Guillermo de Donjeon, que pertenecía a una ilustre familia de
Nevers, fue
educado por su tío Pedro, archidiácono de Soissons. Muy joven fue hecho canónigo,
primero de Soissons y luego de París. Pero pronto decidió abandonar to
talmente el mundo, y se retiró a la soledad en la abadía de Grandmont. Ahí
vivió con gran regularidad la vida de esa austera orden, hasta que una disputa
entre los monjes de coro y los otros turbó la paz. Guillermo pasó entonces a
la orden cisterciense, que se distinguía por su fama de santidad. Tomó el hábito
en la abadía de Pontigny. Poco después fue elegido abad, primero de Fontaine-
Jean, en la diócesis de Sens, y después, del monasterio de Chalis, mucho más
importante, que había sido construido por Luis el Gordo, en 1136. San Guiller
mo se consideró siempre como el último de los monjes. La mansedumbre de su
palabra daba testimonio del gozo y la paz de su alma. La virtud era atractiva en
él, a pesar de sus crueles austeridades.
A la muerte de Enrique de Sully, arzobispo de Bourges, el clero de
la ciu dad pidió a Eudo, obispo de París, que le ayudase a elegir un pastor.
Como todos querían a un abad del Cister, depositaron sobre el altar el nombre
de tres abades. Esta elección por sorteo hubiera sido una superstición, si los
electores hubieran esperado un milagro. En realidad era muy razonable, ya que
todas las personas propuestas para el cargo parecían igualmente dotadas, y se
enco mendaba la elección a Dios, poniendo toda la confianza en su Providencia
ordinaria. Después de haber orado, Eudo leyó el nombre de Guillermo, a quien,
por otra parte, habían favorecido casi todos los votos de los presentes. Era el
23 de noviembre del año 1200. La noticia abrumó a Guillermo, quien jamás
hubiera aceptado el cargo, si el Papa Inocencio III y el abad de Citeaux, no se
lo hubieran mandado. Guillermo abandonó la soledad con lágrimas en los ojos, y
fue consagrado poco después.
El primer cuidado de San Guillermo fue elevar su vida interior y
exterior a la altura de su dignidad, pues estaba persuadido de que el primer
deber de un hombre es honrar a Dios en su corazón. Redobló, pues sus
penitencias, dicien do que su cargo le obligaba a sacrificarse por los otros
tanto o más, que por sí mismo. Bajo el hábito religioso llevaba una áspera
camisa, y ni en el invierno, ni en el verano, cambiaba de manera de vestir. Jamás
comía carne, aunque sus huéspedes encontraban buena mesa en su casa. No menos
digna de encomio era su solicitud por su rebaño. Se preocupaba especialmente
por los pobres, a quienes prestaba socorro espiritual y material, pues decía
que Dios le había enviado sobre todo para ellos. Era muy indulgente con los
pecadores arrepentidos; en cambio se mostraba inflexible con los impenitentes,
aunque nunca invocó contra ellos el poder civil, como se acostumbraba entonces.
Tal actitud le ganó más de una conversión. Algunos nobles, abusando de su
bondad, usurpa ron los derechos de su iglesia; pero Guillermo no se amilanó
ante la amenaza de confiscación de bienes y llevó el caso ante el rey. Su
humildad y paciencia triunfaron en varias ocasiones de la oposición de su capítulo
y su clero. Guillermo convirtió a muchos albigenses, y su última enfermedad le
sorprendió cuando estaba preparando una misión para esos herejes. A pesar de
su padeci miento, decidió predicar un sermón de despedida. Esto hizo que la
fiebre aumentara y que Guillermo tuviese que posponer su viaje. La noche
siguiente, previendo que se acercaba el fin, Guillermo insistió en adelantar el
canto de los nocturnos, que tiene lugar a medianoche; pero, habiendo trazado
sobre sus la bios la señal de la cruz, sólo pudo pronunciar las dos primeras
palabras. Enton ces dio la señal a los presentes de que le colocaran sobre un
lecho de ceniza, y murió al amancer del 10 de enero de 1209. Su cuerpo fue
sepultado en la catedral de Bourges. En 1217, después de numerosos milagros,
sus restos fueron depositados en un relicario. El Papa Honorio III le canonizó
al año siguiente.