San
Macario el joven, ciudadano de Alejandría, era
pastelero de oficio. Deseoso de servir plenamente a
Dios, abandonó el mundo en la flor de su edad y pasó más
de sesenta años en contemplación y penitencia en el
desierto. Primero, se retiró a la Tebaida, en 335.
Después de un período de introducción a la práctica
de la virtud, bajo la dirección de maestros de gran
santidad, se trasladó del alto al bajo Egipto, en 373.
En dicha región había tres desiertos casi limítrofes:
el de Esqueta, en las fronteras de Libia; el de Celles,
que debía su nombre a las celdas de ermitaños que
abundaban en él, y el de Nitria, que confinaba con el
ramal occidental del Nilo. San Macario tenía una celda
en cada uno de dichos desiertos, pero su residencia
principal se hallaba en el de Celles. Cada uno de los
anacoretas vivía confinado en su propia celda, excepto
los sábados y domingos, cuando todos se reunían en una
iglesia para celebrar y recibir los divinos misterios.
Cuando llegaba un nuevo candidato, todos los anacoretas
ponían sus celdas a su disposición, dispuestos como
estaban a construirse otra. Las celdas estaban a
suficiente distancia unas de otras, para que los monjes
no pudieran verse. El trabajo manual, que consistía en
tejer cestos, no interrumpía la oración del corazón.
En toda la región reinaba el silencio más profundo.
Nuestro santo recibió la ordenación en el desierto de
Celles, y en él fue la edificación de sus hermanos, en
tanto que San Macario el Viejo era la edificación de
los monjes de Esqueta. Paladio nos cuenta un ejemplo de
la extraordinaria abnegación de los anacoretas.
Habiendo recibido como regalo un racimo de uvas frescas,
San Macario lo llevó a un monje vecino que se hallaba
enfermo, el cual a su vez lo regaló a un tercero; de
esta suerte el racimo pasó por todas las celdas y volvió
a manos de Macario, quien se regocijó sobremanera de
ver el espíritu de mortificación de sus hermanos y dejó
intacto el racimo.
La austeridad de todos los ermitaños era
extremada, pero en esto, Macario dejaba atrás a sus
hermanos. Durante siete años no se alimentó más que
de raíces silvestres y, en los tres años siguientes, sólo
comía cuatro o cinco onzas de pan al día y unas gotas
de aceite, según narra Paladio. Sus vigilias no eran
menos sorprendentes. Dios le había dado un cuerpo capaz
de soportar todos los rigores, y su fervor era tan
grande, que adoptaba sin vacilar cuantas prácticas de
penitencia veía empleadas por los otros. Poco antes del
año 349, la fama del monasterio de Tabennisi, dirigido
por San Pacomio, le movió a ir a él disfrazado. San
Pacomio le dijo que le encontraba demasiado viejo para
adaptarse a las penitencias y vigilias del monasterio,
pero finalmente se decidió a admitirle, a condición de
que observara todas las reglas. Como se aproximara
la cuaresma, cada uno de los monjes se preparaba a emplear ese santo tiempo según su fervor y sus fuerzas, ya fuera ayunando totalmente dos, tres y hasta cuatro días enteros; ya trabajando intensamente. Macario recogió una buena cantidad de hojas de palma para ocuparse en la confección de cestos, y pasó los cuarenta días en el retiro, sin comer más que unas cuantas yerbas los
domingos. Mientras sus manos trabajaban activamente, su corazón se perdía en Dios. Tal prodigio sorprendió a los mismos monjes, quienes en Pascua manifestaron al abad que, de no ponerle coto, tal singularidad podía perjudicar a la
comuni dad. San Pacomio hizo oración para saber quién era en realidad el nuevo monje; y, habiendo conocido por revelación divina, que se trataba del gran Macario, le abrazó,
le dio las gracias por la edificación que había dado a la comunidad y le rogó que no les olvidase en sus oraciones al volver a su
desierto.
Las tentaciones no faltaron a nuestro santo. Una de ellas fue la idea
de dejar el desierto e ir a Roma a cuidar a los enfermos de los hospitales. pero,
reflexionando sobre ello, Macario comprendió que sólo le movía un secreto deseo de ser conocido y estimado por su virtud. Sólo una humildad tan
profunda como la suya era capaz de descubrir el veneno de la vanagloria,
escondido bajo esa apariencia de caridad. Convencido del grave peligro que la
vana gloria constituía para él, Macario se arrojó por tierra en su celda, gritando
al demonio: "Sácame de aquí por la fuerza, si eres tan poderoso, que yo no he de ir por mi propio pie". En tal actitud permaneció hasta la noche; pero, en cuanto se puso en pie, el enemigo renovó su asalto. Para resistirle, Macario llenó de arena dos cestos, se los echó al hombro y se puso a marchar en
el desierto. Un amigo que le encontró en el camino, le preguntó qué hacía y
se
ofreció a ayudarle a transportar la arena; el santo sólo le respondió: "Estoy atormentando a mi verdugo". Al volver a su celda, la tentación había
desapare cido. Paladio nos cuenta que, deseando Macario entregarse a la contemplación celestial sin interrupción alguna durante cinco días, se encerró en su celda
y dijo a su alma: "Has plantado tu tienda en el cielo para conversar con Dios
y sus ángeles; guárdate, pues, de volver tus ojos a la tierra a mirar las cosas bajas". Pasó los dos primeros días en éxtasis; pero el demonio le combatió
de tal forma al tercer día, que Macario tuvo que volver a su vida ordinaria. Como
lo observó el santo en esta ocasión, Dios se retira algunas veces de sus
escogidos, para que sientan su propia debilidad y comprendan que la vida del hombre es una lucha sin fin. San Jerónimo y otros autores narran que, habiendo
un anacoreta dejado a su muerte cien coronas que había ganado tejiendo túnicas, los monjes se reunieron para deliberar lo que debía hacerse con aquel dinero. Algunos pensaban que convenía repartirlo entre los pobres, otros que
debía darse a la Iglesia; pero Macario, Pambo, Isidoro y el resto de "Los Padres", ordenaron que se arrojase el dinero sobre la tumba con estas palabras: "Tu dinero sea contigo para tu perdición". Este ejemplo aterrorizó a los monjes y acabó con toda tentación de codicia.
Paladio, que vivió bajo la dirección de nuestro santo algún tiempo, hacia el año 391, fue testigo de algunos de los milagros obrados por él. Según
su relato, Macario se negó a recibir y aun a dirigir la palabra a cierto
sacerdote, cuyo rostro estaba desfigurado por una excrescencia cancerosa. Paladio se apresuró a rogar al santo anacoreta que dijera cuando menos unas palabras
consuelo al infeliz, a lo que Macario respondió que la enfermedad era un castigo de Dios por un pecado de la carne, pero que rogaría: por él, en
caso de que prometiera arrepentirse sinceramente y no
volver a celebrar los divinos misterios. El sacerdote
confesó su pecado y prometió enmendarse; el santo le
absolvió y le impuso las manos; pocos días más tarde
el sacerdote volvió perfectamente curado, glorificando
a Dios y proclamando su agradecimiento a Macario.
Los dos Macarios cruzaban un día el Nilo
en la misma barca, y algunos oficiales que en ella se
hallaban no pudieron dejar de observar en voz alta que,
a juzgar por la alegría de sus rostros, los monjes debían
ser muy felices en medio de su pobreza. A lo cual
Macario de Alejandría respondió, haciendo alusión a
su nombre, que en griego significa "feliz":
"Tenéis razón en llamarnos felices, pues tal es
nuestro nombre. Como veis, nosotros somos felices
despreciando al mundo, en tanto que vosotros sois
miserables sirviéndolo". Estas palabras,
pronunciadas con un acento de inmensa verdad, hicieron
tal efecto al tribuno que les había interpelado, que
distribuyó todo su haber entre los pobres y abrazó la
vida eremítica.
Un monasterio que llevaba el nombre de San
Macario subsistió varios siglos en el desierto de
Nitria. En su carta a Rústico, San Jerónimo parece
haber transcrito una buena parte de los documentos
espirituales de nuestro santo. En la Concordia
Regularum o "Colección de reglas" se
halla otra serie de normas espirituales de los dos
Macarios, de Serapión (de Arsinoe o de Nitría), de
Pafnucio de Bekbale (sacerdote del desierto de Esqueta)
y de otros treinta y cuatro abades. Según narra este último,
los monjes ayunaban todo el año, excepto los domingos y
el período del año que va de Pascua a Pentecostés;
observaban igualmente la más estricta pobreza y pasaban
el día en la oración y el trabajo manual. La
hospitalidad era considerada como una gran virtud; pero,
a fin de favorecer la vida de retiro, estaba prohibido a
los monjes dirigir la palabra a los extraños sin
licencia especial, excepto a aquél de los ermitaños
cuyo cargo consistía en ocuparse de los huéspedes. La
definición del anacoreta que nos da el abad trapense de
Rancé, es un verdadero retrato de Macario en el
desierto: cuando un alma ha gustado de Dios en la
soledad, ya no puede pensar sino en el cielo. El canon
de la misa de los coptos nombra a Macario.
Ver
Palladius, Lausiac Historr, c. 18, y Acta
Sanctorum, 2 de enero, Cf. Schiwietz, Morgenlandische
Monchtum (1904), vol. 1, pp. 104 ss.: Amélineau, Annales
du Musée Guimet, xxv, ss.; BHL, n. 757; Codex
Regularum en Migne, PL., vol. ClI!, y Concordia
Regularum, ed. H. Menard (1638). Aunque existe
probablemente cierta confusión en los relatos
concernientes a los diferentes ascetas llamados Macana,
es imposible identificar a Macario "el Joven"
(de Alejandría) con Macana "el Viejo" (de
Egipto), ya que Paladio nos dice claramente que él
conoció a los dos.
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