San
Valerio, obispo de Zaragoza, instruyó en las ciencias
sagradas y en la piedad cristiana a este glorioso mártir.
El mismo obispo le ordenó diácono para que formara
parte de su séquito, y le encargó de instruir y
predicar al pueblo, a pesar de que era todavía muy
joven. El cruel perseguidor Daciano era entonces
gobernador de España. El año 303, los emperadores
Diocleciano y Maximiano publicaron su segundo y tercer
edicto contra el clero, y al año siguiente lo hicieron
extensivo a los laicos. Parece que poco antes de la
publicación de dichos decretos, Daciano hizo ejecutar a
los dieciocho mártires de Zaragoza, de los que hacen
mención Prudencio y el Martirologio Romano (16 de
enero), y arrestó a Valerio y a Vicente. Estos dos mártires
fueron poco después trasladados a Valencia, donde el
gobernador les dejó largo tiempo en la prisión,
sufriendo hambre y otras torturas. El procónsul
esperaba que esto debilitaría la constancia de los
testigos de Cristo. Sin embargo, cuando comparecieron
ante él, no pudo menos de sorprenderse al verles tan
intrépidos y vigorosos, y aun castigó a los soldados
por no haberles tratado con el rigor que él había
ordenado. El procónsul empleó amenazas y promesas para
lograr que los prisioneros ofrecieran sacrificios a los
dioses. Como Valerio, que tenía un impedimento de la
lengua, no pudiese responder, Vicente le dijo:
"Padre, si me lo ordenas yo hablaré".
"Hijo mío -le contestó Valerio-, yo te he
confiado ya la dispensación de la divina palabra, y
ahora te pido que respondas en defensa de la fe por la
que sufrimos". El diácono informó entonces al
juez que estaban dispuestos a sufrirlo todo por Dios y
que no se doblegarían, ni ante las amenazas, ni ante
las promesas. Daciano se contentó con desterrar a
Valerio, pero decidió hacer flaquear a Vicente valiéndose
de todas las torturas que su cruel temperamento podía
imaginar. San AgustÍn nos asegura que Vicente sufrió
torturas que ningún hombre hubiera podido resistir sin
la ayuda de la gracia, y que, en medio de ellas, conservó
una paz y tranquilidad que sorprendió a los mismos
verdugos. La rabia del pro cónsul se manifestaba en el
rictus de su boca, en el fuego de sus ojos y en la
inseguridad de su voz.
Vicente fue primero atado de manos y pies
al potro, y ahí le desgarraron con garfios. El mártir,
sonriente, acusaba a sus verdugos de debilidad, lo cual
hizo creer a Daciano que no atormentaban suficientemente
a Vicente; así pues, mandó que le apalearan. Esto en
realidad dio un respiro al santo, pero sus ver dugos
volvieron pronto a la carga, resueltos a satisfacer la
crueldad del procónsul. Sin embargo, cuanto más le
torturaban los verdugos, tanto más le consolaba el
cielo. El juez, viendo correr la sangre a chorros y el
lastimoso estado en que se hallaba el cuerpo de Vicente,
no pudo menos de reconocer que el valor del joven clérigo
había vencido su crueldad. En seguida ordenó que
cesara la tortura y dijo a Vicente que, si no había
podido inducirle a sacrificar a los ídolos, por lo
menos esperaba que entregaría éste las Sagradas
Escrituras a las llamas, para cumplir el edicto
imperial. El mártir contestó que tenía menos miedo de
los tormentos que de la falsa compasión. Daciano, más
furioso que nunca, le condenó a lo que las actas llaman
"quaestio legitima" ("la tortura
legal"),. que consistía en ser quemado sobre una
especie de parrilla. Vicente se instaló gozosamente en
la reja de hierro, cuyas barras estaban erizadas de
picos al rojo vivo. Los ver dugos le hicieron extenderse
y echaron sal sobre sus heridas. Con la fuerza del
fuego, la sal penetraba hasta el fondo. San Agustín
dice que las llamas, en vez de atormentar al santo,
parecían infundirle nuevo vigor y ánimo, ya que
Vicente se mostraba más lleno de gozo y consuelo,
cuanto más sufría. La rabia y confusión del tirano
fue increíble; perdió totalmente el dominio de sí
mismo y preguntaba continuamente qué hacía y decía
Vicente; pero la respuesta era siempre que el santo no
hacía más que afirmarse en su resolución.
Finalmente, el procónsul ordenó que
echaran al santo en un calabozo cubierto de trozos de
vidrio, con las piernas abiertas y atadas a sendas
estacas,. y que le dejaran ahí sin comer y sin recibir
ninguna visita. Pero Dios envió a sus ángeles a
reconfortarle. El carcelero, que vio a través de la
rejilla el calabozo lleno de luz y a Vicente paseándose
en él y alabando a Dios, se convirtió súbitamente al
cristianismo. Al saberlo, Daciano lloró de rabia; sin
embargo ordenó que se diese algún reposo al
prisionero. Los fieles fueron a ver a Vicente, vendaron
sus heridas, y recogieron su sangre como una reliquia.
Cuando le depositaron en el lecho que le habían
preparado, Vicente entregó su alma a Dios. Daciano
ordenó que su cuerpo fuese arrojado en un pantano, pero
un buitre le defendió de los ataques de las fieras y
aves de presa. Las "actas" y un sermón
atribuido a San León añaden que el cadáver de Vicente
fue entonces arrojado al mar, pero que las olas lo
devolvieron a la playa, donde lo recogieron dos cristianos, por revelación del cielo.
El relato de las traslaciones y la difusión
de las reliquias de San Vicente(1) es muy confuso y poco
fidedigno. Se habla de sus reliquias no sólo en Valencia y Zaragoza, sino también en Castres de Aquitania,
en Le Mans, en París, en Lisboa, en Bari y en otras
ciudades. Sí es absolutamente cierto que su culto se
extendió muy pronto por todo el mundo cristiano y llegó
hasta algunas regiones del oriente. La misa del rito
milanés le nombra en el canon. El emblema más característico
de nuestro santo en las representaciones artísticas más
antiguas es el buitre, representado en algunas pinturas
sobre una roca. Cuando se trata de una pintura que
representa a un diácono revestido con la dalmática y
que lleva una palma en la mano, es imposible determinar
si se trata de una imagen de San Vicente, de San Lorenzo
o de San Esteban. En Borgoña, se venera a San Vicente
como patrono de los cultivadores de la vid. Ello se debe
probablemente, a que su nombre sugiere cierta relación
con el vino.
Alban
Butler basa principalmente su relato en la narración
del poeta Prudencio (Peristephanon, 5). Aunque Ruinart
incluye las "actas'" de San Vicente entre sus Acta
Sincera, es evidente que el compilador, que vivió
probablemente varios siglos después de los hechos, dejó
en ellas libre curso a su imaginación. Sin embargo, San
Agustín dice en uno de sus sermones sobre el santo que
él ha manejado las actas, lo cual induce a suponer que
el resumen mucho más conciso de Analecta Bolandiana (vol.
I, 1882, pp. 259-262) representa en sustancia el
documento al que se refiere San Agustín. De lo que
estamos absolutamente ciertos es del nombre de San
Vicente, del sitio y la época de su martirio, y del
lugar de su sepultura. Ver P. Allard, Histoire des
persécutions, vol. IV, pp. 237-250; Delehaye, Les
origines du culte des martyrs (1933), pp. 367-368;
H. Leclercq, Les martyrs, vol. II, pp. 437.439; Romische
Quartalschrift, vol. XXI (1907), pp. 135-138. Existe
un buen resumen histórico, el de L. de Lacger, Sto
Vincent de Saragosse (1927); y un estudio de su
"pasión" por la marquesa de Maillé, Vincent
d' Agen et Vincent de Saragosse (1949); sobre este
último, cf. los diferentes estudios de Fr. B. de
Gaiffier, en Analecta Bollandiana. Sobre el
obispo San Valerio, ver Acta Sanctorum, 28 de
enero.
|