Con la
beatificación del cardenal José María Tommasi, la
Iglesia parece haber ratificado el principio de que la
santidad no está reñida con la ciencia, ni con el espíritu
crítico inteligente, ni con la independencia de juicio.
Una gran autoridad moderna, Edmund Bishop, ha llamado al
Beato José Tommasi "el príncipe de los
liturgistas" y en ese punto, los anglicanos le
respetan casi tanto como los católicos. Sin embargo,
sus tareas literarias no le impidieron la práctica de
la virtud heroica y la más minuciosa observancia de una
regla religiosa muy estricta.
Nació en Alicata de Sicilia, el 12 de
septiembre de 1649. Su padre poseía, además de otros títulos,
los de duque de Palermo y príncipe de Lampedusa; su
madre se llamaba Rosalía de Traino. Las cuatro hermanas
mayores de José María tomaron el velo en el monasterio
benedictino de Palma, fundado por su padre. Una de
ellas, Isabel, que en religión tomó el nombre de María
Crucificada y fue la gran confidente del cardenal, será
tal vez beatificada algún día. La educación de José
María fue esmerada, y desde muy joven se distinguió
por sus conocimientos de griego. La música de la
Iglesia constituía uno de su grandes intereses. Ya
antes de que cumpliese quince años, el superior general
de los Teatinos quedó sorprendido ante su
extraordinaria habilidad en ese arte. Por la misma época,
empezó José María a sentir un claro llamamiento a la
vida religiosa, lo cual trajo como consecuencia un amor
creciente por la oración y el retiro, así como un
despego hacia las cosas del mundo. Pero a la realización
de sus planes se oponían muchos obstáculos, a parte
del deseo de su padre de verle ocupar un puesto en la
corte. La madre de José María había entrado ya al
convento en calidad de oblata o terciaria, y su padre
estaba decidido a hacer lo propio, dejando en manos del
joven la administración de todos sus bienes. Sin
embargo, convencido de la vocación de José María,
terminó por dejarle partir. La elección del joven
recayó sobre la orden de los Teatinos, en la que su tío,
Don Carlo, llevaba una vida de extraordinaria santidad.
Por fin, su vocación quedó definitivamente confirmada,
a causa de un sermón que escuchó y, en 1664, ingresó
en el noviciado de Palermo. Como era de constitución
delicada, sus superiores le enviaron a descansar a Palma
después de su profesión. En dicha ciudad fue la
edificación de todos. Más tarde pasó a Mesina para
continuar sus estudios de griego; después a Roma y
finalmente, a las universidades de Ferrara y Módena.
Entre los documentos de su proceso de beatificación se
halla una carta del obispo de Pozzuoli, Mons.
Cavalcante, en la que habla de la gran virtud, humildad
y amor al silencio del joven religioso.
Pocos años más tarde, María Crucificada
profetizó que su hermano sería cardenal. Al tiempo de
hacer el vaticinio, le recordó que el caballo no deja
de ser caballo por bien enjaezado que esté. En 1673,
cuando contaba veinticuatro años, José María fue
llamado a Roma. María Crucificada le escribió una carta
para alentarle; en ella le rogaba que no vacilara ante
el sacerdocio, pero que hiciera su alma blanda como la
cera para recibir el sello indeleble. "Te doy como
libro a Cristo crucificado -le decía-, lee en él con
frecuencia, porque tu nombre está inscrito ahí".
Después de una seria preparación para recibir las
sagradas órdenes, José María cantó las tres misas de
Navidad en San Silvestre, ciudad en la que habría de
vivir durante cuarenta años consecutivos, salvo un
corto viaje a Loreto, la existencia común de su orden.
En Roma le consideraban ya como un santo. Sin embargo,
José María, como todos los elegidos de Dios, pasó por
terribles desolaciones y otras amargas pruebas
interiores. En 1675 escribía a María Crucificada, rogándole
que pidiese por él. En respuesta, su hermana le
exhortaba a la paciencia y la humildad en la aceptación
de la cruz, que la mano paternal de Dios había puesto
sobre sus hombros, y le confesaba que a ella misma no le
faltaban pruebas interiores. José María le contestó a
su vez, que la época de los martirios sangrientos había
pasado ya y que Dios se complacía en los martirios
ocultos, sólo de El conocidos. Pero de sus sufrimientos
sacaba una lección: era necesario confiar siempre en
Dios. En aquellos días, José María atravesaba por un
período de escrúpulos tan violentos, que no podía
confesar ni predicar.
La vida de José María, consagrada a la
oración y al estudio, era casi de un ermitaño. El
terreno de su especialidad era la filosofía griega, la
Sagrada Escritura y el Breviario, para lo que necesitaba
un conocimiento profundo de las lenguas orientales.
Gracias a las oraciones de José María y sus hermanas,
su profesor de hebreo, el rabí Moisés de Cave, se
convirtió del judaísmo en 1698, a los setenta años y
después de haber resistido largo tiempo. El primer
libro que publicó José María fue una edición del
"Speculum" de San Agustín. En 1600 apareció
el "Codices Sacramentorum", formado por cuatro
textos de las más antiguas liturgias que José María
tuvo la ocasión de conocer. En el siglo XVI los
calvinistas robaron esos preciosos textos de la abadía
de Fleury. Gracias sobre todo a la solicitud de la reina
Cristina de Suecia, fueron de nuevo reunidos en Roma. La
obra de Tommasi se hizo famosa, y Mabillon la transcribió
en gran parte de su "Liturgia Gallicana".
Nuestro beato publicó modestamente SU
"Psalterium" bajo el seudónimo de Giuseppe
Caro. Se trataba de un libro de alya erudición, en el
que hacía la crítica científica de las dos
traducciones más importantes de los salmos y abría a
los liturgistas un amplio campo de investigaciónes.
Igualmente escribió toda una serie de tratados del
mismo tipo, en especial acerca del
"Antiphonarium", en los que desplegó su
erudición y piedad. Su trabajo sobre los salmos atrajo
la atención del Papa Inocencio XII, quien le llamó al
Vaticano en 1697 y le hizo nombrar teólogo de la
Congregación de Disciplina de los Regulares, en 1704.
En dicho puesto, nuestro beato trabajó incansablemente
en la reforma de las órdenes religiosas y, por su celo
y santidad, impresionó a cuantos le rodeaban.
En su calidad de confesor del cardenal
Albani, obligó a su penitente, bajo pecado grave, a
aceptar el papado en 1700. Poco después, Clemente Xl
insistió en elevar al teatino al cardenalato, diciendo:
"Tommasi l'ha fatto a Noi, e Noi lo faremo a
lui" (Tommasi lo hizo a Nos, y Nos lo haremos a él).
Tommasi se negó a aceptar el cardenalato y pasó un día
entero discutiendo con los altos dignatarios de la
Iglesia. En una carta de agradecimiento al Papa,
manifestaba: "Deseo exponer a Vuestra Santidad
todos los obstáculos e impedimentos, mis graves
pecados, mis pasiones mal dominadas, mi ignorancia y
falta de habilidad y el voto que he contraído de no
aceptar ninguna dignidad; todo lo cual me obliga a
implorar de Vuestra Santidad la licencia de declinar
este honor". La carta fue leída a la Congregación
del Santo Oficio, la cual designó al cardenal Ferrari,
como representante del Papa, para comunicar a Tommasi
que el cardenal Albani había opuesto los mismos
argumentos para no aceptar la dignidad pontificia y que,
no obstante, él le había constreñido a aceptarla.
Convencido finalmente de que tal era la voluntad de
Dios, Tommasi se sometió con estas palabras: "En
fin, la carga sólo va a durar unos cuantos meses".
Acto seguido, fue a recibir el rojo capelo de manos de
Su Santidad. En una carta a María Crucificada, en la
que le pedía el apoyo de sus oraciones, recordaba a Saúl,
que cayó siendo profeta, y a Judas, el apóstol
traidor.
El nuevo cardenal continuó su vida
ordinaria. Asistía al coro con sus hermanos y evitaba
todo lo posible las manifestaciones de pompa. Entre los
miembros de su servidumbre, que iban pobremente
vestidos, se contaba un antiguo pordiosero convertido
del judaísmo. La comida que se servía en su casa era
muy frugal, y él mismo comía tan poco, que su médico
hubo de manifestarle su desaprobación. Como cardenal,
tomó el título de San Martino ai Monti para recordar
que había salido de la casa paterna a fin de abrazar la
vida religiosa el día de San Martín y también, porque
tal había sido el título de San Carlos Borromeo, su
gran modelo. La necesidad de habitar cerca de su
iglesia, le obligó a cambiar su convento por el de los
Carmelitas, a cuyos oficios asistía frecuentemente,
como otro cualquiera de los monjes. Las gentes venían
de todos los distritos de Roma a su misa, en la que sólo
permitía el canto llano y el acompañamiento del órgano.
En el catecismo de los domingos, él se encargaba de
instruir personalmente a los más pequeños, enseñándoles
a cantar los himnos religiosos. Debido a la extrema
laxitud moral de la época, el santo, con la aprobación
del Papa y siguiendo en esto el ejemplo de San Carlos
Borromeo, impuso la separación de sexos en el interior
de la iglesia y la proximidad al altar. Esto levantó
una violenta tempestad en su contra, pero él permaneció
inflexible.
El Beato José María vivía absorto en
Dios, hasta el punto de perder frecuentemente conciencia
del sitio en el que se hallaba. Quienes le ayudaban la
misa dieron testimonio de las gracias extraordinarias de
que era objeto, y varias veces fue sorprendido en éxtasis
ante el Santísimo Sacramento o delante de su crucifijo.
Su caridad se manifestaba en las limosnas que repartía
con largueza y en la ayuda que prestaba a todos los
necesitados. Su amor por las creaturas de Dios no podía
sufrir siquiera ver a los pajarillos hambrientos. Los
pobres y menesterosos se apretujaban a las puertas de su
casa y le asaltaban en cuanto salía de ella, como lo
habían hecho en Palestina con su Maestro. Su humildad
iba hasta la exageración; su tío, Don Carlo, le
reprendió en cierta ocasión por haberse llamado
infeliz asnillo, diciéndole que no había que confundir
la humildad con la abyección. En una carta a María
Crucificada, se calificaba de "tristo", es
decir, de granuja, a lo cual ella respondió con gracia,
que iba a verse obligada a interrumpir su
correspondencia con un hombre de tan baja estofa. También
nos es conocida la paciencia con la que soportó su débil
salud, sus severas mortificaciones corporales y la
sabiduría de los consejos que daba a quienes venían en
busca de ayuda. Más de una vez predijo su propia muerte
y, cuando el Papa Clemente cayó enfermo en diciembre de
1712, el cardenal observó: "El Papa va a sanar; yo
voy a morir". Para ser enterrado, escogió la
cripta de su iglesia, a la que acudió por última vez,
el día de Santo Tomás, a cantar las Completas con los
monjes. Terminados los oficios, puntualizó con el prior
los últimos detalles de las limosnas que debían
repartirse a los pobres y le recomendó que hiciera
provisión de carbón para el invierno, pues se
anunciaba especialmente frío.
Aunque estaba ya muy enfermo, quiso asistir
a los oficios de Navidad en San Pedro, y celebró las
tres misas en su capilla particular. El frío le hacía
sufrir terriblemente; su estómago no soportaba ningún
alimento y lo único que podía hacer era permanecer
sentado cerca de la
chimenea. Dos días después, tuvo
que guardar cama. Al oír las lamentaciones de los
miembros de su casa y de los pobres que se hallaban en
la planta baja, les mandó decir que había tenido
cuidado de rogar al Papa que velase por ellos. Cuando su
confesor pronunció el nombre de Jesús, volvió del
estado de coma en el que había entrado. Cuando sintió
llegado el momento, él mismo dio la orden de empezar
las oraciones por los agonizantes. Muy poco antes de su
muerte, recibió el viático y, reconfortado
así por el |
|
FUE
SEPULTADO EN LA IGLESIA DE SAN MARTINO DEL
MONTE; EN 1903, EL CARDENAL VASZARY,
PRIMADO DE HUNGRÍA, HIZO CONSTRUIR LA
RICA URNA QUE CONTIENE EL CUERPO DEL SANTO |
|
Señor al que había amado tanto durante su vida, llegó
a las puertas del cielo el 1º de enero de 1713 aún
antes de que muriera, los enfermos obtenían la salud
tocando sus vestiduras, y a su muerte, los milagros se
multiplicaron en el sitio en donde reposaba su cadáver.
José María Tomassi fue beatificado en 1803.
|