la puerta del monasterio que
su padre frecuentaba; el superior se maravilló de la
juvenil belleza del visitante. Eufrosina le dijo que se
llamaba Esmaragdo y que había formado parte de la
corte; que venía huyendo de las diversiones del mundo y
de las intrigas cortesanas y que deseaba consagrar su
vida a la oración en la paz del monasterio. El abad
quedó grandemente edificado y aceptó recibirla en el
monasterio, a condición de que se sometiera a la
dirección de un monje antiguo, dada su evidente falta
de experiencia en la disciplina de la vida religiosa.
Eufrosina replicó que no sólo estaba dispuesta a
aceptar la dirección de un maestro de perfección sino
de muchos. Nadie sospechó nunca que se trataba de una
mujer, y Eufrosina hizo grandes progresos en la virtud.
No le faltaron dificultades y tentaciones, pero salió
triunfante de ellas. Como su belleza y su encanto
resultaban una causa de distracción para los otros
monjes, Eufrosina se retiró a una celda solitaria, en
la que sólo recibía a quienes necesitaban de sus
consejos. Su fama de santidad y sabiduría se fue
extendiendo cada vez más y, al cabo de un tiempo, su
padre, desesperado de haberla perdido, pidió permiso de
consultar al venerable asceta Esmaragdo. Eufrosina le
reconoció, pero él no sospechó que fuera ella, pues
su rostro estaba casi totalmente cubierto y las
asperezas de la vida religiosa lo habían cambiado.
Eufrosina le dio gran consolación espiritual, pero no
le reveló su identidad, sino muchos años después,
cuando se hallaba ya en el lecho de muerte. Al morir
Eufrosina, su padre se retiró del mundo y vivió diez años
en la celda que ella había ocupado.
Ver
Delehaye, Les légendes hagiographiques (1927),
pp. 189.192, y Quentin, Les martirologes historiques,
pp. 165-166. Aunquc hay en el Martirologio Romano
una conmemoración de Eufrosina el primero de enero, y
los Carmelitas sostienen que perteneció a su orden y
celebran su fiesta el 2 de enero, hay razones muy serias
para dudar de la existencia de Eufrosina. En su caso no
existe ningún culto local que permita situar el origen
de la leyenda. Los sinaxarios griegos conmemoran a Santa
Eufrosina el 25 de septiembre; por el contrario, en la
mayoría de los martirologios latinos su elogio aparece
el 1º de enero. El Acta Sanctorum narra su vida
el 11 de febrero. La Analecta Bollandiana (vol.
II, pp. 196-205) publicó una biografía griega; en BLH
(nn. 2722-2726) se encuentra el catálogo de las
versiones latinas. El tono de todos estos documentos es
claramente legendario. Sin embargo, parece que ha habido
algunos casos auténticos de mujeres que, disfrazadas de
hombres, vivieron en monasterios para hombres, sin ser
descubiertas durrante algún tiempo. Tal es el caso, del
que existen pruebas más o menos contemporáneas, de
Hildegunda, quien murió en la abadía cisterciense de
Schonau, el 20 de abril de 1188; pero el problema de su
santidad es muy diferente.
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