Según
sus "actas," atribuidas sin razón suficiente
a San Ambrosio, Sebastián nació en Narbona de la Galia,
aunque sus padres eran originarios de Milán, y fue
educado en aquella ciudad. Era un fervoroso servidor de
Jesucristo. Aunque la vida militar no correspondía a
sus inclinaciones, hacia el año 283 fue a Roma e ingresó
en el ejército, al servicio del emperador Carino, con
el propósito de ayudar a los confesores y mártires
cristianos, sin despertar sospechas. Los mártires
Marcos y Marceliano, condenados a muerte, estaban a
punto de flaquear en la fe ante las lágrimas de sus
amigos, cuando San Sebastián intervino y les exhortó
apasionadamente a la constancia; sus palabras ardientes
impresionaron profundamente a los mártires. Zoé, la
esposa de Nicóstrato, que había perdido desde hacía
seis años el uso de la palabra, se postró a los pies
de Sebastián. Cuando el santo trazó sobre ella la señal
de la cruz, Zoé recobró la palabra. Este milagro
convirtió a Zoé y a su esposo, que era el jefe de los
escribanos ("primiscrinius"), a los padres de
Marcos y Marceliano, al carcelero Claudio y a otros
dieciséis prisioneros. Nicóstrato, que estaba al cargo
de los prisioneros, les llevó a su propia casa, donde
un sacerdote llamado Policarpo les instruyó y les
bautizó. Al enterarse de lo sucedido y al saber que
Tranquilino, el padre de Marcos y Marceliano, había
sido curado de la gota al recibir el bautismo, Cromacio,
gobernador de Roma, se sintió movido a seguir su
ejemplo, pues él también sufría de ese mal. Hizo,
pues, venir a San Sebastián, quien le curó de su
enfermedad. Cromacio recibió el bautismo junto con su
hijo Tiburcio, libertó a los prisioneros convertidos,
dio la libertad a sus propios esclavos, y dimitió de su
cargo.
Poco
después, Carino murió en Ilírico, derrotado por
Diocleciano, quien el año siguiente nombró a Maximiano
su colega en el Imperio. Aunque no había habido nuevos
edictos persecutorios, los magistrados continuaban la
persecución en la misma forma que bajo el gobierno de
Carino. Diocleciano, que admiraba el valor y el carácter
de San Sebastián, quería guardarle cerca de sí. Como
ignoraba la fe religiosa que profesaba el santo, le elevó
a la alta dignidad de capitán de una compañía de
guardias pretorianos. Cuando Diocleciano partió al
oriente, Maximiano prodigó a San Sebastián las mismas
muestras de distinción y respeto. Cromacio se retiró a
Campania, junto con otros muchos convertidos. Esto hizo
surgir una admirable discusión entre San Sebastián y
el sacerdote Policarpo, para determinar quién de ellos
iría en la comitiva de Cromacio a fin de continuar la
instrucción de los neófitos, y quién se quedaría en
el puesto peligroso de la ciudad para alentar y ayudar a
los mártires. El Papa Cayo, a quien apelaron para que
decidiese, determinó que Sebastián se quedará en la
ciudad. Como la persecución arreciara, el Papa y otros
cristianos se refugiaron el año 286, en el mismo
palacio imperial, que era el sitio más seguro, en los
apartamentos de un oficial de la corte llamado Cástulo.
Zoé fue la primera que cayó prisionera, mientras se
hallaba orando en la tumba de San Pedro, el día de la
fiesta del Apóstol. Colgada por los tobillos sobre una
hoguera, murió sofocada. Tranquilino, avergonzado de
demostrar menos valor que una mujer, se dirigió a orar
en la tumba de San Pablo, y ahí murió apedreado. Nicóstrato,
Claudio, Castorio y Victorino, después de ser
torturados tres veces fueron arrojados al mar. Tiburcio,
delatado por un traidor, fue decapitado. Cástulo,
acusado por el mismo traidor, fue dos veces torturado en
el potro y después quemado vivo. Marcos y Marceliano
murieron atravesados por las flechas, tras de haber
permanecido veinticuatro horas con los pies clavados a
una estaca.
San
Sebastián, que había ayudado a tantos mártires en su
tránsito al cielo, fue finalmente conducido ante
Diocleciano, quien le reprochó amargamente su
ingratitud, y le entregó a un cuerpo de arqueros de la
Mauritania para que le mataran. Sus verdugos abandonaron
su cuerpo atravesado por las flechas, creyéndole
muerto. Cuando Irene, la viuda de San Cástulo, fue a
recoger el cadáver, encontró al santo todavía vivo y
le llevó a su casa. Ahí se restableció de las heridas
y quedó sano, pero se negó a huir, a pesar de los
ruegos de sus amigos. Un día, el santo se apostó en
una escalera por la que el emperador iba a pasar, y le
echó en cara las abominables crueldades cometidas
contra los cristianos. Tal libertad de lenguaje por
parte de un hombre a quien todos creían muerto, dejó
mudo de asombro, por un momento, al emperador; pero, una
vez repuesto de su sorpresa, dio la orden de que
acabaran con la vida de Sebastián a mazáis y arrojaran
su cuerpo en la fosa común. Una mujer llamada Lucía, a
quien el santo se apareció en sueños, transportó su
cuerpo al sitio llamado "ad catacumbas," donde
se levanta hoy la basílica de San Sebastián.
Los
historiadores piensan que esta biografía es una fábula
piadosa, escrita a fines del siglo V. Lo único que
sabemos con certeza sobre San Sebastián, es que fue
martirizado en Roma; que tenía alguna relación con Milán,
donde ya era venerado en tiempos de San Ambrosio, y que
fue enterrado en la Vía Apia, probablemente muy cerca
de la actual basílica de San Sebastián, en el
cementerio "ad catacumbas." Aunque el arte
medieval y renacentista representa a San Sebastián
atravesado por las flechas o llevando una flecha en la
mano, este atributo es de aparición relativamente tardía.
Un mosaico de San Pietro in Vincoli, que data más o
menos del año 680, le representa como un hombre
barbado, que lleva en la mano la corona del martirio. Un
antiguo ventanal de la catedral de Estrasburgo, le pinta
como un caballero, con espada y escudo, pero sin
flechas. Se invoca a San Sebastián como patrón contra
las plagas, y ciertos escritores de nota, como Male y
Pedrizet, opinan que esta tradición está relacionada
con un famoso incidente del primer libro de la "Ilíada"
y que tiene su origen en la valiente actitud de San
Sebastián frente a la lluvia de flechas disparadas
contra él; pero el P. Delehaye afirma, probablemente
con razón, que la tradición debió más bien
originarse en la coincidencia entre el fin de una plaga
y la invocación de San Sebastián. El hecho de que San
Sebastián sea el patrono de los arqueros y de los
soldados en general, proviene naturalmente de la
leyenda.
Sobre la "pasión"
de San Sebastián, ver Acta Sanctorum, 20 de
enero. Ver también H. Delehaye, en Encyclopaedia
Britannica, (undécima edición), y Acta
Bollandiana vol. XXVIII (1909), p. 489;
igualmente K. Loffler, en Catholic Encydopedia, vol.
XIII; Chéramy, Saint-Sébastien hors les murs (1925),
y Civilta Cattolica enero y febrero, 1918.
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