San
Policarpo fue uno de los más famosos entre aquellos
obispos de la Iglesia primitiva, a quienes se les da el
nombre de "Padres Apostólicos," por haber
sido discípulos de los Apóstoles y directamente
instruidos por ellos. Policarpo fue discípulo de San
Juan Evangelista, y los fieles le profesaban una gran
veneración. Entre sus muchos adictos, discípulos y
seguidores se encontraban San Ireneo y Papías. Cuando
Florino, que había visitado con frecuencia a San
Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San
Ireneo le escribió: "Esto no era lo que enseñaban
los obispos, nuestros predecesores. Yo te puedo mostrar
el sitio en el que el bienaventurado Policarpo
acostumbraba sentarse a predicar. Todavía recuerdo la
gravedad de su porte, la santidad de su persona, la
majestad de su rostro y de sus movimientos, así como
sus santas exhortaciones al pueblo. Todavía me parece oírle
contar cómo había conversado con Juan y con muchos
otros que vieron a Jesucristo, y repetir las palabras
que había oído de ellos. Pues bien, puedo jurar ante
Dios que si el santo obispo hubiese oído tus errores,
se habría tapado las orejas y habría exclamado, según
su costumbre: ¡Dios mío!, ¿por qué me has hecho
vivir hasta hoy para oír semejantes cosas? Y al punto
habría huido del sitio en que se predicaba tal
doctrina." La tradición cuenta que, habiéndose
encontrado San Policarpo con Marción en las calles de
Roma, el hereje le increpó, al ver que no parecía
advertirle: "¿Qué, no me conoces?" "Sí,
—le respondió Policarpo—, sé que eres el primogénito
de Satanás." El santo obispo había heredado este
aborrecimiento hacia los herejes, de su maestro San
Juan, quien salió huyendo de los baños, al ver a
Cerinto.
San
Policarpo besó las cadenas de San Ignacio, cuando éste
pasó por Esmirna, camino del martirio, e Ignacio a su
vez, le recomendó que velara por su lejana Iglesia de
Antioquía y le pidió que escribiera en su nombre a las
Iglesias de Asia, a las que él no había podido
escribir. San Policarpo escribió poco después a los
Filipenses una carta que se conserva todavía y que
alaban mucho San Ireneo, San Jerónimo, Eusebio y otros.
Dicha carta, que en tiempos de San Jerónimo se leía públicamente
en las iglesias, merece toda admiración por la
excelencia de sus consejos y la claridad de su estilo.
Policarpo emprendió un viaje a Roma para aclarar
ciertos puntos con el Papa San Aniceto, especialmente la
cuestión de la fecha de la Pascua, porque las Iglesias
de Asia diferían de las otras en este particular. Como
Aniceto no pudiese convencer a Policarpo ni éste a aquél,
convinieron en que ambos conservarían sus propias
costumbres y permanecerían unidos por la caridad. Para
mostrar su respeto por San Policarpo, Aniceto le pidió
que celebrara la Eucaristía en su Iglesia. A esto se
reduce todo lo que sabemos sobre San Policarpo, antes de
su martirio.
El año
sexto de Marco Aurelio, según la narración de Eusebio,
estallo una grave persecución en Asia, en la que los
cristianos dieron pruebas de un valor heroico. Germánico,
quien había sido llevado a Esmirna con otros once o
doce cristianos se señaló entre todos, y animó a los
pusilánimes a soportar el martirio. En el anfiteatro,
el procónsul le exhortó compasivamente a no entregarse
a la muerte en plena juventud, cuando la vida tenía
tantas cosas que ofrecerle, pero Germánico provocó a
las fieras para que le arrebataran cuanto antes la vida
perecedera. Pero también hubo cobardes: un frigio,
llamado Quinto, consintió en hacer sacrificios a los
dioses antes que morir. Los autores de la carta de la
que tomamos estos datos, condenan justamente la presunción
de los que se ofrecían espontáneamente al martirio,
como lo había hecho Germánico y explican que el
martirio de San Policarpo fue realmente evangélico,
porque el santo no se entregó, sino que esperó a que
le arrestaran los perseguidores, siguiendo el ejemplo de
Cristo. El extraordinario valor de Germánico y sus
compañeros no hizo más que aumentar la sed de sangre
de los espectadores. La multitud empezó a gritar:
"¡Mueran los enemigos de los Dioses! ¡Muera
Policarpo!" Los amigos del santo le habían
persuadido que se escondiera, durante la persecución,
en un pueblo vecino. Tres días antes de su martirio
tuvo una visión en la que aparecía su almohada
envuelta en llamas; esto fue para él una señal de que
moriría quemado vivo como lo predijo a sus compañeros.
Cuando los perseguidores fueron a buscarle, cambió de
refugio, pero un esclavo, a quien habían amenazado con
el potro si no le delataba, acabó por entregarle.
Herodes,
el jefe de la policía, mandó por la noche a un piquete
de caballería a que rodeara la casa en que estaba
escondido Policarpo; éste se hallaba en la cama, y
rehusó escapar, diciendo: "Hágase la voluntad de
Dios." Descendió, pues, hasta la puerta, ofreció
de cenar a los soldados y les pidió únicamente que le
dejasen orar unos momentos. Habiéndosele concedido esta
gracia, Policarpo oró de pie durante dos horas, por sus
propios cristianos y por toda la Iglesia. Hizo esto con
tal devoción, que algunos de los que habían venido a
aprehenderle se arrepintieron de haberlo hecho. Montado
en un asno fue conducido a la ciudad. En el camino se
cruzó con Herodes y el padre de éste, Nicetas, quienes
le hicieron venir a su carruaje y trataron de
persuadirle de que no exagerase su cristianismo: "¿Qué
mal hay —le decían— en decir Señor al César, o en
ofrecer un poco de incienso para escapar a la
muerte?" Hay que notar que la palabra "Señor"
implicaba en aquellas circunstancias el reconocimiento
de la divinidad del César. El obispo permaneció
callado al principio; pero, como sus interlocutores le
instaran a hablar, respondió firmemente: "Estoy
decidido a no hacer lo que me aconsejáis." Al oír
esto, Herodes y Nicetas le arrojaron del carruaje con
tal violencia, que se fracturó una pierna.
El santo
se arrastró calladamente hasta el sitio en que se
hallaba reunido el pueblo. A la llegada de Policarpo,
muchos oyeron una voz que decía: "Sé fuerte,
Policarpo, y muestra que eres hombre." El procónsul
le exhortó a tener compasión de su avanzada edad, a
jurar por el César y a gritar: "¡Mueran los
enemigos de los dioses!" El santo, volviéndose
hacia la multitud de paganos reunida en el estadio, gritó:
"¡Mueran los enemigos de Dios!" El procónsul
repitió: "Jura por el César y te dejaré libre;
reniega de Cristo." "Durante ochenta y seis años
he servido a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo
quieres que reniegue de mi Dios y Salvador? Si lo que
deseas es que jure por el Cesar, he aquí mi respuesta:
Soy cristiano. Y si quieres saber lo que significa ser
cristiano, dame tiempo y escúchame." El procónsul
dijo: "Convence al pueblo." El mártir replicó:
"Me estoy dirigiendo a ti, porque mi religión me
enseña a respetar a las autoridades si ese respeto no
quebranta la ley de Dios. Pero esta muchedumbre no es
capaz de oír mi defensa." En efecto, la rabia que
consumía a la multitud le impedía prestar oídos al
santo.
El procónsul
le amenazó: "Tengo fieras salvajes."
"Hazlas venir —respondió Policarpo—, porque
estoy absolutamente resuelto a no convertirme del bien
al mal, pues sólo es justo convertirse del mal al
bien." El procónsul replicó: "Puesto que
desprecias a las fieras te mandaré quemar vivo."
Policarpo le dijo: "Me amenazas con fuego que dura
un momento y después se extingue; eso demuestra que
ignoras el juicio que nos espera y qué clase de fuego
inextinguible aguarda a los malvados. ¿Qué esperas?
Dicta la sentencia que quieras."
Durante
estos discursos, el rostro del santo reflejaba tal gozo
y confianza y su actitud tenía tal gracia, que el mismo
procónsul se sintió impresionado. Sin embargo, ordenó
que un heraldo gritara tres veces desde el centro del
estadio: "Policarpo se ha confesado
cristiano." Al oír esto, la multitud exclamó:
"¡Este es el maestro de Asia, el padre de los
cristianos, el enemigo de nuestros dioses que enseña al
pueblo a no sacrificarles ni adorarles!" Como la
multitud pidiera al procónsul que condenara a Policarpo
a los leones, aquél respondió que no podía hacerlo,
porque los juegos habían sido ya clausurados. Entonces
gentiles y judíos pidieron que Policarpo fuera quemado
vivo.
En cuanto
el procónsul accedió a su petición, todos se
precipitaron a traer leña de los hornos, de los baños
y de los talleres. Al ver la hoguera preparada,
Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, cosa
que no había hecho antes porque los fieles se
disputaban el privilegio de tocarle. Los verdugos querían
atarle, pero él les dijo: "Permitidme morir así.
Aquél que me da su gracia para soportar el fuego me la
dará también para soportarlo inmóvil." Los
verdugos se contentaron pues, con atarle las manos a la
espalda. Levantando los ojos al cielo, Policarpo hizo la
siguiente oración: "¡Señor Dios todopoderoso,
Padre de tu amado y bienaventurado Hijo, Jesucristo, por
quien hemos venido en conocimiento de Ti, Dios de los ángeles,
de todas las fuerzas de la creación y de toda la
familia de los justos que viven en tu presencia! ¡Yo te
bendigo porque te has complacido en hacerme vivir estos
momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires
y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de
resucitar en alma y cuerpo para siempre en la
inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme que sea
yo recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio
que me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea
agradable! ¡Yo te alabo y te bendigo y te glorifico por
todo ello, por medio del Sacerdote Eterno, Jesucristo,
tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu Santo sea
dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!"
No bien
había acabado de decir la última palabra, cuando la
hoguera fue encendida. "Pero he aquí que entonces
aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos
preservados para dar testimonio de ello — escriben los
autores de esta carta—: las llamas, encorvándose como
las velas de un navío empujadas por el viento, rodearon
suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía
no tanto un cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan
o un metal precioso en el horno; y un olor como de
incienso perfumó el ambiente." Los verdugos
recibieron la orden de atravesar a Policarpo con una
lanza; al hacerlo, brotó de su cuerpo una paloma y tal
cantidad de sangre, que la hoguera se apagó.
Nicetas
aconsejó al procónsul que no entregara el cuerpo a los
cristianos, no fuera que estos, abandonando al
Crucificado, adorasen a Policarpo. Los judíos
habían sugerido esto a Nicetas, "sin saber
—dicen los autores de la carta— que nosotros no
podemos abandonar a Jesucristo ni adorar a nadie más.
Porque a El le adoramos como Hijo de Dios, y a los mártires
les amamos simplemente como discípulos e imitadores
suyos, por el amor que muestran a su Rey y
Maestro." Viendo la discusión provocada por los
judíos, el centurión redujo a cenizas el cuerpo del mártir.
"Más tarde —explican los autores de la carta—
recogimos nosotros los huesos, más preciosos que las más
ricas joyas de oro, y los depositamos en un sitio dónde
Dios nos concedió reunimos, gozosamente, para celebrar
el nacimiento de este mártir." Esto escribieron
los discípulos y testigos. Policarpo recibió el premio
de sus trabajos, a las dos de la tarde del 23 de febrero
de 155, o 166, u otro año.
Existe
una muy vasta literatura, que no podemos citar aquí por
entero, sobre San Policarpo y todo lo relacionado con él.
Los principales puntos de discusión que pueden
interesarnos son los siguientes: 1) la autenticidad de
la carta que describe su martirio, escrita en nombre de
la Iglesia de Esmirna: 2) la autenticidad de la carta de
San Ignacio de Antioquía a San Policarpo; 3) la
autenticidad de la carta de San Policarpo a los
filipenses; 4) el valor de las informaciones que San
Ireneo y otros autores primitivos nos dan sobre las
relaciones de San Policarpo con el apóstol San Juan; 5)
la fecha del martirio; 6) el valor de la Vida de
Policarpo atribuida a Pionio. Por lo que toca a los
cuatro primeros puntos, se puede decir que los
especialistas sobre la Iglesia primitiva, se declaran
casi unánimemente en favor de la tradición ortodoxa.
Las conclusiones a las que llegaron tan laboriosamente,
Lightfoot y Funk han sido finalmente aceptadas casi por
unanimidad. Por consiguiente, dichos documentos pueden
considerarse entre los más preciosos recuerdos que han
llegado hasta nosotros sobre los primeros pasos en la
vida de la Iglesia. Esos documentos que se encuentran
reunidos en la obra inapreciable de Lightfoot, The
Apostolic Fathers, Ignatius and Polycarp, 3 vols., y
en la edición abreviada en un solo volumen de J. R.
Harmer. The Apostolic Fathers (1891). En cuanto a
la fecha del martirio, los escritores primitivos, basándose
en la Crónica de Eusebio, aceptaban sin discusión
que San Policarpo había muerto el año 166; pero los críticos
actuales sitúan el martirio en los años 155 o 156.
Ver, sin embargo, J. Chapman, quien en la Revue Bénédictine,
vol. XIX, pp. 145 ss., expone los motivos por los
que prefiere el año 166; H. Grégoire, en Analecta
Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 1-38, arguye
largamente en favor del año 177. Por lo que se refiere
al sexto punto, es decir la biografía de Pionio, según
la cual Policarpo había sido un esclavo rescatado por
una piadosa dama, los críticos están actualmente de
acuerdo en afirmar que se trata de una obra de imaginación,
escrita tal vez en el último decenio del siglo IV. P.
Corssen y E. Schwartz han intentado demostrar que la Vida
de Policarpo es una obra auténtica del mártir San
Pionio, quien murió en los años 180 o 250; pero
Delehaye refutó ampliamente esta teoría en Les
passions des martyrs et les genres littéraires (1921),
pp. 11-59. Hay un excelente artículo sobre San
Policarpo, escrito por H. T. Andrews, en la Encyclopaedia
Britannica, undécima edición. Kirsopp Lake, en
Loeb Classical Library, The Apostolic Fathers, vol.
II, presenta el texto y la traducción del martirio; en
la serie Ancient Christian Writers se encuentra sólo
la traducción (vol. VI). Sobre la fecha del martirio,
ver H. I. Marrou, en Analecta Bollandiana, vol.
LXXI (1953), pp. 5-20.
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