Elías y San Juan Bautista santificaron
el desierto, y el mismo Jesucristo fue un modelo de vida eremítica,
durante sus cuarenta días de ayuno. Pero, aun reconociendo que el Espíritu
Santo impulsaba en la antigüedad a los santos a vivir lejos de los
hombres, hemos de considerar esto, más como una vocación particular, que
como un ejemplo. Hablando en general, tal modo de vida está lleno de
peligros y sólo puede convenir a hombres muy bien fundados en la virtud y
familiarizados con la práctica de la contemplación.
San Pablo había nacido en Egipto, en la
baja Tebaida, y había perdido a sus padres cuando tenía catorce años.
Se distinguía por su conocimiento del griego y de la cultura egipcia. Era
bondadoso, modesto y temeroso de Dios. La cruel persecución de Decio
perturbó la paz de la Iglesia el año 250; el demonio trataba no tanto de
matar los cuerpos cuanto las almas con sus sutiles artificios. Durante
esos peligrosos días, Pablo permaneció oculto en la casa de un amigo;
pero al saber que un cuñado suyo, que codiciaba sus propiedades, se
aprestaba a denunciarle, huyó al desierto. Ahí encontró unas cavernas
que, según la tradición, habían sido el taller de los acuñadores de
moneda en la época de Cleopatra, reina de Egipto. Escogió por morada una
de dichas cavernas, cerca de la cual había una fuente y una palmera. Las
hojas de la palmera le proporcionaban el vestido, su fruto el alimento y
la fuente le daba el agua. Pablo tenia veintidós años cuando llegó al
desierto. Su primer propósito había sido el de gozar de libertad para
servir a Dios durante la persecución; pero, habiendo gustado las dulzuras
de la contemplación en la soledad, resolvió no volver jamás a la ciudad
y olvidar totalmente el mundo. Bastante tenía con saber que el mundo
existía y con orar por su conversión. Pablo vivió del fruto de la
palmera hasta los cuarenta y tres años. Desde entonces hasta su muerte,
fue milagrosamente alimentado, como Elías, por el pan que le traía cada
día un cuervo. Ignoramos en qué forma vivió y se ocupó hasta su
muerte, ocurrida cuando tenía noventa años; pero Dios se encargó de dar
a conocer a su siervo después de su muerte.
El gran San Antonio, que contaba
entonces noventa años, fue asaltado por una tentación de vanidad. El
diablo le hacía creer que nadie había servido a Dios tantos años como
él en la soledad, inclinándole a imaginar que él había sido el primero
en adoptar tan extraordinaria forma de vida. Pero Dios le reveló en un
sueño que estaba equivocado, y le ordenó partir inmediatamente en busca
de un solitario con más perfecciones que él. El santo se puso en marcha
en cuanto amaneció. San Jerónimo relata que San Antonio encontró en el
camino a un centauro, mitad caballo y mitad nombre, y que el monstruo o
fantasma (San Jerónimo no se atreve a determinarlo) desapareció cuando
el santo trazó la señal de la cruz, no sin antes haberle indicado el
camino que debía seguir. El mismo autor añade que San Antonio encontró
poco después a un sátiro, quien le dio a entender que habitaba en el
desierto y que era uno de los seres a quienes los paganos adoraban como
divinidades. [Los cristianos de la época no eran menos crédulos que los
paganos. Plutarco narra en su vida de Sila que un sátiro fue transportado
a Atenas para que lo viese dicho general. San Jerónimo cuenta que en
Alejandría existió un sátiro vivo, que fue embalsamado después de su
muerte y enviado a Antioquía para que lo viera Constantino. Plinio y
otros autores afirman que había gentes que habían visto a los
centauros.] Tras dos días de búsqueda, San Antonio descubrió la morada
de San Pablo, gracias a una luz que guió sus pasos hasta la entrada.
Muchas veces llamó San Antonio a la puerta de la celda, y San Pablo le
abrió por fin, con la sonrisa en los labios. Los dos santos se abrazaron
y se llamaron por sus nombres, que conocieron por revelación divina. San
Pablo preguntó si la idolatría reinaba aún en el mundo. Mientras se
hallaban conversando, un cuervo vino volando hacia ellos y dejó caer una
pieza de pan. San Pablo dijo: "Nuestro buen Señor nos manda la
comida. Durante los últimos sesenta años yo he recibido cada día media
pieza de pan en esta forma. Como tú has venido a visitarme, Cristo ha
doblado la ración para que nada falte a sus servidores." Habiendo
dado gracias a Dios, se sentaron a comer junto a la fuente. Pero surgió
una ligera discusión entre ellos para determinar quién de los dos debía
partir el pan. San Antonio hacía valer la mayor edad de San Pablo, y éste
a su vez alegaba que San Antonio era su huésped. Finalmente, decidieron
partir el pan entre los dos. Al terminar la comida bebieron un poco de
agua, y pasaron toda la noche en oración.
A la mañana siguiente, San Pablo anunció
a su huésped que se acercaba la hora de su muerte y que Dios le había
enviado para que se encargase de darle sepultura. "Ve a traer la túnica
que te regaló Atanasio, el obispo de Alejandría, — le dijo —, porque
quiero que en ella envuelvas mi cadáver." Esto era probablemente un
simple pretexto para permanecer solo, en oración, hasta el momento en que
Dios le llamara a Sí, y también para mostrar su veneración por Atanasio
y la gran estima en que tenía la fe y la comunión de la Iglesia católica,
por la que el santo obispo sufría entonces grandes pruebas. San Antonio
se sorprendió al oírle mencionar esa túnica, cuya existencia sólo podía
conocer por revelación. Cualquiera que haya sido el motivo por el que
quería ser enterrado con ella, San Antonio se acomodó a su deseo y partió
apresuradamente a su monasterio para traerla. Más tarde confesaba a sus
monjes que él no era más que un simple pecador que se decía siervo de
Dios, pero que le había sido dado ver a Elías y a Juan Bautista en el
desierto. Habiendo tomado la túnica, volvió a toda prisa, temeroso de
encontrar a Pablo ya muerto, como sucedió en efecto. Cuando se hallaba
todavía en camino, Dios permitió que viera subir al cielo el alma de San
Pablo, acompañada de coros de ángeles, profetas y apóstoles. Aunque se
alegró por el santo, no pudo dejar de entristecerse por haber perdido un
tesoro tan recientemente descubierto. En la cueva encontró el cadáver
del santo, arrodillado, con las manos extendidas en cruz. Viéndole en tal
posición, creyó que estaba aún vivo y, lleno de gozo, se arrodilló a
orar con él. El silencio total de San Pablo le hizo pronto comprender que
estaba muerto. Mientras San Antonio se preguntaba cómo podría cavar la
tumba, dos leones se acercaron quedamente, como si estuvieran tristes, y
abrieron un agujero con sus zarpas. San Antonio depositó ahí el cadáver,
cantando los salmos del ritual de la Iglesia en aquel tiempo. Después
volvió a su monasterio alabando a Dios, y relató a sus monjes lo que había
visto y hecho. Hasta su muerte conservó como un tesoro la vestidura de
San Pablo, tejida de hojas de palmera y él mismo la revestía en las
grandes festividades. San Pablo murió el año 342 a los ciento trece de
su edad y a los noventa de vida eremítica. Se le conoce generalmente con
el título de "el primer ermitaño," para distinguirle de los
otros santos del mismo nombre. Los ritos copto y armenio le conmemoran en
el canon de la misa.
El
resumen de la vida de San Pablo que Butler nos ofrece en este artículo
está tomado de la breve biografía editada en latín por San Jerónimo,
muy conocida en occidente. Aunque es cosa muy discutida, no es imposible
que San Jerónimo se haya prácticamente limitado a traducir un texto
griego, del que existen versiones en sirio, en árabe y e
n
copto, y que está plagado de datos fabulosos. Sin embargo, es cierto que
San Jerónimo consideraba esa biogra
fía
como sustancialmente histórica. El original griego parece haber sido un
suplemento destinado a corregir la Vida de San Antonio escrita por San
Atanasio. Sobre este punto ver F. Nau,
Analecta Bollandiana, vol.
XX (1901), pp. 121-157. Los dos principales textos griegos han sido
editados por J. Bidez (1900), los textos sirio y copto por Perei
ra
(1904). Cf. también J. de Decker, Contribution a l´étude
des vies de Paul de Thebes (1905); Plenkers, en
Der Katholik
(1905), vol. II, pp. 294-300; Schiwietz,
Das morgenlandische
Monchtum (1904), pp. 49-51; Cheneau d"
Orléans,
Les Saints d´Egypte (1923),
vol. I, pp. 76-86. R. Draguet,
Les Peres
du désert (1949) tradujo al francés
la vida de San Pablo escrita por San Jerónimo; cf. H. Waddell, The
Desert Fathers (1936), pp. 35-53.