Fabio
Claudio Gordiano Fulgencio descendía de una noble
familia senatorial de Cartago. Nació el año 468,
treinta años después de que los vándalos habían
desmembrado a África del Imperio Romano. Su madre,
Mariana, que había quedado viuda desde joven, se ocupó
de la educación de Fulgencio y de su hermano. Bajo su
dirección, Fulgencio aprendió el griego siendo todavía
niño, y llegó a hablarlo tan perfectamente como su
propia lengua. También se consagró al estudio del latín.
Sin embargo, sabía combinar los estudios con los
negocios, ya que tomó por su cuenta la administración
de los bienes familiares para evitar a su madre ese
trabajo. Todos le respetaban por su prudencia, su
conducta ejemplar, su carácter amable y sobre todo por
la gran deferencia con la que trataba a su madre. Fue
elegido procurador, es decir vicegobemador y receptor
general de impuestos de Byzacena. Pero la vida mundana
le fatigó muy pronto y, justamente alarmado ante sus
peligros, Fulgencio se armó contra ellos con la lectura
espiritual, la oración y el ayuno riguroso y las
frecuentes visitas a los monasterios. Todo esto y la
lectura de un sermón de San Agustín sobre el Salmo
treinta y seis, en el que el santo doctor habla del
mundo y de la corta duración de la existencia humana,
hicieron brotar en él un ardiente deseo de abrazar la
vida religiosa.
Unerico, rey arriano, había expulsado de
sus diócesis a la mayoría de los obispos ortodoxos.
Uno de ellos, llamado Fausto, había fundado un
monasterio en Byzacena. A él se dirigió el noble joven
en busca de consejo; pero Fausto, observando su débil
constitución, le desaconsejó la vida religiosa con
palabras bastante duras: "Primero aprende a vivir
en el mundo sin entregarte a sus placeres. ¿Crees acaso
que es tan fácil el paso de una vida cómoda como la
tuya, a una vida de severo ayuno y pobre vestido como la
nuestra? ¿ Cómo podrás acostumbrarte a nuestras
vigilias y penitencias?" Fulgencio replicó
modestamente: "Aquél que me ha llamado a servirle
me dará también el valor y la fuerza necesarios".
Esta respuesta humilde y decidida movió a Fausto a
admitirle a prueba. El santo contaba entonces veintidós
años. La noticia de un suceso tan inesperado sorprendió
y edificó a todo el país. Pero Mariana, su madre,
acudió prestamente a las puertas del monasterio,
gritando: "Fausto, devuélveme a mi hijo y a la
ciudad su gobernador. La iglesia protege a las viudas;
¿cómo te atreves, pues, a robarme a mi hijo, siendo yo
una viuda sin consuelo?" Todos los argumentos de
Fausto no bastaron para calmarla. Naturalmente, esto fue
una prueba durísima para Fulgencio, pero Fausto aprobó
su vocación y le recomendó a los monjes. Como la
persecución se recrudeciera, Fausto tuvo que retirarse
a otra ciudad; nuestro santo se presentó, pues, a un
monasterio vecino, cuyo abad le propuso inmediatamente
la dirección del convento. Tal proposición sorprendió
a Fulgencio, pero finalmente quedó convenido que ambos
ejercerían conjuntamente las funciones de superior. La
armonía con la que los dos abades gobernaron el
monasterio durante seis años, fue admirable; jamás
surgió dificultad alguna entre ellos y cada uno trataba
de acomodarse a la voluntad del otro. En tanto que Félix
se ocupaba de la dirección de los asuntos temporales,
Fulgencio se encargaba de la predicación y la instrucción.
El año 499, una violenta irrupción de las tribus de
Numidia obligó a los dos abades a buscar refugio en
Sicca Veneria, ciudad de la provincia proconsular de África.
Ahí, un sacerdote arriano les hizo arrestar y flagelar,
porque predicaban la consustancialidad del Hijo de Dios.
Al ver que los verdugos se ocupaban primero de
Fulgencio, Félix gritó: "Dejad en paz a este
pobre hermano mío, que es demasiado delicado para
soportar vuestras brutalidades, y ocupaos de mí que soy
fuerte". Los verdugos, al oír esto, se arrojaron
sobre Félix, quien soportó la tortura con
extraordinario valor. Cuando llegó su turno, Fulgencio
sufrió con paciencia la flagelación; pero, sintiendo
que la pena se hacía insoportable, para ganar un
momento de respiro indicó al juez que tenía una
declaración que hacer. El juez dio a los verdugos la
orden de interrumpir la tortura, y Fulgencio empezó a
narrar sus viajes de un modo fascinante. El cruel y fanático
juez, que esperaba una abdicación de la fe y no un
relato de viajes, ordenó que recomenzara la tortura.
Finalmente los dos confesores de la fe fueron puestos en
libertad, con los vestidos desgarrados, el cuerpo
destrozado y la cabeza rapada, de suerte que los mismos
arrianos se avergonzaron de tal crueldad y su obispo
prometió castigar al sacerdote que, les había
entregado a la tortura, a condición de que Fulgencio se
encargara de actuar como acusador en el juicio.
Fulgencio respondió que el cristiano no tiene derecho a
tratar de vengarse y que hay una bienaventuranza
relativa al perdón de las injurias.
Fulgencio se embarcó con rumbo a Alejandría,
a donde le llevaba el deseo de visitar a los ascetas del
desierto de Egipto, famosos por la santidad y aspereza
de sus vidas; pero en Sicilia, Eulalio, abad de
Siracusa, disuadió a Fulgencio de continuar su viaje,
asegurándole que "una odiosa disensión había
apartado a Egipto de la comunión de Pedro", es
decir, que los herejes pululaban en Egipto y que vivir
ahí era enfrentar la alternativa de unirse en comunión
con ellos o privarse de los sacramentos. Renunciando,
pues, a su proyecto de visitar Alejandría, Fulgencio se
embarcó para Roma, a donde quería ir a orar en la
tumba de los apóstoles. Un día vio a Teodorico, rey de
Italia, sentado en el trono y rodeado del senado y la
corte. "¡Ah -exclamó Fulgencio- cuán bella debe
ser la Jerusalén celestial, si la Roma terrenal es tan
hermosa, y qué gloria debe Dios dar a sus santos en el
cielo, si viste con tal esplendor a los amadores de la
vanidad!" Este acontecimiento tuvo lugar en la
segunda mitad del año 500, en el momento de la primera
entrada del rey en Roma.
Fulgencio volvió a su patria poco después
y construyó un espacioso monasterio en Byzacena, pero
él mismo se retiró a una celda en las proximidades del
mar. Fausto, su obispo, le obligó a reasumir el
gobierno del monasterio. Al mismo tiempo, muchas
ciudades le deseaban como obispo, porque había múltiples
sedes vacantes a consecuencia del edicto por el que el
rey Tarasimundo había prohibido la consagración de
obispos ortodoxos, Una de dichas sedes vacantes era la
de Ruspe, la actual población de Kudiat Rosfa en Túnez.
Fulgencio fue arrancado de su retiro y consagrado obispo
en 508.
Su nueva dignidad no modificó su estilo de
vida. Jamás revistió el orarium -especie de
estola que usaban entonces los obispos-, ni dejó su áspera
túnica, que le cubria lo mismo en invierno que en
verano. Algunas veces iba descalzo; nunca se desnudaba
para dormir, y jamás faltó al oficio de medianoche. Sólo
cuando estaba enfermo, aceptaba un poco de vino en el
agua que bebía y nunca pudieron persuadirle a comer un
poco de carne. Su modestia, bondad y humildad le ganaban
el afecto de todos, aun del ambicioso diácono Félix,
que se había opuesto a su elección y a quien el santo
trató con cordial caridad. Su amor a la soledad le movió
a construir un monasterio en las proximidades de su
casa, en Ruspe; pero antes de que pudiera terminarlo, el
rey Trasimundo le desterró a Cerdeña, junto con otros
sesenta obispos ortodoxos, Aunque era el más joven de
los desterrados, Fulgencio hablaba y escribía por ellos
en todas las ocasiones difíciles. El caritativo Papa
San Símaco enviaba cada año dinero y vestidos a estos
campeones de la fe. Se conserva todavía una carta de
San Símaco en la que les consuela y reconforta. Por la
misma época, les envió también unas reliquias de los
santos Nazario y Romano, "para que el ejemplo y
protección de estos generosos soldados de Cristo animen
a los confesores a pelear valientemente las batallas del
Señor",
Con otros compañeros, San Fulgencio
transformó en Cagliari una casa en monasterio. El sitio
se convirtió inmediatamente en un refugio para todos
los afligidos y necesitados de consejo. En dicho retiro,
el santo compuso numerosos tratados para la instrucción
de los fieles de África. Al enterarse el rey Trasimundo
de que Fulgencio era el principal apoyo y abogado de la
comunidad, le mandó llamar y le expuso sus objeciones
contra la fe; el santo respondió a ellas, según
parece, en su libro titulado "Respuesta a Diez
Objeciones". El rey admiró su humildad y su
ciencia, y la causa de la fe salió triunfante gracias a
las respuestas de Fulgencio. Para evitar que el éxito
se repitiera, el rey le exigió que no divulgara las
respuestas a sus nuevas objeciones, pero Fulgencio se
negó a responder, si no se le autorizaba a conservar
una copia. Escribió, pues, al rey una amplia y modesta
refutación del arrianismo, que ha llegado hasta
nosotros con el título de "Tres Libros al Rey
Trasimundo". La obra resultó del gusto del rey,
quien dio a Fulgencio permiso de residir en Cartago;
pero las repetidas quejas de los obispos arrianos sobre
el éxito de la predicación de Fulgencio, lograron
finalmente que fuera desterrado de nuevo a Cerdeña en
520. Como un cristiano llorara al ver que Fulgencio se
embarcaba, éste le dijo: "No llores, pues muy
pronto estaré de vuelta y gozando de plena libertad;
entonces verás con tus propios ojos el reflorecimiento
de la fe en el reino. Pero no divulgues este
secreto". Los acontecimientos confirmaron la verdad
de esta predicción. La humildad de Fulgencio le hacía
guardar en secreto los milagros que obraba, y a él se
atribuyen las siguientes palabras: "Un hombre puede
poseer el don de hacer milagros y sin embargo perder su
alma. Los milagros no garantizan la salvación. Cierto
que atraen la estima y el aplauso; pero, ¿de qué sirve
ser estimado y aplaudido en este mundo y ser condenado
al infierno en el otro?" De vuelta a Cagliari,
Fulgencio erigió otro monasterio en las cercanías de
la ciudad, y socorrió solícitamente a los monjes,
especialmente durante sus enfermedades; pero no podía
sufrir que los monjes pidieran nada, pues, según decía
él: "Hemos de recibirlo todo de la mano de Dios,
con conformidad y gratitud".
Trasimundo murió en 523, después de haber
nombrado a Hilderico como sucesor. Los cristianos
ortodoxos de África hicieron volver del destierro a sus
pastores. La nave que les llevó a Cartago fue recibida
con grandes demostraciones de gozo, que llegaron al
paroxismo cuando Fulgencio apareció sobre la cubierta.
Los confesores se dirigieron a la iglesia de San Agileo
para dar gracias a Dios. Como se desatara una súbita
tempestad, el pueblo, para mostrar su singular veneración
por Fulgencio, improvisó rápidamente, con sus propias
vestiduras, una especie de toldo para protegerle de la
lluvia. El santo se apresuró a ir a Ruspe, donde empezó
desde luego a corregir los abusos que se habían
instalado durante los setenta años de persecución;
pero realizó con tanto tacto esta reforma, que acabó
por ganarse aun a los más obstinados. San Fulgencio
poseía un extraordinario don oratorio; Bonifacio,
obispo de Cartago, no podía oírle hablar sin que las lágrimas
se le vinieran a los ojos y su corazón se sintiera
lleno de gratitud hacia Dios, por haber dado a su
Iglesia un pastor tan excelente.
Más o menos un año antes de su muerte,
Fulgencio se retiró a un monasterio de la pequeña isla
de Circinia a fin de prepararse para el paso a la
eternidad. Sin embargo, las ardientes súplicas de su
grey le obligaron a volver a Ruspe poco antes del fin.
Soportó con admirable paciencia los sufrimientos de su
última enfermedad; sus labios repetían constantemente
esta oración: "Señor, dame paciencia ahora y
después misericordia y perdón". Como los médicos
le aconsejaran una cura de baños, Fulgencio respondió:
"¿Acaso una cura de baños puede evitar la muerte
cuando la vida ha llegado a su término ?"
Fulgencio convocó a su clero y a los monjes, que
lloraban a porfía y les pidió perdón por cualquier
ofensa que pudiera haberles hecho; igualmente les consoló,
les dio sus últimos consejos y expiró apaciblemente a
los sesenta y seis años de edad, el primero de enero,
fecha en que aparece su conmemoración en la mayoría de
los calendarios. Algunas iglesias celebran su fiesta el
16 de mayo, que corresponde probablemente a la fecha en
que sus reliquias fueron trasladadas, en 714
aproximadamente, a Bourges de Francia, donde fueron
destruidas durante la Revolución. Era tal veneración
que el pueblo le profesaba, que fue enterrado en la
iglesia, contrariamente a la ley y a las costumbres de
la época, como lo hace notar su biógrafo. San
Fulgencio había escogido por modelo a San Agustín;
como verdadero discípulo suyo, siguió fielmente su
conducta, reprodujo su espíritu y expuso su doctrina.
Existe
una verídica biografía de nuestro santo, escrita por
uno de sus contemporáneos que, según opinan muchos,
era también su discípulo: Fulgencio Ferrando, Se la
encuentra en el Acta Sanctorum, 1º de enero, así
como en otras publicaciones. Ver la importante obra de
G. G. Lapeyre, St. Fulgence de Ruspe (1929), que
incluye la vita en volumen aparte. A propósito
de los escritos teológicos y apologéticos de San
Fulgencio, hay que nombrar la Patrology de
Bardenhewer, pp. 616-618 de la traducción inglesa
(1908) y el DTC, vol VI, cc. 968 ss. Ver también Abbot
Champman en la Catholic Encyclopedia, vol. VI,
pp. 316-317, y Dr. H. R. Reynolds en DCB, vol. II, pp.
576-583.
*
Vidas de los Santos, de Butler. Vol. I.
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