El Apóstol
de los gentiles era un judío de la tribu de Benjamín.
Circuncidado al octavo día de su nacimiento, según la
ley, recibió el nombre de Saulo; pero como había
nacido en Tarso de Cilicia, gozaba de los privilegios de
ciudadano romano. Sus padres le enviaron muy joven a
Jerusalén, donde Gemaliel, un noble fariseo, le instruyó
en la Ley de Moisés. Saulo se convirtió pronto en un
observante de la ley tan celoso, que podía apelar aun
al testimonio de sus enemigos para probar hasta qué
punto su vida se había conformado a las prescripciones
legales. El joven discípulo de Gemaliel ingresó también
a la secta de los fariseos, que era la más severa.
Algunos de sus miembros habían caído en el orgullo,
opuesto a la humildad evangélica. Es probable que Saulo
haya aprendido desde su juventud el oficio de fabricante
de tiendas, que iba a practicar durante su apostolado. Más
tarde, sobrepasando a sus compañeros en celo por la ley
y las tradiciones judías, que él identificaba entonces
con la causa de Dios, Saulo se convirtió en perseguidor
y enemigo de Cristo. Fue uno de los que tomaron parte en
la lapidación de San Esteban, y San Agustín comenta
que al guardar las ropas de quienes apedreaban al mártir,
Saulo le había apedreado por manos de todos los demás.
Podemos atribuir la conversión de Saulo a las oraciones
del mártir por sus enemigos: "Si Esteban no
hubiera orado —dice San Agustín—, la Iglesia no
habría tenido a San Pablo."
Como los
jefes de los judíos habían visto siempre en Jesucristo
a un enemigo de la ley, no tiene nada de extraño que el
fariseo Saulo estuviese convencido de que "debía
hacer la guerra al nombre de Jesús de Nazaret" y
que se hubiese convertido en el terror de los
cristianos, ya que se entregó en cuerpo y alma a
exterminarles. Lo apasionado de su persecución lo llevó
a ofrecerse al sumo sacerdote para ir a Damasco, para
arrestar a todos los judíos que confesaran a Jesucristo
y traerles encadenados a Jerusalén. Pero Dios había
decidido mostrar su paciencia y misericordia con Saulo.
Se hallaba ya éste cerca de Damasco, cuando una gran
luz del cielo brilló sobre él y sus acompañantes.
Todos cayeron aturdidos por el suelo, [El relámpago no
derribó, sino a Saulo. N. del E.] y Saulo oyó una voz
que le decía clara y distintamente: "Saulo, Sualo,
¿por qué me persigues?" Y él respondió: "¿Quién
eres, Señor?" Cristo le dijo: "Jesús de
Nazaret, a quien tú persigues. Es difícil dar coces
contra el aguijón." (Esto último equivalía a
decirle: Persiguiendo a mi Iglesia no consigues más que
hacerte daño a ti mismo). Temblando de asombro, Saulo
preguntó: "Señor, ¿qué quieres que haga?"
Cristo le ordenó que prosiguiera su camino hacia
Damasco, donde le mostraría su voluntad.
Al
levantarse, Saulo cayó en la cuenta de que si bien tenía
los ojos abiertos, no podía ver. Entró a Damasco
llevado por la mano de un niño, y se alojó en la casa
de un judío llamado Judas, donde permaneció tres días,
ciego y sin comer ni beber.
Había en
Damasco un cristiano muy respetado por su vida y
virtudes, llamado Ananías. Cristo se le apareció y le
mandó ir al encuentro de Saulo, quien estaba en oración
en casa de Judas. Al oír el nombre de Saulo, Ananías
se echó a temblar, pues no desconocía los estragos que
había causado en Jerusalén, ni el motivo que le había
llevado a Damasco. Pero el Salvador le tranquilizó y le
repitió la orden de ir al encuentro de Saulo, diciéndole:
"Ve a buscarle, porque es un vaso de elección
llamado a predicar mi nombre entre los gentiles, y los
reyes, y los hijos de Israel, y yo voy a mostrarle cuánto
tiene que sufrir por mi nombre."
Entre
tanto, Saulo había tenido la visión de un hombre que
le imponía las manos y le devolvía la vista.
Ananías
obedeció y fue en busca de Saulo. Poniendo las manos
sobre él le dijo: "Saulo, hermano; el Señor Jesús,
que se te apareció en tu viaje, me ha enviado a ti para
curarte y para que seas lleno del Espíritu Santo."
Al punto cayeron de sus ojos una especie de escamas y
recobró la vista. Ananías prosiguió: "El Dios de
nuestros padres te ha escogido para que conozcas su
voluntad y veas al Justo y oigas su palabra, y para que
des testimonio ante todos los hombres de cuanto has
visto y oído. ¿Qué esperas? Levántate, recibe el
bautismo que te lavará de tus pecados e invoca el
nombre del Señor." Saulo se levantó recibió el
bautismo y comió. Permaneció algunos días con los
cristianos de Damasco, e inmediatamente después, empezó
a predicar en las sinagogas al Hijo de Dios, con gran
asombro de sus oyentes, que decían: "¿No es éste
el que perseguía en Jerusalén a todos los que invocan
el nombre de Jesús, y el que vino a Damasco para
hacerles prisioneros?" Así, el antiguo perseguidor
blasfemo se convirtió en apóstol y fue elegido por
Dios, como uno de sus principales instrumentos para la
conversión del mundo.
San Pablo
no podía recordar su conversión, sin sentirse lleno de
agradecimiento y sin alabar la misericordia divina. Al
agradecer a Dios este milagro de su gracia y al proponer
a los arrepentidos este modelo de perfecta conversión,
la Iglesia celebra una fiesta que durante algún tiempo
fue de obligación en casi todo el occidente.
Es difícil
determinar por qué la conversión de San Pablo se
celebra en este día. El texto primitivo del Hieronymianum
menciona el 25 de febrero como el día, no de la
conversión, sino de la translación de San Pablo. Difícilmente
podría tratarse de otra translación que la de sus
reliquias a su basílica, después de casi un siglo de
haber estado en el sepulcro "ad Catacumbas."
Pero esta conmemoración de San Pablo, el 25 de enero no
parece haber sido una fiesta en Roma. Los sacraméntanos
gelasiano y gregoriano no la mencionan en lo absoluto.
En cambio, existe una misa propia en el Missale
Gothicum, y los martirologios de Gellone y Rheinau
hacen referencia a esta festividad. Algunos textos, como
el Hieronymianum de Berna, conservan huellas del
cambio de "translación" por "conversión."
El calendario inglés de San Wilibrordo, anterior al año
717, dice textualmente: "Conversio Pauli in
Damasco"; y los martirologios de Oengus y Tallaght
(ambos de principios del siglo IX) hablan de su bautismo
y conversión.
Ver Hechos
de los Apóstoles, cc. IX,
XXII, y XXVI.
Sobre la traslación de los restos de San Pablo, ver De
Waal, en Romische
Quartalschrift, (1901), pp.
224 ss., y Styger, Il monumento
apostólico della Via Appia (1917).
Por lo que toca a la fiesta, ver Christian Worship (1919),
p. 281, donde Mons. Duchesne hace notar que la misa del
domingo de sexagésima
es en honor de San Pablo. Cf CMH., pp. 61-62, y Analecta
Bollandiana, vol. XLV (1927),
pp. 306-307.
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